Saturday, June 18, 2011

La cita
El Señor B entró a mi oficina y la sorpresa me sacó una nerviosa sonrisa de bienvenida. Luego se le unió su colega, buscaban a mi socio.
Les invité a tomar asiento, me disculpé por darles las espaldas y continué frente al computador. No tenía ninguna duda, era el Señor B el que estaba a pocos metros de mí. Llegaron de inmediato las imágenes de hace una década.
Su colega introdujo el tema del fútbol, comentando la desastrosa actuación de su equipo en la copa del mundo y el Señor B hizo hincapié en el error del técnico por no haber alineado a un jugador. Giré en mi asiento e imprudente dije que en efecto, Zanetti por su seguridad debió ser convocado, sin embargo, el Señor B hablaba de Verón y su capacidad como organizador del equipo. Coincidimos y lo comparamos con Simeone. Con Messi y todo, no tuvimos equipo, dijo. Creo que si ustedes clasificaban hubieran hecho un mejor papel, repuso. Halagué a la selección argentina, devolviendo el cumplido.
El Señor B y yo estábamos frente a frente y su colega formaba el tercer vértice del triángulo. Ya sabía que el Señor B era un buen tipo, lo supe desde el inicio mismo, diez años atrás, pero percibía por primera vez sus buenas maneras y su fino humor. En todos esos años, apenas si había cambiado, estaba casi como en esa noche en que lo vi entre la multitud.
Cuando el Señor B ingresó a la oficina no me preguntó el nombre. Creo que no me reconoció a pesar de las escuetas referencias que tiene de mi, no tendría como, pues incluso esa única vez que me vio con Ella a mi costado, el Señor B eligió no vernos, prefirió alejarse de nosotros y confundirse entre la masa que esperaba por un autógrafo.
Su colega dijo en voz alta la hora, yo me ofrecí a llamar a mi retrasado socio y el Señor B con amabilidad comentó que estaba acostumbrado a esperar. Ambos hicimos un par de bromas socarronas. No encontré el número de teléfono, y mencioné que desde mi regreso, me habían robado varias veces el celular. El Señor B me preguntó si yo era extranjero y lo negué. Arqueó una ceja y me preguntó en donde estuve. Al dar el nombre del país, sus ojos tomaron un brillo particular. Como si fueran fichas de una partida de Go, el Señor B movió las palabras, dio un giro a la conversación y quiso saber mi profesión. Era evidente que esa respuesta le confirmaría lo que Ella quizás le dijo antes o después de abandonarlo. Mi respuesta lo desencajó y me miró fijamente, quizás recordando el contexto y las razones que Ella le diera al dejar la casa marital. Mientras tanto, yo me concentraba en que salga bien mi impostura fingiendo no conocerlo y contestaba con naturalidad a todas sus preguntas. Empezamos a medirnos en pequeñas batallas de pausas y palabras.
Su colega miró por segunda vez el reloj y como escapando del duelo de palabras, me ofrecí a atenderlos. El Señor B contó sin entusiasmo sobre el negocio que lo había traído. Yo lo escuchaba, pero tenía en la mente la imagen de Ella, el rostro de la amada común. Quise saber de Ella pues sé que siempre se comunican, incluso cuando Ella estaba conmigo. No dije nada. Cruzamos otro ramillete de palabras superficiales y silencios profundos. En efecto, hablaban los silencios, como suele ocurrir en esos diálogos que no se dan entre hombres que compartieron una mujer.
Su colega pidió llamar a la secretaria y mientras ésta excusaba a mi socio ausente, yo evaluaba mi comportamiento frente al esposo de quién fuera mi amada.
El Señor B y yo nos levantamos de las sillas, nos acercamos y nos despedimos con cortesía.
Mientras el Señor B y su colega salían de mi oficina, creí ver en el ventanal el reflejo de la amada común.
No sé mucho de ella, solo que vive con otra mujer desde que yo la abandoné.