Friday, July 08, 2022

La alacena

Vivimos en una casa que fue parte de una más grande y que la fue perdiendo el esposo de la dueña en sus innúmeras partidas de naipe. La casa se limpia los sábados después del desayuno y los cinco hermanos somos los encargados de hacerlo. Yo soy el menor y para evitar encerar el piso del dormitorio, escojo limpiar la cocina, una mole más bien oscura, a pesar de su ventana grande que linda con el techo. Lavar las baldosas, quitar la grasa de los azulejos cercanos a la zona de cocción, limpiar el polvo y pasar el aceite "Old English" por las alacenas es aburrido, pero más fácil que complacer a mi padre con el brillo adecuado para su camioneta Datsun. Junto a las cuatro alacenas empotradas, hay una más pequeña, de unos 80 x por 50cm, asegurada con dos armellas y un alambre grueso que da varias vueltas. Alguna vez, pregunté a mi madre que había ahí y me respondió desde su dulce severidad católica:

-          Será algo guardado por los dueños de casa. No se toca lo que no es de uno...

Aquel sábado, con la cocina repleta de los agradables olores a cloro, detergente, antigrasa y aceite para madera, mi diablo de la guarda gira mi cabeza hacia la alacena pequeña y mi Pepe Saltamontes me repite las palabras de mamá. Cuando se tiene trece años y toda la familia está en el taller, lavando el carro, la ropa o arreglando las plantas, el diablo gana.

Polvo, telas de araña, rancio olor a encierro. Unas botellas vacías de Cutty Sark y dos ánforas de cerámica ocupan el estante inferior. En el superior, están algunas pequeñas herramientas automotrices. Me frustra haber perdido mi tiempo en esa riesgosa actividad, cuando caigo en cuenta que el fondo de la alacena no es una pared, sino un cristal pintado, lleno de polvo y grasa. Tiene la pintura raspada en algunas partes, aquellas que rozaron las herramientas al ser acomodadas. Me acerco a la pequeña zona despintada y veo que al otro lado hay un patio pequeño, que tiene en su extremo derecho la piedra de lavar y al izquierdo un jardín. Una joven de unos 20 años lava su ropa. 

Desde mi alacena hasta ella mediarán unos diez metros. La lavandera es bella y esbelta, me parece muy alta, desde mi metro y medio de entonces. Tiene los ojos grandes, oscuros, con largas pestañas de vacuna candidez. Se me hace muy parecida a una actriz andaluza de una cursi película muy popular. Viste una pupera rosada de "Hello Kitty"y su cabello está recogido en un moño a la altura de la coronilla. No lleva sujetador y sus senos se mueven rítmicamente con el movimiento del brazo derecho fregando la ropa sostenida por la mano izquierda. En ese soleado sábado, de vez en cuando, se pasa la muñeca por la frente. Cuando, en el filo del tanque, están varias blusas y camisetas, ella las toma y se dirige al tendedero. Entonces aprecio su short corto que alguna vez fue un pantalón de mezclilla y mientras cuelga la ropa, también su ombligo, sus brazos, sus pies delicados engarzados en unas sandalias simples... Yo permanezco inmóvil con los ojos fijos en el pequeño espacio que me permite contemplar a mi vecina, manteniendo semicerradas las compuertas de la alacena para evitar cambios en la luz. Ella toma la jarra con la que colocaba el agua en la piedra de lavar y bebe a largos sorbos. Se sienta en la veredita que separa el patio del jardincillo, se saca las sandalias, y comienza a untar aceite en las piernas que luego estira. Se broncea apoyada en los codos. Yo la miro extasiado y para mis adentro repito con Charly García el verso de moda: Estoy verde. ¿Por qué no tengo 18? No, mejor 24, graduado de la universidad, la invitaría a cenar... Mientras la miro tomar el sol, imagino mi propia película casera con esa historieta, hasta que la voz de mi madre, desde la lavandería, me saca del sopor.

-          Mariano, ¿ya terminaste de arreglar la cocina? Ayúdame a colgar la ropa...

