En la fonda me bajé del
caballo y mientras el viejo montubio colocaba la comida en la alforja, me encendí
un cigarrillo. Rosendo me preguntó si era verdad que iba a Río Dormido, respondí
afirmativamente y él me contó que allí mandaban dos familias enemigas, los
Cedeño y los Vera.
Me pareció extraño escuchar en
los albores del siglo XXI, historias de vendetta, mucho más en un lejano recinto
inscrito en el límite entre Manabí y La Manga del Cura, donde ni siquiera llegaban
autos.
Rosendo continuó:
Pues verá, esa es una pelea
desde los mismos días de la Revolución, a inicios del 1900. No se sabe si por faldas,
por tierras o por algún desplante de esos que con dos currinchos en el alma
invitan a sacar el machete. Lo cierto es que desde entonces, desde que murió el
primer Cedeño o el primer Vera, fue vengado por su padre o su hermano, y este a
su vez cayó a manos del tío o primo del muerto. Y así siguieron matándose. Póngase, en el velorio de un Vera, mientras lloraban
al dijunto, alguno proponía ir hasta la finca de los Cedeño y allí se cocían a
balazos. Días después un trío esperaba quedito a un costado del camino a alguno de la
otra familia que venía de Chone o Calceta y ahí mismo lo mataban. Eso si respetando mujer e hijos. A veces,
cuando murieron dos o tres de un bando y solo uno del otro, iban a los velorios
a igualar las cosas. Bajaban el medidor de la luz y entraban a machetazo
limpio, no solo se enterraba al muertito sino ahí mismo algún familiar que fue al sepelio y antes de marcharse dejaban colgando las
coronas con las condolencias.
En las fiestas de cantonización conocí a los dos capos, a Don Roque y a Don Lauro Vera
En las fiestas de cantonización conocí a los dos capos, a Don Roque y a Don Lauro Vera
Escuchaba a Rosendo
maravillado, hasta que me dijo,
-Si usted le cae mal a Don Roque, lo mata…
Le mire frunciendo el ceño y
Rosendo como para tranquilizarme continuó,
-Pero si le cae bien le entrega
a una de sus hijas y unas cuantas leguas de tierra… Como usté es de la capital,
seguro le da en el plano y no monte pa’ desbrozar.
Desde hace tres décadas, ante la mortandad de sus hombres y la
falta de nuevos nacimientos masculinos, el viejo Cedeño tomó por costumbre agrandar la familia
con afuereños, especialmente serranos, porque según Don Roque son más
tranquilos y no pegan mucho a las hijas.
Sonreí al viejo Rosendo
y él de nuevo acotó.
- Pero si usté no le acepta a
la hija, Don Roque también lo mata.
Así le pasó a un agrónomo en
los días de la Reforma Agraria, que rechazó la capira diciendo que era casado.
Al contrario, cuando vinieron por los trabajos del agua, se quedó un paisanito cadenero.
Luego de unos segundos de
silencio, el viejo me ayudó a subir al caballo y antes de partir me brindó un
trago de currincho.
-Pa’ que coja coraje, me dijo con suspicacia, mostrando sus pocos
dientes en un gesto que no supe si fue una sonrisa amable o burlona.
En Bejucal tomé la Catuneña
hacia Calceta y luego fleté carro a Las Mieses, desde donde seguiría a caballo
hasta Río Dormido.
La Catuneña es una de las hermosas
rancheras que circulan el trópico. En ella viajan juntos humanos,
animales y productos agrícolas. El diálogo fluye ágil entre la brisa fresca que se cola por la carrocería de madera y sigue la cadencia provocada por los caminos irregulares lodosos o polvorientos. A pesar de estar
varios años en las comarcas manabitas, mi condición de capitalino despertaba
curiosidad. Cuando dije que iba a Río Dormido, me contaron sobre el conflicto ancestral
y cómo éste fue mermando el poderío de ambas familias, en beneficio de un poderoso
terrateniente que se inició como comprador de tagua, luego puso la tienda que
abastecía desde la sal hasta las herramientas y después fue comprando tierra y más
tierra. Era el modernizador que coordinó con municipio e iglesia la instalación
de la escuela y el
responsable de que yo hiciera este viaje. El temido y respetado patriarca Don
Eudaldo Alava, con quien todo el que visita Río Dormido debe presentarse.
