Wednesday, April 29, 2015

Charlotte




Llegó puntual a la cita con su jefe y conversaron sobre la tarea y sus plazos, antes de ir hacia el edificio contiguo. El Van den Heuvel Instituut era una inmensa edificación antigua a la que modernizaron en los años setenta. Toda la atmósfera del edificio se había quedado en esa década y a medida que subían las gradas, Alex regresaba en el tiempo y se abstraía con los inmensos pasillos silenciosos. En el cuarto piso, el jefe abrió una puerta, dijo a Alex que ese sería su lugar de trabajo y le entregó la llave. Alex ocuparía la única oficina de un piso con despachos cerrados y empolvados laboratorios. Junto a la ventana estaba una mesa con un viejo ordenador y una silla rodante, a un costado un anaquel con periódicos y unos cuantos libros en holandés. El jefe se despidió deseándole suerte con la tarea. 

El plazo solamente admitía un trabajo sesudo, por ello Alex llegaba temprano, comía su fiambre en la oficina y salía bien entrada la noche. Su tímido carácter andino en el tímido entorno flamenco, le hacía más retraído y varios días  después de su llegada carecía de amigos. Su distracción era mirar por la ventana a la calle que se llenaba de gente y verles tomar sus bicicletas una vez concluido el día de labores. Como a él nadie lo esperaba, continuaba trabajando, hacía una llamada telefónica y minutos después un iraní, parecido a Frank Zappa, le traía una lata de refresco y un kebab. Dos horas después regresaba a la residencia universitaria, disfrutando del viento frío, de la luz tenue de los faroles que coqueteaban con la neblina y del silencioso vacío de las calles desiertas.

El otoño aún quería quedarse y entre el cielo gris, a eso de las cuatro de la tarde, un rayo de sol se abría paso. Fue con esa luz, que Alex la vio por vez primera, al dirigir su atención al lado derecho de la ventana. Alex la saludó con la mano sin tener respuesta, por lo que al día siguiente quiso mostrar su simpatía haciéndole un regalo. En esa ocasión, según Alex, ella no solo respondió el saludo sino que se presentó como Charlotte y le dio las gracias en español. Desde entonces, a las cuatro, Alex se ponía a atisbar el cielo en pos del rayo de sol, el preámbulo a la llegada de Charlotte con su paso veloz.

-Mientras Charlotte disfruta del sol, le cuento sobre los avances de mi proyecto. Ella me escucha con atención y pocas veces comenta, pero cuando lo hace, sus acotaciones son verdaderas joyas de la hermenéutica, agudas apostillas que cualifican mi trabajo, anotaba Alex, al contarme emocionado sobre su amiga.

El invierno y su opacidad se instalaron y el sol despareció por completo. A pesar de ello, Charlotte asistía a los diálogos vespertinos, acomodándose a escuchar con atención las fenomenológicas digresiones del investigador. Una tarde en que el invierno mostró toda su oscuridad temprana, ella no vino. Al día siguiente, él la llamó insistente sin tener respuesta y llegó a la noche intranquilo. En la nueva jornada, Alex no se concentraba, miraba a cada momento el lado derecho de la ventana, sin que haya huella alguna de Charlotte...

Desesperado, movió los libros apilados y abrió las páginas de los periódicos añejos, hasta que encontró un hilo transparente, la señal de Ariadna que le llevaría hacia algún sitio. Siguió la delgada hebra hasta su nacimiento en un rinconcito junto al calefactor, donde descubrió una pequeña telaraña con hormigas resecas, el regalo que semanas atrás Alex le dejara sobre el escritorio. Centímetros más allá pudo ver a Charlotte inmóvil, con cada una de sus ocho patitas recogidas en el rictus de la muerte. La puso en su mano y luego la colocó en la mesa, justo en donde chocaban los rayos de sol otoñal. El duelo duró varios minutos y no pocas lágrimas bañaron el inerte cuerpecito del arácnido.