-          Ya voy mamita Chavi.

Cierro las armellas sin dejar evidencia.

Esa noche no puedo conciliar el sueño, quiero que llegue la mañana para abrir otra vez la mágica alacena que guarda a mi propia Barbara Eden, mi "bella genio". Lo haré muy temprano, mientras todos duermen. ¡No!, ella también dormirá. Concluyo que será difícil que aparezca en domingo, día de compras, de paseo, de visitar a la familia... ¿tendrá familia? De lunes a viernes, de una a seis, hora en que mis padres y hermanos mayores regresan del trabajo, yo soy el rey de la casa. Ninguno de esos días aparece mi vecina, pero aprovecho para manipular las armellas, para que se abran y cierren de inmediato si fuese necesario. He raspado discretamente otras partes del vidrio para poder dominar todos los ángulos del patio. Por fin llega el sábado, y... ¡No pasa nada! al patio vecino no llega nadie. ¡Qué gran decepción!

Siete días después, soy por supuesto, el que limpiará la cocina. Es un día totalmente despejado, pero siendo casi las diez y media el patio contiguo sigue vacío. Lavo los azulejos con desidia, hasta que escucho la débil voz de Nena cantando en alemán a sus 99 globos. Dejo el estropajo y me acerco con discreción felina. Ella está ahí, con un canasto en una mano y una pequeña radiograbadora en la otra. Viste camisa de cuadros blancos y negros anudada arriba del ombligo y un pañuelo forma el moño de su cabello. Mientras pongo el "Old English", disfruto del movimiento acompasado de los senos sobre la piedra de lavar y cuando se acuesta a broncear sus piernas, pero quedo perplejo al ver cómo desanuda la camisa de cuadros, toma sus pechos con ambas manos y los deja disfrutar del bronceado. Me late el corazón con fuerza. Siento que algo crece entre mi entrepierna.

La imagen de mi vecina abriendo su camisa, mostrándome un par de no lactantes senos por primera vez en mi vida, me acompaña durante toda la semana, en las clases, en los recreos. No me deja dormir... Quiero compartir mi dicha con alguien, pero sé que si llega a oídos de mi madre, será el infierno. Es mi secreto. La semana siguiente no aparece, pero el quinto sábado, mi vecina se quita la camisa de cuadros y la lava, dejándome apreciar su torso desnudo en todo su esplendor. Algún domingo aparece con sus lentes redondos y se sienta en la vereda que separa el jardín del patio a leer un gran libro y otro sábado me quedo frustrado cuando mi campo de observación se tiñe del blanco de las sábanas colgando del alambre.

En un día, que no debía aparecer, lo hace con una chica de su edad, también en shorts de mezclilla. Ambas se broncean en el pequeño jardín, conversan con animación y picardía acerca de chicos, sobre los besos apasionados que se dan con ellos, las manos atrevidas que se deslizan, las noches en los bares cerveceros cerca de la universidad. Quien la visita es su prima y sé, entonces, que mi vecina es ambateña y qué como el mes siguiente tiene exámenes en la universidad no irá a su ciudad, como lo hace cada quince. Abren una cerveza, se pasan una a otra un cigarrillo que fuman mal. Y ríen, bailan y cantan el "Girls just want to have fun" de Cindy Lauper.

Llega al pasaje que conduce a su casa, luce preocupada, la tengo a menos de un metro de distancia. Por supuesto me ignora, pero algo se mueve en mi diafragma ¿las mariposas del amor que invadían a Narcisa, la joven asistente de mi mamá? Días después, un carro está parqueado frente al pasaje, disimulo conversando con Toñito, aunque él ya quiere irse con el mandado. Ella baja del asiento del copiloto, se ve que ha llorado. Aún sin dinstiguirlo, odio al conductor del auto.

El domingo estoy en el mercado y alguien llama a mi hermana por su nombre

-          ¡Sofi!

Es ella, mi vecina.

-          Hola Adri, ¿cómo estás? ¡qué chévere verte! 

