Wednesday, May 28, 2014

En la plaza, en el tren

Algunos sábados aparecía por un costado de la iglesia, con su largo vestido negro, que la cubría desde el cuello y que terminaba arrastrándose levemente. Era alta, más que muchos hombres, y sus lentos pasos largos daban la impresión de que flotara. La cabeza erguida llevaba una mantilla de encaje negro, dispuesta de tal modo que cubría todo su rostro.

Verla, era para mí un espectáculo. No cuchicheaba sobre su llegada, como los más pequeños, que por ello recibían un sopapo de sus madres, pero sentía algo inexplicable al divisarla acercándose a la esquina de la plaza. Una vez allí, se aproximaba a la frutera y su mano blanquísima, cubierta por un mitón, acercaba el canasto de carrizo. En éste, la vendedora ponía un par de guabas o duraznos, agachando la cabeza con humildad, al tiempo que la dama de negro respondía con un leve descenso del mentón. Tres pasos después repetía la operación con el panadero, quien se quitaba el sombrero y ponía en el canasto un par de “cholas de Guano” o dos buñuelos. Después llegaba al puesto de hortalizas de mi abuela, donde la esperábamos con una porción de cebollas o unas hojas de acelga, y continuaba hacía el puesto de carne.  

La primera vez que la vi, pregunté a mi abuela por esa extraña mujer, y sobre el hecho de que todos los mindalos tengamos que poner productos en su canasto sin recibir nada a cambio. Es que ella es noble, me respondió, pobre pero noble... Es caridad cristiana, recalcó, más aún porque su familia entregó la fortuna y la vida de sus hombres en la guerra santa contra masones y liberales.

Mientras la abuela hacía la venia entregando su óbolo, mi curiosidad adolescente se ponía a buscar detrás de la mantilla, descubriendo un sábado la nariz y en otros su ruborizada mejilla, los labios o un mechón castaño. Supuse que la dama estaría en sus treinta, y cuando comenté esto a la abuela, ella cayó en cuenta de que no era la viuda de Don Virgilio, sino su hija Francisca, cuyo destino de cuidadora de los padres se había sellado a fuerza de rechazar pretendientes. Diez años antes, despedía a los buenos partidos, criollos ricos, por herejes o por malos cristianos borrachos. Se burlaba de los blancos señoritos ignorantes que no escribían poemas, burros con albarda de oro que no hablaban francés. Luego de la guerra civil, muertos padre y hermanos, los mestizos adinerados que la pretendieron fueron impugnados como longos alzados, atrevidos indios con plata.

En la plaza, donde todo se sabe, conocí que su madre estaba en una larga agonía, sufriendo el mal que mató a la huñachishca y a la aya. Escuché que hace poco había empeñado el piano, su único patrimonio, esfumados ya los cubiertos de plata, los cuadros y los muebles...

Desde entonces, cuando llegaba hasta nuestro puesto de legumbres, le entregaba con una sonrisa mis tres zanahorias, esperando cualquier respuesta por simple o imperceptible que fuera. Cuando Francisca no llegaba le dedicaba mis pensamientos, y al terminar la tarde, sobre el huesudo espaldar del caballo o de regreso en el tren, dibujaba en mi mente su rostro sin la mantilla. En medio del lento desplazamiento y al ritmo de la música provocada por la máquina, creaba mis propias historias cursis que la incluían.

No apareció un par de meses, ocupada en el entierro de la madre y en el luto, y luego volvió en espaciadas ocasiones. Sin embargo, un año después, pude verla caminar con sus largos pasos lentos en dirección contraria a la plaza. Iba a la iglesia, siempre con la cabeza erguida, pero esa vez con la mantilla abierta que mostraba el bello rostro y sus ojos mirando al infinito. A su lado iba un hombre calvo, que casi le doblaba en edad, vistiendo un traje modesto.

En la plaza, donde todo se sabe, se oyó el rumor de que ese día se había casado con un pobre maestro de escuela. En el tren a Alausí, se lo comenté a la abuela y ella me confirmó la noticia. Golpe doloroso a mis ingenuas ilusiones que huyeron con el humo de la locomotora. Después de un breve silencio, como si hubiera omitido un detalle importante, la abuela continuó: Sí, el profesor es viudo y pobre..., pero es blanco, subrayando su sentencia con un mohín de aprobación.