Monday, February 05, 2018

Sabine



A S.G. 20 y piquito años después 

Octubre del 97, Guayaquil más húmeda y calurosa que de costumbre, gracias a “El Niño”. Debía facilitar, cada tres días, talleres de planificación comunitaria en una cooperativa de Guasmo, Suburbio o Bastión popular. Salía en la “Cristal – Centro”  desde la Plaza Victoria, en otra línea de buses similar, o en una camioneta desde la oficina que me contrató. En los barrios o "invasiones", más de una vez, vi a niños bañarse inocentes en las pozas creadas por la lluvia y lucir despreocupados su dermatitis. A las dos, comenzaba mi sesión en una escuela, en la sala de una casa o en una pared que nos brindaba algo de sombra y permitía colocar los papelotes. Mis contertulios eran gente humilde, generalmente sentada en silletas de plástico, con quiénes construíamos mapas parlantes o visiones de futuro, a veces con techo y a veces sin este, pero siempre con el sol canicular evaporando la lluvia de la noche anterior y sintiendo como emergía desde el cascajo -que mandó echar el alcalde León Febres Cordero- el olor fétido de la podredumbre ascendiendo desde el infierno.

A las siete, generalmente, me acompañaban al bus los compañeros del Frente de Defensa Popular del Guasmo, las mujeres del Comité de vigilancia nocturna, armadas de sendas “recortadas” o algún líder juvenil de una pandilla... Otra vez en el centro, iba por una cerveza, a un bar de "lagarteros", en la Víctor Manuel Rendón, hasta que descubrí los video foros de la Casa de la Cultura los días martes. Buenas películas generalmente españolas, con pocos asistentes que se iban apenas se encendían las luces, o cuando el comentador preguntaba si no se quedaban al foro. 

Un día llegué tarde y pregunté a la persona del asiento contiguo si el filme inició hace mucho. Con acento extranjero, me dijo que no. Apenas pude miré discretamente a mi vecina ¡Era bella! Cuando se prendió la luz, le regalé una sonrisa que devolvió con sus grandes ojos verde oliva, con sus graciosas pecas, con su nariz respingona. Cruzamos unas palabras, mientras el comentarista dudaba si comenzar la tertulia para los dos únicos sobrevivientes. Le propuse ir al “Bar y Caña” y en las dos cuadras que nos separaban del antro, nos presentamos. Era la agregada cultural francesa en Guayaquil, asignada hace un par de semanas. Llegamos a la "perla" casi al mismo tiempo.

Yo vívia en el kilómetro 32 vía a la Costa, en casa de mi tío abuelo, mi último bus salía a las diez de la noche, por lo que luego de dos cervezas le dije que me retiraba. Ella repuso, que podía quedarme en su casa. Tres, cuatro, ocho cervezas, que en el calor guayaco jamás emborrachan en serio. "Felipe", el cholo Segura, nos dijo que cerraban y fuimos a la Pedro Moncayo por un taxi. Ahí me dijo que lo sentía, pero le daba miedo llevar a su casa a un extraño. Me la quedé mirando, me dijo que por favor la entienda, me pidió el número de teléfono e imploró que conteste su llamada. Di un corto respiro, ella subió en el taxi y yo caminé hacia la avenida Quito buscando un hostal. El “Daisy”, hostal-cantina, me recibió con un borracho expulsado a empellones y me despertó con el exquisito sonido provocado por el estropajo de metal al lavar las ollas.

Y sin embargo, contesté su llamada. Rechacé, por dignidad, vernos el viernes, pero nos vimos el siguiente martes en el cine y las cervezas posteriores fueron en el “Rob Roy”. Sabine, me dijo en confianza, que detestaba Guayaquil, me mostró las ronchas alérgicas en antebrazos y pantorillas. Me confesó que no entendía a su gente, y que estaba harta de la lluvia constante, que comenzaba a veces a las 6 de la tarde y paraba, a veces, a las 6 de la mañana. Eso no pasa en París, me dijo y me pidió que la disculpe por dejarme en la calle a la 1 am. Me agradecía no haber desaparecido, cosa que ella sin duda habría hecho en mi lugar. Recalcó que encontrarme fue una suerte y me besó. Dormí en su casa, no en su cama. 

