Monday, August 28, 2017

Lucinda



A L. L, donde esté…



Desde el avión miro el sol que brota y que anuncia un día refulgente. El verde que esta por doquier y que moteja a la provincia que me recibe, se hace más tupido al aterrizar. Cuando piso el primer peldaño de la escalerilla, siento el naciente calor húmedo, que con seguridad será mayor en pocas horas. Llego a la verde esmeralda, a la provincia de Esmeraldas en el Chocó ecuatoriano, y mientras espero un taxi escucho las estruendosas risas, percibo el aroma del desayuno costeño, miro las palmeras contoneándose y a las bellas mujeres emulándolas.

Es un día con la agenda llena, por lo que he planificado los tiempos con precisión sin dejar mucho espacio para formalidades, anécdotas o la divagación propias de estas jornadas. Mientras me dirijo a la primera reunión, un grupo de niños que juega descalzo al fútbol me detiene, no puedo evitar maravillarme con su juego tan hábil, tanto como su pobreza. El grupo de empresarios locales se hace esperar, quince minutos después inicio con los presentes; uno a uno se van sumando otros elegantes individuos en su mayoría mestizos o blancos. Una hora después me despido y uno de ellos pide a su chofer que me lleve a donde yo desee, oferta que declino con cortesía y tomo un taxi. 
 
Para la nueva tertulia me esperan una docena de personas, en su mayoría fornidos obreros afroecuatorianos y dirigentes del sindicato. El secretario me entrega un saludo exageradamente ampuloso y yo con amabilidad le solicito que vayamos al grano. A su turno, dirigentes, abogados y dos altísmas mujeres, quizás madre e hija, construyen una nueva versión de los hechos, diametralmente opuesta a la anterior. Luego de una hora, les digo que pueden venir por la primera versión del documento en la tarde. Mientras chocamos las manos en la despedida, les pido la dirección de un hotel cercano y una de las mujeres me da las indicaciones. Quiero darme una ducha e ir fresco al almuerzo de trabajo con el Gobernador y su equipo; la idea de estar bajo la regadera me emociona.

El hotel es modesto, útil para llegar a dormir. Trabajo en un restaurante cercano y concluyo el documento a las tres de la tarde. Llamo a las dos partes para que retiren el sobre cerrado y llega el chofer de la mañana, no así el enviado de la otra parte. Después de la reglamentaria espera de quince minutos, regreso al hotel para alistarme a la cena con la función judicial de la provincia. 

Gracias a los sendos ventiladores, la habitación sería fresca, pero el sol canicular cayendo sobre su techo, lo impide. Es un cuarto nuevo, adecuado en la terraza y protegido con una plancha de plástico transparente. Miro por la ventana y recuerdo que acá la puntualidad y las convenciones rígidas no son comunes, por ello antes de ir a la cena dejaré en la recepción el sobre. Accedo a la invitación que me hace el calor y ambos vamos por una cerveza. Compro un cigarrillo en una tienda con rejas y alguien me da una suave palamda en el hombro; cuando giro, veo a una de las mujeres del sindicato, quien se disculpa por el atraso. Le digo que iba por una cerveza, pero que puedo dar vuelta. Un poco avergonzada, me dice que no me preocupe. Ahora camina a mi lado, oscura como una senegalesa y más alta de lo que me pareció en la mañana. Un metro ochenta de voluptuosidad. 

Me pregunta por el contenido del documento y respondo generalidades, entonces sutilmente menciona los vínculos hasta familiares, entre jueces y empresarios. Una vez en el bar, le pregunto detalles y escucho su verdad quizás un poco ideologizada, su sabiduría popular y su ejercicio militante. Miro los grandes ojos negros que se mueven ágiles mientras habla y los hoyitos que se forman en las mejillas cuando matiza con sonrisas sus argumentos. Imagino a su larguísmo cuello forrado de anillos, como si fuera una sudafricana dama Ndebele, en tanto escucho sus elucubraciones suspicaces sobre la continuidad del proceso. Sigo atento su relato, salpicado del argot obrerista y la vislumbro sin la peluca de trencitas. Ella quiere convencereme de que el sistema de justicia local está corrompido. Algo que yo ya sé.

- Una empresa, por ejemplo, no pagó las utilidades a sus obreros, pero si una jugosa coima a un juez, logrando el laudo a su favor, me dice ofendida. 

Con la segunda cerveza conversamos sobre nosotros y cuando ésta casi termina me mira como hacen en su tierra cuando hay talante. Me pide, casi me ordena, que vayamos por el documento. 

El sol reflejado en el techo de plástico amarillo y en la las blancas paredes recién pintadas, hacen que entrar a la habitación sea como ingresar en la panza de una bombilla eléctrica. Nos besamos apenas hemos cerrado la puerta. Una vez que han caído las ropas, ella se acuesta sobre las sábanas blancas convirtiéndose en el centro de ese albo universo. Su desnudez oscura da vida a todo el contexto inertemente brillante, a esa luz excesiva. Ahora entiendo porque para sus ancestros la muerte es nívea. Ella, sobre las sábanas, es como el pabilo que da origen a todo ese resplandor, ella es el eje sin el cual este no existiría. Lucinda entreabre los labios y envía hacia atrás hombros y cuello; yo dejo de contemplarla y comienzo a besar sus pantorrillas.
Nos amamos una y otra vez. Me deleito de la prodigalidad de sus senos, disfruto enredarme en sus largas piernas y palpar sus hermosas nalgas. Se va el sol y mientras la acaricio con ternura, sé que no iré a reunión alguna. Cuando nace el sol otra vez, me levanto para ir al aeropuerto y la veo larga en su sueño, amplia en su sensualidad. Me acerco para entregar mi beso y ella me endulza el día con su mirada y la mordedura leve que deja en mis labios. Bajo las gradas y repito mentalmente la frase del flaco Pérez: “¡Negra debías ser, para ser tan buena moza!”
                                                                                                            Foto: Lady Mina