A L. L,
donde esté…
Desde
el avión miro el sol que brota y que anuncia un día refulgente. El verde que esta por doquier y que moteja a la provincia que me
recibe, se hace más tupido al aterrizar. Cuando piso el primer peldaño de
la escalerilla, siento el naciente calor húmedo, que con seguridad será mayor
en pocas horas. Llego a la verde esmeralda, a la provincia de Esmeraldas en el
Chocó ecuatoriano, y mientras espero un taxi escucho las estruendosas risas, percibo el aroma del desayuno costeño, miro las palmeras
contoneándose y a las bellas mujeres emulándolas.
Es
un día con la agenda llena, por lo que he planificado los tiempos con precisión sin dejar
mucho espacio para formalidades, anécdotas o la divagación propias de
estas jornadas. Mientras me dirijo a la primera reunión, un grupo de niños que juega descalzo
al fútbol me detiene, no puedo evitar maravillarme con su juego tan
hábil, tanto como su pobreza. El grupo de empresarios locales se hace esperar, quince minutos después inicio con los presentes; uno a uno se van sumando otros elegantes individuos en su mayoría mestizos o blancos.
Una hora después me despido y uno de ellos pide a su chofer que me lleve a donde yo desee, oferta que declino con cortesía y tomo un taxi.
Para
la nueva tertulia me esperan una docena de personas, en su mayoría fornidos obreros afroecuatorianos
y dirigentes del sindicato. El secretario me entrega un saludo exageradamente
ampuloso y yo con amabilidad le solicito que vayamos al grano. A su
turno, dirigentes, abogados y dos altísmas mujeres, quizás madre e hija,
construyen una nueva versión de los hechos, diametralmente opuesta a la
anterior. Luego de una hora, les digo que pueden venir por la primera versión del
documento en la tarde. Mientras chocamos las manos en la despedida, les pido la dirección de un hotel cercano y una de las mujeres me da las indicaciones. Quiero darme una ducha e ir
fresco al almuerzo de trabajo con el Gobernador y su equipo; la idea de estar bajo la regadera me emociona.
El
hotel es modesto, útil para llegar a dormir. Trabajo en un restaurante
cercano y concluyo el documento a las tres de la tarde. Llamo
a las dos partes para que retiren el sobre cerrado y llega el chofer de la mañana, no así el enviado de la otra parte. Después de la
reglamentaria espera de quince minutos, regreso al hotel para alistarme a la cena
con la función judicial de la provincia.
Gracias
a los sendos ventiladores, la habitación sería fresca, pero el sol canicular cayendo sobre su techo, lo impide. Es un cuarto nuevo, adecuado
en la terraza y protegido con una plancha de plástico transparente. Miro por la ventana y recuerdo que acá la puntualidad y las convenciones
rígidas no son comunes, por ello antes de ir a la cena dejaré en la recepción el sobre. Accedo a la invitación
que me hace el calor y ambos vamos por una cerveza. Compro un cigarrillo en una tienda con rejas y alguien me da una suave palamda en el hombro; cuando giro, veo a una de las mujeres del sindicato, quien se disculpa por el atraso. Le digo que iba por
una cerveza, pero que puedo dar vuelta. Un poco
avergonzada, me dice que no me preocupe. Ahora camina a mi lado, oscura como una senegalesa y más alta de
lo que me pareció en la mañana. Un metro ochenta de voluptuosidad.
Me pregunta por el contenido del documento y respondo generalidades, entonces sutilmente
menciona los vínculos hasta familiares, entre jueces y empresarios. Una
vez en el bar, le pregunto detalles y escucho su verdad quizás un
poco ideologizada, su sabiduría popular y su ejercicio militante. Miro los grandes ojos
negros que se mueven ágiles mientras habla y los hoyitos que se forman en las mejillas
cuando matiza con sonrisas sus argumentos. Imagino a su larguísmo cuello
forrado de anillos, como si fuera una sudafricana dama Ndebele, en tanto escucho sus elucubraciones
suspicaces sobre la continuidad del proceso. Sigo atento su relato, salpicado del argot obrerista y la vislumbro sin la peluca de
trencitas. Ella quiere convencereme de que el sistema de justicia
local está corrompido. Algo que yo ya sé.
- Una empresa, por ejemplo, no pagó las utilidades a sus
obreros, pero si una jugosa coima a un juez, logrando el laudo a su favor, me dice ofendida.
Con la
segunda cerveza conversamos sobre nosotros y cuando ésta casi termina me mira como hacen en su tierra cuando hay talante. Me pide, casi me ordena, que
vayamos por el documento.
El
sol reflejado en el techo de plástico amarillo y en la las blancas
paredes recién pintadas, hacen que entrar a la habitación sea como ingresar en la
panza de una bombilla eléctrica. Nos besamos apenas hemos cerrado la puerta. Una vez que han caído las ropas, ella se acuesta sobre las sábanas blancas convirtiéndose en el centro de ese albo universo. Su
desnudez oscura da vida a todo el contexto inertemente brillante, a esa luz
excesiva. Ahora entiendo porque para sus ancestros la muerte es nívea. Ella,
sobre las sábanas, es como el pabilo que da origen a todo ese resplandor, ella es el eje sin
el cual este no existiría. Lucinda entreabre los labios y envía hacia atrás hombros y cuello; yo dejo
de contemplarla y comienzo a besar sus pantorrillas.
Nos
amamos una y otra vez. Me deleito de la prodigalidad de sus senos, disfruto enredarme en sus largas piernas y palpar sus
hermosas nalgas. Se va el sol y mientras la acaricio con ternura, sé que no iré
a reunión alguna. Cuando nace el sol otra vez, me levanto para ir al aeropuerto
y la veo larga en su sueño, amplia en su sensualidad. Me acerco para entregar mi beso y ella me endulza el día con su mirada y la mordedura leve que deja en mis labios. Bajo las
gradas y repito mentalmente la frase del flaco Pérez: “¡Negra debías ser, para
ser tan buena moza!”
Foto: Lady Mina
Foto: Lady Mina