Monday, September 16, 2019

Martina

Atrás habían quedado esos días de trabajo en el campo y el regreso cada viernes a la ciudad. En esos días Martina me esperaba en el aeropuerto con su alegre serenidad y sencillez, siempre bella en su camisa, jeans y zapatillas, con su largo cabello castaño siguiendo la cadencia del viento, eternamente desmaquillada. Apenas llegados a su casa, yo podía sentir el olor delicioso de la comida y el vapor del agua caliente de la tina de baño. Mientras me relajaba en esta, Martina iba a dar los últimos toques al pastel de papa, para después regresar y cariñosamente lavarme el cabello, entregarme la bata tibia e ir a cenar juntos en la cama. Días magníficos en los que salíamos el lunes del lecho amoroso, otra vez hacia el aeropuerto, luego de habernos apenas levantado a cocinar algo frugal o a destapar una botella de vino, apenas cubiertos con viejas camisetas de dormir.

Esos viernes de aeropuerto, eran el preámbulo de un fin de semana repleto de felicidad, que a veces evitaba, al ceder mi cupo del avión a algún colega, recibiendo por teléfono el reclamo triste de Martina.  

– Es que L tiene hijos, argumentaba. Le necesitan-.

-También te necesito. Sos malo...-,  era la frase que marcaba el inicio del reclamo, que yo me limitaba a escuchar.

Me gustaba ser buen samaritano con mis colegas, pero también quedarme apoyando a los agricultores, disfrutando de la fiesta en algún recinto o simplemente yendo a la playa. Si ceder mi cupo de viaje semanal y no verla doce días, me traía problemas con Martina, compartir todos los días durante cuatro meses, tiempo que llevaba en Quito esperando por mi nuevo trabajo, también me los trajo en más graves dimensiones. 

Estábamos en un punto donde teníamos expectativas diferentes. Martina quería que vivamos juntos y yo quería seguir en el campo, con mi preciosa relación de fin de semana. Al poco tiempo de esa cotidianidad, Martina se molestaba por “quítame esas pajas” y muy en su estilo de “tana testadura”, como se autodenominaba, terminaba súbitamente la relación. Entonces, yo abandonaba la casa y una vez pasada la primera impresión, me ponía terriblemente triste. Al día siguiente miraba el teléfono como si fuera un gato arisco, sin atreverme a tocarlo. Al tercer día lo acariciaba, sin que el orgullo me deje tomar el auricular. Resistía como un adicto que no cede a la tentación y así pasaban cuatro o cinco días, hasta que sucumbiendo al amor o a la adicción que tenía por mi bella porteña, marcaba su número:

-Hola Martina ¿cómo estás?

-Sho, bien, ¿vos?, era su lacónica, autosuficiente y común respuesta.

- Yo no estoy bien, Marti, te extraño, conversemos…

-Mirá Alex, dejálo así, no tiene sentido…

- Marti, mi amor, conversemos, no puedo dormir...

- No…, sha no, bichito…

Y yo insistía y Martina, quizás por mi voz temblorosa, o simplemente porque esos diálogos post pelea se hicieron costumbre, aceptaba encontrarme en un café cerca al puente del wambra. Siempre terminábamos besándonos, salíamos tomados de la mano al entrar la noche e íbamos a su casa a echar el polvo de la reconciliación. Ese magnífico, apoteósico, largo y repleto de dulzura polvo que tienen todas las reconciliaciones en todas las latitudes del mundo, y que en nuestro caso duraba hasta el amanecer, o si era viernes, repetía nuestros gloriosos fines de semana post aeropuerto. En esos encuentros, luego de firmar la paz, vivíamos del amor y del agua fresca, como dicen los franceses y volvíamos a la realidad cansados, ojerosos, con una estúpida e imborrable sonrisa...

Pero, unos días después, por cualquier cosa se dejaba escuchar la frase lapidaria, a veces acompañada de sus ojos verdes brillando al tratar de controlar las lágrimas:

- Mirá, bichito de luz, vos y sho no funcionamos… dejémoslo ahí…-

Frase preámbulo para que yo vaya a su armario por mis camisas y calzoncillos (cada vez más), los meta en una funda de supermercado y comience mi proceso de despedida, que culminaba al marcar su número telefónico.

En esos meses casi desempleado, con dos amigos (poeta e ilustrador), coordinábamos una revista literaria de tiraje mensual. Conocedores de mis conflictos de pareja, uno de ellos me decía: ¿Cómo van las Malvinas? Y cuando estaba enojado con la Martina, mi respuesta era: Mal… perdimos las Malvinas…  Caso contrario, respondía: ¡Las Malvinas son argentinas!  Era un código que en cualquier caso sacaba una risotada inicial al equipo, que culminaba el trabajo con otra, al abrirse la primera botella de whisky.

Esas reuniones, tenían para Martina una valoración acorde a nuestro estado de pareja. Si estábamos mal, el "club colegial" seguía un simple guión: “1. Llegan, se saludan efusivos. 2. Alex dice: ¡Gocie que lindo que dibujás!. 3. este dice: ¡Gato que poema más bello! 3. Este a su vez culmina: ¡Alex, que lindo que escribís!. 4. En coro: ahora sí ¡a escabiar se ha dicho! Abren el whisky y no paran hasta quedar en tremenda curda”. Si estábamos bien, el colectivo literario (no colegial) era: “Un aporte a la literatura de esta ciudad, que, esperemos en unos años, tenga un movimiento cultural, similar en algo al que hay en Buenos Aires…”

Y cada reunión era para mis amigos, un capítulo de telenovela. Normalmente, después de unos whiskies, yo llamaba a Martina hasta gastar el saldo del novedoso ladrillo-celular post pago. Con la segunda botella, seguía la borrachera por las Malvinas perdidas y la tercera comenzaba en el Swing… En otras ocasiones, luego de la primera me tomaba un taxi hasta La Gasca.

-¡Bichito de luz!, decía luego de una linda sonrisa, ¿querés comer? Acostáte, ¿cómo les queda el nuevo número?  Vení, me contás mañana. Ese recibimiento, el ímpetu de la malta, sus ojos hermosos, y su cabello sedoso, sus labios esperando mi beso y sus preciosas tetas listas para mi caricia me recordaban la suerte de tenerla junto a mi. El amor que profesaba a esa mujer hermosa, la pasión adicta que habíamos construido y mis 30 años, eran la mitad de nuestro camino al paraíso…

Y aun se dieron unos meses más de ese círculo vicioso: adiós- teléfono- reconciliación- adiós. Serpiente que se mordía la cola, esperando con ansia el regreso al campo. Meses en que estaba expectante por mi futuro destino laboral: las tabladas de Manabí o las playas de Santa Elena, los barrios urbano marginales de Guayaquil,  los manglares de San Lorenzo, La Tolita o Muisne en Esmeraldas… El retornar a ese amor cómodo de fines de semana, a las diarias llamadas cariñosas y mi promesa de no ceder el cupo del avión.

Sin embargo, el carrousel vital tiene sus giros interesantes y un jueves, el Gocie arribó a la oficina preguntándome - ¿Cómo van las Malvinas?, teniendo por respuesta: ¡Las Malvinas son británicas y se llaman Falkland! Pero esta es otra historia, otro alegrama.

Mapa de FIQQ 1ZZ, Islas Malvinas (Falkland Islands)