Desde entonces, yo llegaba al centro más temprano e iba a su oficina en la Lorenzo de Garaycoa, a leer poemas de Prévert, y cortas novelitas policiacas de la biblioteca. En el tiempo libre de mi flamante enamorada, charlábamos y nos besábamos, antes de ir hacia la Victoria. Mis días se daban en ambientes guayacos distintos: del kilómetro 32, al centro, de allí, a la profunda urbe marginal y en las noches a la burguesa Kennedy y el elegante departamento de diplomática en la Avenida Orellana. Casi siempre cubiertos por la lluvia pertinaz, en toda Guayaquil, sin distingo de clase o etnia, hombres y mujeres caminaban aletargados, con un brillo en el rostro provocado por el sudor y la humedad de más de 70%. Los sábados nos echaban del “Manantial” a las 2 de la mañana, y con 30 clientes nos sacábamos los zapatos para entrar en "la Víctor", como se hace a la piscina. Caminábamos con el agua hasta las rodillas y bajo la lluvia seguíamos hasta la Carlos Julio Arosemena; entre mis risas y sus lágrimas de rabia. Esto no pasa en París, repetía. En París ahora mismo se congelan, era mi respuesta risueña.

Tres meses después mi trabajo terminaría. Cuando le di la noticia, me despidió cortesmente de su oficina, alegando una reunión. No quiso verme esa noche, y al día siguiente me llamó por teléfono para decirme que dejaba en su oficina un regalo de navidad. Eran varios cassettes de Brassens y León Ferré, de Gainsbourg, de Brel y su famoso “No me quites pas”. En Quito los escuché, le dije que muchos estaban mal grabados y rezongó rabiosa. Me llamaba cada mañana y yo, desde el celular de mi padre cada tarde. El viejo vio el reporte de su cuenta, y Sabine le dijo que sobre aquello debía conversar conmigo. Nos veíamos los fines de semana. Fueron siete viajes, cuatro míos y tres de ella. 

Un domingo por la noche, en el aeropuerto, Sabine  acongojada y dejando que el humo salga de su boca, me dijo repleta de sinceridad: No resisto más. No puedo estar acá esperando por ti toda la semana, contando los días desde el momento en que partes. No aguanto más estar en la antesala de la angustia hasta ese viernes en que por fin se eleva el avión que me lleva a ti, o en el aeropuerto hasta que aparezcas con tu maleta breve, que me recuerda que no te quedarás mucho... Lo siento, Alexí, pero ya no puedo poner el pecho a la sensación de domingo tarde donde el reloj neurótico me dice, que debo marcharme. Lo siento, pero no puedo despertar el lunes, mirarnos desnudos y vivos, y cortar el abrazo posterior al amor, sabiendo que si no lo hacemos perderás el vuelo. No puedo. ¡No! Me cuesta construir esa sonrisa llegando al aeropuerto. Cada vez es más difícil la despedida. No cheri… 

Te necesito entre semana. Abrazarte miércoles, tomar tu mano un jueves hacia el Rob Roy o al Bar y Caña. Quiero encontrarte los martes en la Casa de la Cultura. Me duele mirar desde mi oficina la biblioteca y no verte leyendo una aventura de Maigret. Me mata saber que no podemos preparar juntos la cena al final de un lunes aburrido, que luego se llena de gozo mientras me haces el amor… No, Alexí, no puedo seguir… Cada vez es más horrible la ciudad, peor que antes de conocerte. Tétrica, luego de que te marchas. No disfruto los días, solo quiero que pasen… y esa no es una vida buena. Es "malsano" esperar que llegue el maldito viernes y pasarme la semana añorando el momento en que la amargura se transforma en miel, al verte de nuevo. 

Eres lindo, pero no puedo seguir así…