Entro al cementerio luego de
muchos años. Está ahora cercado por sendas paredes de
ladrillo y un pórtico metálico indica la entrada. Se lo ve más chico, con sus corredores reducidos,
imagino para dar más espacio a los inquilinos. Ahora abundan los nichos de
varios pisos y los mausoleos familiares. La necrópolis luce tan
diferente a aquella que hace 35 años, mostraba solo unas cuantas lápidas y crucecitas
de madera con el nombre del difunto pintado en el palo horizontal. El
camposanto es diferente a ese que en mi niñez, atravesaba en diagonal saltando
las tres filas de mojones de adobe que simulaban ser una pared.
En esta ocasión mi ingreso no
evoca la infantil pereza de bordearlo, ni la preadolescente curiosidad de ver a
mi colega escolar Manuel Andrango en su nuevo estado. Y aunque en estos años
muchos patriarcas del pueblo, como parte de su ciclo reposan allí, también han
arribado algunos coetáreos fallecidos: por un corazón débil que se paró antes de
llegar a los 25; por un accidente de tránsito saliendo del jabaque con
exceso de huanchaca en el cuerpo; porque ni el Dr. T., ni el herbolario V., ni
taita Ezequiel pudieron curarlo y se fue “al otro barrio” secándose…, trabajo
de un yumbo poderoso encargado por el acreedor que no pudo cobrarle. Esta vez
entro al vecinal, moderno y siempre silencioso cementerio del pueblo, con el
objetivo específico de encontrar la tumba del héroe.
Comienza a llover y no encuentro
la tumba de Fabio Rufo. Paradójicamente camino de nuevo por los chaquiñanes y
cerca de las cruces más antiguas desde donde nos parapetábamos Rommel, su hermano
mayor, Víctor y yo; los “chullitas”, a emboscar a tiros de balín o sonidos de
ráfaga hechos con la boca, a Segundo y Ramiro Yanchapaxi, sus primos y al mismo
Rufo; los ”bandidos”.
Fabio Rufo siempre fue el más
pequeño del grupo. De pocas palabras desde niño, pero de respuestas contundentes
si era provocado. Lo conocí en el cementerio, mientras él, su primo Segundo y
mi hermano Víctor, todos compañeros de tercer grado, retozaban en el césped crecido
demorando su llegada a casa. Años después, en la cancha de ecuavoley donde
jugábamos un 15 o compartíamos una cerveza, lo felicité por haberse
graduado de profesor primario en el Normal Juan Montalvo, aunque nunca lo vi
como tal.
Ambos nos fuimos del pueblo y tuvo que pasar más tiempo hasta verlo otra vez. En la cancha de ecuavoley Segundo, Ramiro y don Arturo, el padre, juegan un partido “a muerte”, que merece la pena ser visto con una cerveza. En un rincón, sentado en el suelo junto al juez, un hombrecito pequeño con un poncho y una gorra, me sonríe desde sus ojos achinados. Era Rufo. Cuando iba a acercarme, Rommel, me dice al oído que él está convaleciente, que está en las etapas finales de su tratamiento de estrés post traumático. Hace ocho meses había terminado la guerra y el hermano mayor me pedía que trate de evitar el tema que sin duda Rufo traerá a colación.
Ambos nos fuimos del pueblo y tuvo que pasar más tiempo hasta verlo otra vez. En la cancha de ecuavoley Segundo, Ramiro y don Arturo, el padre, juegan un partido “a muerte”, que merece la pena ser visto con una cerveza. En un rincón, sentado en el suelo junto al juez, un hombrecito pequeño con un poncho y una gorra, me sonríe desde sus ojos achinados. Era Rufo. Cuando iba a acercarme, Rommel, me dice al oído que él está convaleciente, que está en las etapas finales de su tratamiento de estrés post traumático. Hace ocho meses había terminado la guerra y el hermano mayor me pedía que trate de evitar el tema que sin duda Rufo traerá a colación.
foto: Plan V
Rufo no se vio de profesor y se hizo milico, pero yo jamás imaginaría que llegaría a ser un comando
de las fuerzas especiales, un “Iwia”, como eran calificadas esas peligrosamente humanas máquinas
guerreras en el argot del ejército. Menos aún me imaginaba, que el pequeño Rufo
estaría en el frente de batalla de la reciente Guerra del Cenepa en el año 95. El relato inevitable llegó antes
fde lo esperado. Apenas pudo, dejó caer su historia como un ovillo de lana bajando
por una ladera.
