Thursday, June 06, 2019

Margarita



 A GVDV

Finalmente me acomodaron en el número 32 de Lierstraat, cuarto número 408. Una residencia estudiantil sin nombre particular en pleno centro, casa antigua muy bien mantenida, con  amplias cocina, sala de televisión y lavanderías, con mesa de pinpón y un hermoso jardin. Eramos veinte residentes, diez y seis belgas pobres, ocho de cada sexo y cuatro extranjeros, un nigeriano, un chino, un vietnamita y el ecuatoriano que escribe.

El inicio del año lectivo, y de la convivencia fueron agradables, los belgas eran en su mayoría descendientes de aquellos italianos que llegaron a trabajar en las minas de carbón de Limburg o de los marroquíes que vinieron a reconstruir el país en la postguerra y que se mezclaron con los locales. Poco a poco fui conociendo a los chiquillos de pregrado, que  tenían como afición pasarse largas horas frente al televisor. Unos cuatro disfrutaban de los amplios cuartos del jardín, a cambio de brindar apoyo a un estudiante con discapacidad. Durante ese primer semestre, uno de esos cuartos pasó vacío, quien lo habitaba fue a Sevilla a realizar su intercambio estudiantil y regresó en febrero. Conocí, entonces, a Margriet Van Halen, de quien ya me habían hablado. La empatía fue instantánea y conversamos desde el incio en castellano. Ese aire español que traía, facilitó su ingreso al básico universo latino de merengue, tequila y mojitos. Vinieron las películas argentinas, las clases de salsa en el bar cubano y meses después los paseos al lago, donde nos poníamos el bloqueador mutuamente. 

Un sábado de verano, Margarita, como la llamaban mis amigos, me invitó a un asado con su círculo flamenco.  De vuelta a la residencia me di cuenta que Margarita significaba mucho más de lo que creía. Esa linda amistad de meses, con salidas continuas y largos diálogos, había mutado en algo diferente. ¿Estaba enamorado de ella? La respuesta era afirmativa pero no podía aceptarla, pues tenía una amante y una novia de viaje. Aunque con esta última habíamos quedado libres, pensábamos retomar las cosas a su regreso. No puedo dañar la amistad con Margarita, me dije. No viejo man, no metas la pata. Esas reflexiones racionales y hasta paternalistas me frenaron.

Pero el amor es más fuerte, dice Tanguito, y una mañana nos cruzamos con ella en la lavandería de la residencia. Todas las reflexiones de la noche post asado cayeron en saco roto. Sin el menor preámbulo le dije que estaba enamorado de ella. Margarita se ruborizó, sonrío, me dio un besito ínfimo en los labios, como acercamiento de colibrí a la flor y salió corriendo. Yo no hice nada. Me quedé mirando los giros que daba la ropa dentro de la máquina de lavar, mágico ojo de pez que como un caleidoscopio proyectaba las imágenes que surgían de mi interior acompañando al arcoiris artificial que forman la luz y el jabón en movimiento. Me quedé estático, contento y liviano.

Margarita compartió con sus amigas el hecho, mientras yo estaba dispuesto a terminar todo con mi amante, a llamar de inmediato a Saigón y confesar que, sin haberlo planeado, el amor sitió mi fortaleza y terminé rindiéndome. Pero los chismes aletean más rápido que los abejorros. Margriet al enterarse de mis contigencias, construyó de inmediato la imagen del latino seductor que quería jugar con ella y me odió. No me quiso escuchar, me aplicó la ley del hielo, hizo lo que pudo para que mi estancia en Lierstraat fuera horrible, sin lograrlo gracias al cotidiano consuelo femenino.Y aunque sus bellos ojos azules brillaban furiosos al verme entrar con otras chicas, ella pretendía indiferencia. Si nos cruzábamos en cualquier lado, comenzaba a coquetear para darme celos. Aunque no se hacía de ningún novio, trataba a toda costa de hacerme saber lo contrario. Y cada día se ponía más bella y sentir su belleza cada vez más lejos de mí, me dolía. 

Poco a poco, esas imágenes que esa mañana surgieron en mi caleidoscopio jabonoso, se fueron desvaneciendo entre estudios, viajes y fiestas. Mucho ayudó salir de Lierstraat, un año después del incidente. Aquel rollo de cinta fotográfica creado por mi cabeza loca y surgido en cada giro de la máquina de lavar, se tornó borroso lentamente. Quizás por que hace pocos días fue el cumpleaños de Margarita, volvieron décadas después las escenas imaginadas, tan vívidas como románticas y cursis. Desde mi oficina de académico, en las nubes que se agolpan, se proyecta en technicolor, atrás de la ventana, esa película casera estacional donde me veo de nuevo cicleando con Margarita hacia el lago Rotselaar y besándonos en su orilla. En otra escena limpiamos juntos las innúmeras hojas del jardín y en otro acto caminamos de la mano en la frías noches de invierno. En la construcción casi onírica, estoy con Margarita buscando en el nacimiento de la primavera, una vieja casa, en los pueblos aledaños a Leuven, para comprar y remodelarla juntos, de acuerdo a las costumbres flamencas. Nítida reaparece la fantasía, a pesar de los años. Mientras escribo estas letras, vuelven aquellas imágenes provocadas por su beso pequeño. 

Entonces convoco también al recuerdo. Cierro los ojos y aparece Margriet Van Halen enfundanda en el bikini blanco, se acuesta boca abajo y empiezo a untar en su espalda el bloqueador solar. Ella cierra los ojos y dos hoyitos aparecen en sus mejillas. Luego le doy la mano para que se levante y sin soltarme, como si estuviera en el Ganges en un ritual,  ingresa lentamente al lago Rotselaar. Entro con ella y avanzamos hasta cuando los pies no tocan piso y tomados de la mano reimos en medio de la soledad líquida. Abro los ojos y estoy en medio de la nostalgia magnífica. Voy al ordenador, la busco en el facebook y veo la foto de perfil de la soltera doctora Van Halen, que me sonríe otra vez. Miro sus bellos ojos azules en la pantalla y no puedo evitar un suspiro.
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