En las Mieses, un hombre con
dos caballos me dijo que venía de parte de Don Eudaldo. Jorge era serrano y casi
de inmediato supe que era aquel cadenero de quien me habló Rosendo. Vino en los
setentas a trabajar en el Embalse Daule Peripa y al mes Don Roque le entregó a
su hija. A pesar de tener familia en Ambato, avisado del destino del
agrónomo, se quedó administrando la tierra y escapando de los
Vera, con permiso para visitar cada tres meses a su familia
guaytamba, comprometido el regreso bajo palabra de honor.
Con el tiempo Veras y
Cedeños emigraron a Guayaquil y Manta. Vino la peste del ganado y
la escoba de bruja y muchos formaron parte de la legión de
manabitas que poblaron los alrededores de Quinindé. Los viejos Roque y Lauro quedaron solos y al no poder trabajar las
amplias extensiones de tierra las vendieron una tras a otra a Don Eudaldo.
Bajamos de los caballos. Río Dormido estaba de
fiesta, los niños bailaban con trajes típicos en la calle principal, observados
por los campesinos de las fincas y tabladas aledañas que lucían blancas guayaberas,
sombreros toquilla e incluso zapatos de charol. Jorge me llevó a la casa
comunal en donde se había dispuesto una tarima con seis sillas, las dos centrales
desocupadas. Luego de cierto tiempo de espera y rodeado de guardaespaldas,
llegó un hombre más bien pequeño a quien todos saludaron con veneración. Subió al
estrado y preguntó a un tipo de la mesa, que luego supe era el director de la escuela, acerca de las nuevas aulas; a Jorge sobre los
trámites para abrir la carretera y contó al pueblo acerca de la reunión que él mantuvo con el Prefecto. A una señal, Jorge me acomodó en la silla junto al
patriarca y entonces Don Eudaldo me presentó y contó anécdotas sobre las
engorrosas gestiones en el Ministerio de Salud para lograr mi venida. Invitó a los asistentes a dirigirse al nuevo dispensario, donde una banda con los colores patrios fue cortada por Don Eudaldo ante el
aplauso masivo y algunos disparos al aire vivando a este y al doctor. Adentro
nos esperaba un escritorio nuevo y sobre este una pequeña placa grabada con mi
nombre e instrumental médico básico; a un costado estaban un chailón, un anaquel y un esterilizador. Jorge me dijo que todo eso lo compró Don Eudaldo con
su dinero, que después el sabía como hacer para que el ministerio le devuelva esa plata, pues lo mismo hizo con el arreglo del parque y el lastrado del camino.
Don Eudaldo me colocó a su
lado derecho y me hizo la entrega de un fonendoscopio en medio de más aplausos.
Entonces una joven vestida de enfermera se puso al otro lado del
patriarca, quien me dijo, mirándome fijamente a los ojos:
- Doctor, esta es mi hija
Yelena, enfermera graduada en Portoviejo. Ella va a ayudarle en todo.
Mientras renacían aplausos, me susurró al oído con amabilidad:
-He adecuado una vivienda para usted, pero recuerde que Yelena es mi hija... No se si sabe que el director de la escuela es mi yerno... Doctor, debemos conversar...
Entre la multitud alguien me miraba con suspicacia, mostrando sus pocos dientes en un gesto que no entendí si era una sonrisa burlona o repleta de amabilidad.
Mientras renacían aplausos, me susurró al oído con amabilidad:
-He adecuado una vivienda para usted, pero recuerde que Yelena es mi hija... No se si sabe que el director de la escuela es mi yerno... Doctor, debemos conversar...
Entre la multitud alguien me miraba con suspicacia, mostrando sus pocos dientes en un gesto que no entendí si era una sonrisa burlona o repleta de amabilidad.