     Ahora se su nombre.

Siguen con su socialización, mientras yo puedo descubrir que huele a flor, a agua fresca, por supuesto, a sol de verano.

-          Ah..., este es Mariano, mi hermanito menor-

-         Hola, Mariano. ¡qué guapo! - dice sonriendo.

Se agacha para saludarme con un beso en la mejilla, siento su aliento y tengo su escote a escasos centímetros. Por supuesto me ruborizo.

La miro lavar y de pronto ella mira hacia esa pequeña ventana cubierta de polvo de la casa contigua. Entrecierra los ojos e inclina la cabeza, como enfocando. Del otro lado, casi me orino en los pantalones. Quiero retirar de inmediato la cabeza, pero sé que el movimiento provocará una sombra, por lo que comienzo a ir lentamente hacia atrás. Ella abandona la piedra de lavar y se dirige a la ventana/ mi alacena, toma una escoba y remueve unas telas de araña. Regresa a su labor y yo respiro, me he salvado de un infarto... Al día siguiente, llega con su grueso libro y sus lentes redondos. Ha sacado una silla y lee concentrada, sus bronceadas piernas se bambolean ligeramente, el lápiz de vez en cuando reposa entre sus labios, una sandalia queda colgando del pie. Se acerca al tanque de agua y saca un gran balde que pone en medio del patio. Tiempo después, deja el libro sobre la silla, se quita la camiseta y la deja caer, abre el botón y el cierre del short de mezclilla y este se desliza por sus piernas hasta llegar al suelo. Desata el pañuelo de sus cabellos y mueve el cuello para que su larga melena se acomode. Deja caer el agua del balde desde su cabeza. Al otro lado, comienzo a tocarme. Ella pone una larga tela sobre el pequeño jardín y se acuesta a recibir el sol. Puedo aparecer entre sus piernas su sexo con poco vello. El sol se hace más fuerte, ella cambia de posición y ahora miro sus nalgas redondas. Retorna al tanque, toma la jarra y vierte agua sobre su frente, esta baja por sus pechos y su ombligo, algunas gotas quedan suspendidas en la pequeña mata de vellos de su sexo. Mira hacia la ventana pintada, sonríe y luego estira su cuello hacia el cielo. Se me nubla la vista y mientras mi vecina se transforma en un destello, siento un dolor en la espalda baja. Se me pone la piel de gallina, me invade una sensación dolorosa y a la vez placentera. Creo que me he orinado. Tengo que lavarme las manos.

Son casi dos meses en los que reina solo el silencio en el patio contiguo. ¿Estará en Ambato? Sufro sin verla, aparece en mis sueños y me despierto mojado. Han terminado los días soleados pero sigo limpiando la cocina, sin siquiera abrir la alacena. Del otro lado surge la risa escandalosa de un niño jugando con su papá. Esa risa me confirma que ella no está más ahí, que hay nuevos inquilinos. Mis lágrimas caen sobre el lavabo de la cocina y se mezclan con el detergente.

Pero, semanas despúes, aparece en el mercado con un vestido amplio de color azul marino. Al tenerla más cerca, compruebo que ese vestido da forma a la pancita que devela su alto embarazo. Ella pregunta por el precio de las manzanas, miro sus oscuros ojos y grandes, de largas pestañas que ahora tienen una mayúscula expresión de ternura, maternalmente vacuna. Se acerca y yo escondo la cabeza entre las hortalizas. Un tipo tempranamente calvo, surge cargando una canasta de plástico y la toma del brazo. Es aún más feo desde su terno que parece confeccionado con tela de cortina, pienso. Toda una pinta de contador, me digo, repitiendo esa frase despectiva que pronuncia mi padre cuando nos ve desaliñados. Cojudo célebre, mascullo entre dientes, imitando la expresión que adopta mi abuelo cuando endilga a alguno esa frase. ¡Ese será el marido! Odio al mundo y me odio a mí mismo por ser tan chico. Odio a la ambateña Adriana. ¡¿Cómo pudo hacerme esto?!