-…Sí hermano, luego de que la
aviación les hizo mierda, avanzamos y nos tomamos el cuartel. Adentro estaban
bastantes peruchos, serranos e indios en su mayoría. Me pedían de rodillas que
no les mate, me lloraban, me lo pedían de favor… Yo ponía la pistola en la
sien, miraba hacia otro lado y disparaba… ¡Qué más podía hacer!, si no eran ellos era yo. En esos
casos si dejas a uno vivo y le das la espalda, el tieso eres vos…-
Si bien al inicio lo contaba como
una hazaña, a medida que avanzaba, las palabras se transformaban en
vergüenza, en miedo, en dolor…
-Seguíamos más hacia adentro,
arrasando con todo. Estábamos en territorio peruano, recuperando lo
que fue nuestro, ¿no cierto?, cuando llega la noticia del cese de hostilidades.
Ese estado en que todo queda congelado, mientras los políticos de terno se
ponen a conversar huevadas, a tomar café y tutearse como grandes amigos. Y
mientras nosotros ¿qué?-
El tono se volvía más nervioso: -Las
hostilidades se paraban en la frontera, pero nosotros estábamos en territorio
peruano, ¿me sigues? y desde el sur venían por nosotros… Pero lo que me da más
cólera, son los que se pusieron a firmar, a negociar, ¡que chucha saben! Al
final todos los que firman son los mismos, puros señoritos… sean nuestros, sean
peruanos, sean argentinos o gringos…-
-Al final, en las guerras, los
que mueren también son los mismos-, acoto en voz baja, -hombres de pueblo
pobres, sean nuestros, sean peruanos, sean argentinos o gringos...-
Me clava sus pequeños ojos
achinados en una mirada inexpresiva, saca lentamente su brazo del poncho y posa
su mano en mi hombro.
-La plena…- , concluye.
Fabio Rufo se reintegró al
ejército y yo me acerqué otra vez a mi pueblo. Cuando preguntaba a sus primos
Yanchapaxi por él me decían que estaba en Estados Unidos en un nuevo curso con
los “marines”. La firma de la paz del 98 lo deprimió sobremanera. Meses
después al pasar frente a la cancha, un fornido boina roja me pidió que
me acerque y me dijo con sequedad:
-Ganamos, dejamos nuestros
muertos y ganamos en el campo de batalla, pero perdimos en la mesa de los
diplomáticos. Mi coronel, me dijo en confianza, que los diplomáticos estaban
temblando, que hubo mucha presión por parte de las potencias para que firmemos
y mucha mariconada del presidente para impedir que no nos quiten un pedazo más
de tierra…-
No dije nada. No sabía que decir.
¿Cómo decirle a alguien que vio morir a sus compañeros, cualquier diatriba
sobre la paz, sin evitar apoyar tácitamente la decisión de los diplomáticos?
No lo vi más. En la cancha de
vóley me decían que Rufo, desde la firma de la paz, casi no venía al pueblo y
se la pasaba acuartelado, en la selva o en la Base Aérea. En cursos de
paracaidismo en Francia, aprendiendo nuevas técnicas, lanzándose cada vez más
alto, desafiando cada vez a la muerte. Hasta que la encontró a sus escasos 30,
en un salto en el que no se abrió la lona.
Y no lo encuentro… El mausoleo
que Rommel, me dijo, construiría la familia, no aparece. En este Inti Raymi sin Inti, Corpus Christi con lluvia, me doy por
vencido. No encuentro la última morada de mi amigo. Quizás la familia prefirió
tener sus cenizas en casa, siendo el menor de siete hermanos. Tal vez las Fuerzas
Armadas se lo llevaron para ubicarle cerca de sus colegas “Iwias”, cumpliendo
esa antigua consigna "boina roja" que dice que los comandos no mueren, sino que van al infierno a
reorganizarse.
Aunque es poco probable, a lo
mejor está debajo de una de esas lápidas marmóreas, cuyas innúmeras flores no
permiten ver el nombre del propietario, SGOP Loachamín Yanchapaxi Fabio Rufo, FGFE-27. Cenepa,
ni al Cristo esculpído en meditación, ni al rampante Escudo nacional.