Thursday, January 07, 2016

Última confesión



Yo era muy joven en esos días donde el mundo se ponía patas arriba. Creíamos que hay cosas más importantes que la plata, la belleza y la vida misma. Los jóvenes estábamos invadidos por el heroísmo que brotaba por todos lados, el del Ché y también el ejemplo de los compañeros, casi ascetas, monógamos animales puros que nos enseñaban a odiar la explotación. Sin darme cuenta, ya estábamos haciendo la revolución desde la mística del sacrificio armado, sin olvidar que éramos diferentes al enemigo, normados por un código que nos impedía usar contra éste la tortura y el asesinato a mansalva. En medio del discurso y de las muestras de consecuencia vinieron los operativos y con ellos el miedo, como un caballo al que se debía domar.

Yo no temía verme en un enfrentamiento a bala, el cual en mi romanticismo culminaría con una muerte heroica y el ejemplo… Otros nos seguirán. Mi pánico más grande era la tortura. ¿Podré resistirla? ¿Me quebraré? ¿Delataré a mis compañeros?  Pero lastimosamente ese temor artero fue precisamente el que viví después de aquella cita envenenada.

Llegué al infierno de la violencia multiforme, ejercida desde que entré hasta que salí. A veces hasta añoraba la muerte, esa que según rumores llegaba como caída libre desde un avión sobre el río. La tortura fue más cruel en los primeros años, donde siempre estuve reducido a ser un pedazo de mierda… Al inicio solo eran el dolor y voces envueltas en la oscuridad, pero a medida que caían otros y me mimetizaba con esa cloaca, las sombras fueron haciéndose visibles y grabándose los rostros para siempre. Fui conociendo primero los apodos: “Malaria”,  “El Taita”, “Bacalao”…, luego un par de nombres, Rengifo y el de un tipo brutal que solo estuvo unos meses: Mosconi. Parecerá raro, pero me fijaba especialmente en la variación de las arrugas. Estas estaban a veces descompuestas delatando la furia o el desdén en un descanso del interrogatorio y débiles cuando fumaban bastante serenos apoyados en una columna. Otras veces eran casi humanas, cuando reían jugando naipes. También ponía atención en los ojos, en las orejas y en la forma de las caras: ovales, cuadradas, lunares… Detalles que, me decía a mí mismo, permanecerán después de una cirugía. Esos rasgos que me ayudarían a reconocerlos cuando salga… Porque si antes de la cana, tenía ese odio insustancial a los explotadores de la clase obrera, en la gayola adquirí algo que no tenía, el odio a todo lo que tenía uniforme. Les llegué a tener un odio terrible a todos, en especial a ese que más me torturaba, al yuta que más me humillaba.

Un día se acabó, y desde que salí me puse a recordarles, a no dejar que sus rostros se fueran de mi memoria. Con la democracia, volvieron a la vida “normal” y estuve seguro de que algún día, a pesar de que en esta ciudad somos millones, iba a encontrarles. Me imaginaba haciendo realidad mis sueños recurrentes donde les saltaba al cuello y les rompía la cara a golpes. Pero una tarde cuando vi a “Bacalao” en el subte, me puse a temblar y más bien me quedé inmóvil. Casi me orino en el pantalón… No sé cuantos minutos permanecí estático, ni tampoco supe cuando éste se perdió entre la multitud sin siquiera haberse fijado en mi.

Luego vino la Comisión oficial, las investigaciones, los procesos y los escraches. En la televisión vi a Mosconi en los tribunales. Comencé a creer en la justicia y me alegré cuando condenaron al “Malaria” Rengifo,  pero luego vino la llamada reconciliación y con ella se hizo más grande mi bronca y mis ganas de  hallarles. Vino otra ola en las aguas del país y se reabrieron los juicios, pero para entonces, en un hospital, ya había muerto “Bacalao”. Como si fuera ayer, tengo presente el día que leí la noticia del deceso y como me odié por no haber hecho nada esa tarde en el subte. Pero por suerte, me dije, sigue vivo el más hijo de puta, el tira que me torturó primero y el que más me humilló durante toda mi estadía. Me juré que ese no se iba morir en camita rodeado de los nietos.
  
¡Y henos aquí “Taita”! otra vez frente a frente, treinta años después…

Creo que contarte todo esto más bien fue mi propia catarsis, pero fue también una invitación a que regreses en el tiempo ¿No dicen que recordar es volver a vivir? Te decía que en el partido nos formaron para ser diferentes, a no ser sanguinarios como ustedes, pero de eso ya hace mucho “Taita”. Ya no existe ni el partido, ni mis jefes, ni los tuyos. Ahora, tú no te crees eso de que viene el peligro rojo y yo por mi parte estoy seguro de que no va a cambiar el mundo; peor aún, se irá más a la mierda. Son otros tiempos “Taita”, de ganadores, de modas, de Nintendo... pero la ley de la selva está afincada como nunca. Sobrevive el más fuerte. ¿Vos te hubieras imaginado “Taita”, que el escuálido del “Picaterra”, -apodo indigno que me pusiste-,  te iba a sobrevivir? ¡A que no!  

Y claro, ya no soy el mismo chico de 20, ni vos el casi teniente de 25. Hemos cambiado, el país, la gente, todo ha cambiado... y para mal ¿sabes? En la era del ojo por ojo ¿Por dónde comenzamos, “Taita”?  ¿La picana o el submarino?

El hombre atado abrió los ojos desmesuradamente y el otro le quitó la mordaza.

Hugo Anchorena, conocido en canela como “el Taita”. Alístate, te vas en la polea…
 Testimonio de un militante del ERP, en "Los Combatientes" de Vera Carnovale.