a OM
A mis veinte y tantos frecuentaba un bar de
reggae donde disfrutaba las noches entre mujeres hermosas, bebidas espirituosas
y diálogos psicotrópicos. En una de esas noches del 93 conocí a M. Era diez años
mayor e iba envuelto en un gabán negro. Se divertía viéndonos bailar, mientras
tomaba un jugo de naranja. Venció su timidez y se animó a preguntar
algo a una chica de nuestro grupo, quien le invitó a unírsenos. Su barba tupida y
los lentes redondos delante de sus tristes ojos verdes ocultaban gran parte su rostro. Coloqué mi sombrero en su
cabeza y se transformó en un doble de John Lennon.
Salimos a fumar un bate y descubrimos que en
los 80 pertenecimos a la misma organización. Entre el humo del cannabis recordamos
a su hermano Ricardo asesinado por la tiranía gobernante y a nuestros otros muertos. Dio
una larga calada al chafo, la expresión de sus ojos se hizo más triste y su
voz, que de por si se quebraba, era casi inaudible. De vuelta al bar, M cambió el jugo de naranja por un ron, y
cuando cerraron el local fuimos con dos francesas a mi casa, donde seguimos
bebiendo. Al inicio de la tarde, se quitó el sombrero y con el paso en zigzag que regala el alcohol, se marchó.
Diez años después, la jefa nos presentó a nuestro
nuevo colega. Era M, sin barba, ni lentes redondos, mas siempre luciendo su halo del ex Beatle y entregando al
mundo ese pozo de melancolía que brotaba desde sus ojos verdes, morriña que se hacía presente hasta cuando reía. Al
finalizar la jornada le invité a una cerveza que rechazó, al igual que otras tantas, los días siguientes.
Fuimos a trabajar a la costa, en una divertida
producción matemática de casi doce horas diarias, que culminaban cuando la jefa
decidía irse a su habitación y el resto a la playa. Entonces hilábamos un nocturno
diálogo con vodka tonics, a excepción de M, quien llevaba a los labios su gigante botella de agua mineral.
Luego de una de las jornadas más cansadas, José nos invitó un aguardiente, el que Lina y yo bebimos animados. M miraba atentamente pasar el licor de mano en mano, hasta que una vez terminada su agua mineral, nos
pidió un trago. Luego pidió otro y al tercero, sus ojos verdes adquirieron un
brillo especial y cambiaron la expresión taciturna por una picaresca mirada de
arlequín. M se transformó en un tipo locuaz y divertido. No lo habíamos visto tan alegre. Una vez acabado el aguardiente M sugirió comprar otro, el cual fluyó entre sus bromas inteligentes. Para evitar la resaca, José y Lina propusieron retirarnos. M y yo nos
dirigíamos a nuestra cabaña y me propuso ir por un tercer aguardiente, repuse que el día siguiente sería largo y que era mejor descansar.
La mañana costera inició tibia y me desperté muy
temprano. Vi que M no estaba en su cama
y luego descubrí que no tenía dinero en los bolsillos. La jefa nos esperaba
para el desayuno y preguntó por M, le dije que quizás le cayó mal la merienda y
estaba enfermo. Luego comenté lo ocurrido a Lina y en el receso de la mañana lo
buscamos sin encontrarlo. Tampoco apareció a la hora del almuerzo, ni al playero diálogo nocturno. Cuando me dirigía a
la cabaña, lo vi escondido detrás de unas matas, estaba ebrio y me ofreció una
botella de ron casi vacía que tenía en su mano. Me pidió disculpas por haber
tomado mi dinero y me contó de su jornada de libación con unos pescadores y
luego con unos turistas.
Terminamos la botella y le dije que se acostara.
En el desayuno, la jefa se congratuló de ver a M curado y después del almuerzo
regresamos a Quito. Al inciar la semana, supimos que M ingresó a una clínica de
rehabilitación y el resto del equipo asumimos su trabajo. Regresó quince días después, inició sus tareas
laborales con entusiasmo y se ofreció a dar el próximo curso que se realizaría en Cuenca.
El lunes por la tarde llegó la jefa contrariada
y nos contó que no se dio el curso. Quizás invadido por la depresión, ya que Cuenca era la ciudad donde mataron a su hermano, M se encerró desde el domingo en su cuarto de hotel acompañado de varias botellas de ron. El lunes en la
mañana, ante los golpes insistentes en
la puerta, tal vez sabiendo que era imposible escapar, abrió y luego de lavarse
la cara, quiso cumplir con su tarea. Bajó tambaleante al lobby donde estaban
los asistentes y fue la burla de todos cuando la borrachera lo desplomó sobre
la mesa de trabajo.
Lo despidieron y desapareció. A lo mejor abrumado
por la vergüenza, se negó a contestar nuestras llamadas. Supe que entraba y salía
de clínicas de rehabilitación y que conseguía trabajos eventuales. Hoy me
enteré que la tristeza, que durante gran parte de su vida hizo su nido en él y
lo carcomió gradualmente, le convenció de colgarse de un poste.