Monday, June 14, 2021

Tres veces diez

 A GB

La noche fría aparecía súbitamente, después de una tarde soleada. Nos reímos mucho, fueron unas cuantas horas muy divertidas. Caro se ofreció a acercarme a casa y avanzábamos en medio del tráfico de las seis, similar a una procesión quelonia, disfrutando de la comunicación fluida que siempre tuvimos e “igualándonos el cuaderno”. No nos habíamos visto en casi una década.

Me dejó muy cerca del barrio donde crecí y el caminar de nuevo en este, trajo de vuelta los recuerdos de la adolescencia, entre ellos los años en los que conocí a Carolina. Sí, caminando entre las calles casi desoladas, pude, como dice Violeta, volver a los diecisiete. Visualicé los días de la federación de estudiantes, sus células militantes atareadas en la concreción de sus sueños, su dirigente, la sensual Zoila, hermana mayor de Caro. 

Mientras bajaba por la calle Asunción, recordé aquel paseo al Cayambe donde conocí a Carolina, quién venía enfundada como si fuera al mismísimo Polo Norte. Una adolescente dulce y bonita, con un timbre de voz que evocaba un tintineo y que estaba muy entusiasmada por subir, a sus 15 años, las cumbres del coloso. Compartimos pocos tramos de caminata juntos, pues yo estuve la mayoría del tiempo con el grupito que subía bebiendo aguardiente, pero supe que nos gustamos. Dos días después recibí de manos de Zoila, un pequeño regalo de Caro, una cajita con dulce de guayaba y turrón.

Esa historia de amor núbil pudo tener un final muy feliz, si es que el Cupido no hubiera errado su lanzamiento y me enamorase como un loco de Zoila. Error fatal del arquero, puesto que, si bien fuimos enamorados, ella me trataba como una niña a su oso de peluche, que lo toma cuando quiere jugar y lo abandona cuando se aburre. Momentos de alegría inmensa los de cercanía y tristeza en la misma magnitud cuando Zoila, matemáticamente me abandonaba, por algún otro… Ahora me doy cuenta de que era previsible ¿Qué chica de 22 toma en serio a un muchacho de 17? Mucho más si estaba rodeada de ingenieros que rozaban los 30, repletos de madurez y cancheros en diversas artes. Pero mi estrepitoso fracaso con Zoila, es otra historia…

Diez años después, en un encuentro luctuoso en el que coincidimos y en el cual, dadas las circunstancias, de manera general e incompleta, nos “igualamos el cuaderno”, me contó que enterarse de mi romance con su hermana mayor le causó un dolor profundo que, sin embargo, sanó rápido, gracias a que mantuvimos espacios y tiempos disímiles. Gracias a Pancho, un buen tipo y su viaje a México, en donde pasó toda la universidad. Al despedirse, me dijo, por mi nombre y apellido, que debíamos ir por un café, pues tenía algo muy importante que decirme.

Nos encontramos en la Mariscal. Caro llegó hermosa, fresca y elegantemente vestida con una blusa tehuana. Tenía la misma voz de tintineo, los dientes blancos y las pecas adolescentes alrededor de la nariz. Los años y el Distrito Federal la habían hecho muy extrovertida y experta en albures. Intercambiamos bromas, compartimos temas antropológicos y nuestras mutas experiencias en campo. Después de una mini cátedra etnográfica (muy UNAM), me dijo que ponga atención pues lo que me diría era la razón de esa cita.

-Hace unos 3 años, en Chiapas, estuve en una ceremonia shamánica con mezcalina y apareciste en ella. Una visión intensa, muy bonita, tierna y apasionada a la vez. A la mañana siguiente, iba a acercarme al shamán para contarle sobre ella y sobre la historia que no pudo ser en mis quince años, pero él, antes de nada, me dijo: Ese hombre será muy importante en tu vida, búscalo. Y aquí me tienes-

Me tomó de sorpresa, pero nos besamos de inmediato, estábamos dispuestos a cumplir el oráculo náhuatl. Luego de ese particular ritual iniciático me extrañó que tomase su cartera y se levantara.

-Estoy en casa de mis padres, dijo, debo llegar temprano-

Sin embargo, caminamos como dos enamorados las pocas calles que separaban el café de la avenida principal, hasta que paró un taxi.  Esa misma noche, por teléfono me dijo que el resto de la semana mostraría el país a su sobrina rusa y a su regreso, me invitó a dormir con ella, pues sus padres estaban de viaje.  Esa propuesta magnífica me hizo pensar en la cancelación de una cita que tendría lugar al terminar la jornada laboral.

- En verdad lo siento, Caro, pero tengo que terminar un reporte- La cita era con mi ex.

Pasó otra semana y finalmente en el mismo café, nos vimos en un miércoles luminoso. Parecía un reinicio, repetíamos el diálogo, temas antropológicos y detalles sobre mi posterior investigación en las comunidades de Cotopaxi, en las que ella trabajó durante varios años. Caro me contó sobre su sobrina rusa y yo sobre el encuentro con mi ex y las dudas que este provocó. Ella me entregó ciertos tips linguísiticos, antes de decirme que se iba. No caminamos como enamorados las pocas calles, y en la avenida, me dio un beso pequeño, antes de subirse a un bus metido en una procesión quelonia, propia del tráfico de las 4. Un par de semanas después, a mi regreso de Cotopaxi, otra vez por teléfono, me dijo que tenía novio. Me encogi de hombros. Yo había retomado mi relación con Martina.

Transcurrieron otros diez años antes de encontrarnos en una fiesta. Esta vez tenía el cabello corto y unos lentes de marco grueso que le daban un toque todavía más intelectual. Se me acercó con dos copas de vino. Me llamó por mi nombre y apellido y con su voz de tintineo comenzó:

¿Recuerdas la última vez que nos vimos? Esa tarde soleada, mi querido, como eres tan despistado, no caíste en cuenta que me hiciste enfurecer. ¿Cómo se te ocurre mencionar a tu ex, con un tono de melancolía y confusión? Prácticamente me subí al primer bus que pasó, quería huir del lugar para no matarte. Rumiaba mi rabia junto a la ventana, cuando el sol me dio directamente en la cara y para colmo, el chófer subió el volumen del vallenato que nos obligaba a escuchar. Le grité que lo baje. El hombre del asiento contiguo, que resultó ser colombiano, me preguntó algo que no recuerdo. Estuve a punto de ignorarlo o descargar en él, la bronca que te tenía con un sonoro “que te importa”. Pero por un segundo vino la cordura, y respondí a su segunda pregunta. El bus seguía con su paso de gusano, pero el diálogo que comenzamos a hilar con Edwin, que así se llamaba mi compañero de viaje, hacía que el embotellamiento sea agradable. Yo nunca converso con desconocidos en los buses, pero de pronto me vi desahogando, con uno, el enojo que me causaste.

Caro y Edwin estuvieron casado 20 años y tienen un hijo hermoso.  El shamán chiapaneco tuvo razón. Ella debía buscarme.

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