Wednesday, February 25, 2009

El retorno del Jedi

He retornado al blogg después de concluir algunas tareas que venían llamado a mi puerta. Entre ellas hacer que una criatura literaria, que quería ver la luz desde hace mucho, pueda hacerlo. Hizo ya su aparición y está casi lista para presentarse al mundo, ahora solo engalanándose y peinando sus cabellos.

Lo abandoné también por cumplir con esa labor necesaria del escribiente y del ocioso, viajar para encontrar la vida en nuevos aires de nuevos paisajes y perderla entre nuevas fetideces de antros desconocidos en viejas ciudades. Lúcidamente me di cuenta de que la web me estaba enajenado y si bien la misantropía es mi patrimonio, llegué incluso al casto ascetismo extremo, el cual empezó a enrrumbarme en coquetos devaneos electrónicos. Debía partir.

A pesar de que el invierno inciaba su apogeo, decidí escapar de los escasos rayos de sol. Decidí obviar los días y tornarme en huésped de la noche en la ciudad del divino marqués. En un pequeño estudio de Saint Sulpice comenzó mi periplo por el Paris nocturno. Iniciamos con Harry y Nosferatu, la aventura cotidiana de levantarnos a las 5 de la tarde. Con los últimos vestigios de claridad natural procedíamos a desayunar en medio de primer diálogo filosófico, anecdótico o hilarante. Granola y yogurth acompañaban el inicio del día, o mejor dicho de la noche. Luego, con la luz de las bombillas colándose por el ventanal, abríamos nuestra primera botella de vino, cuya finitud marcaba el ritual de colocarse abrigos, gorras y bufandas, para ir a la calle. Alrededor de las siete partíamos hacia nuevos destinos en la urbe nocturna. No hacia los barrios del origen del caracol, los cuales nos eran cercanos, sino más bien los barrios mágicos de sus extremos, el barrio 19, el 20... El barrio hindú con sus vitrinas mostrando saris de novia y el barrio chino en el cual buscamos infructuosamente los fumaderos de opio, estoy seguro que estuvimos cerca. El barrio de los judíos pobres, las barriadas obreras y aquellas que están más allá de la urbanidad, siempre ingresando y emergiendo en el vientre del metro.

Fueron aquellas nueve noches y madrugadas también ricas en música y en personajes preciosos: una canadiense que ni siquiera fue al colegio y que lo único que hizo durante toda su vida fue danzar, un refugiado afgano fascinado desarmando un ordenador, un cuervo pulido a quien creíamos cuervo pelado... Tiempo ricos en historias y en teorías que explicaban el inconsciente. Telarañas que se iban desenrendando para guiar el camino, confundiéndose entre la antropología, el sicoanálisis y la socio-política o confundiéndolas a todas. Redescubrimos que las respuestas a todos los rollos del ser están entre los papiros de Homero, Sófocles, Esquilo..., lo que puede estar ausente en esos se lo encuentra en Shakespeare y siempre en el vino de Omar Khayán. Buscamos, (infructuosamente por esta vez)mecanismos para vivir fuera del sistema, para existir evadiéndolo, para abstraerse del entorno adaptando formas de un neohippismo. Teorizaciones, elucubraciones y ejercicios pequeño burgueses hedonistas que recreaban platónicos banquetes o largos diálogos socráticos entre el pavimento y la oscuridad de la vieja urbe.

Esos días, o mejor esas noches y madrugadas, fueron un homenaje al gigante bueno que estuvo siempre con nosotros. El querido maestro Julio Cortázar, quien nunca dejó de proveernos de material onírico. El "lobo" nos guió por la ciudad en busca de sus pasos, cerca de su casa por la isla Saint Louis, alrededor de “las barbas del Diablo” en la plaza que lleva su nombre y en el Boulevard Saint Michel. Con él mismo, rodeados del frío que permite pocos transeúntes, volvimos al Pont Neuf y al Pont des Arts a escuchar los debates entre sus hijos Oliveira y Gregorovious, a mirar con ojos enrojecidos, las travesuras que hacían Ronald y Babs bajo los efectos del THC y confundirnos con el resto de locos del Club de la Serpiente. Con Julito, nos maravillamos y lloramos también al verlo acongojarse ante la muerte de su osita en el documental de Tristán Bauer.

Harry y yo buscábamos a La Maga, una noche por fin pudimos verla y asimismo verla perderse en una esquina de la Rue de Seine. Con Nosferatu, la vimos otra vez en la estación de metro Odeón y entre la gente agolpándose y entrando apresurada al vagón se nos desvaneció. Luego de lidiar con la multitud que no quiere quedarse fuera del transporte, terminamos asidos al tubo de uno de los vagones compartido también por una rubia, quizás eslava. Ella abrió entonces el libro mágico en el capítulo 7. Ví como sus ojos y su dedo en un movimiento imperceptible comenzaron a leer en inglés: “I TOUCH your mouth, I touch the edge of your mouth with my finger...” y de inmediato, casi automáticamente, me acerqué a su oreja a recitarselo de memoria en español: “Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar...” Me miró a los ojos y se ruborizó, sus labios dudaron entre sonreir o decirme algo. En ese mismo instante el vagón se detuvo, se abrieron las puertas y la multitud nos llevó a la salida. Nos miramos con la rubia por la ventana, mientras de nuevo el gusano de metal reiniciaba su movimiento...

Cuando las cuatro o las cinco de la mañana hacían su arribo retornábamos a nuestra guarida en Saint Sulpice.

El día noveno, un trozo de cartón me recordaba que debía tomar el tren, me levante como cada tarde y salí, por suerte empezaba a oscurcer. Di un abrazo a Harry y otro a Nosferatu y me perdí en el vientre de un tren de alta velocidad.