Friday, December 06, 2013

Hotel Buenos Aires

A MA (+)

Arribé a la capital argentina, en diciembre del 2002, exactamente un año después de la peor debacle del país. El verano porteño tenía un gratificante calor húmedo, que contrastaba con la crisis, reflejada en los mandíbulas apretadas de sus habitantes.

Los taxistas, intérpretes precisos en todas latitudes, me fueron mostrando las varias aristas del momento sociopolítico. El que me llevó desde el aeropuerto, comenzó recordando a De la Rúa y describiendo los sucesos del año anterior, hasta que me dejó frente a una puerta en la calle Uruguay. Luego supe que me estafó unos dólares. El hotel donde me había dejado, se ve que fue lujoso en los 60´s y ahora quizás vivía de los residuos de su gloria, más lo sentí acogedor. Dejé las maletas y de inmediato comencé mi recorrido por la ciudad esplendorosa con un segundo taxista, quien cortés preguntó por mi nacionalidad y subrayó que desde hace algún tiempo mis compatriotas eran asiduos visitantes. Decidí bajar en la Plaza de Mayo y el conductor se despidió agradeciéndome por visitar su país y por traer divisas… 

Vi a las Madres en su ritual y a jóvenes vendiendo agua embotellada. Eran chicos de clase media, como yo, viviendo las consecuencias de un diseño económico igual al que comenzaba en mi país. Vi mi futuro con agravantes, ya que mi país es más chico y menos industrioso. Uno, que llevaba un carrito de bebé, me dijo -está cuesta cincuenta centavos más que en el supermercado, pero ayudás a mi hijo…- La compré de inmediato.

Luego disfruté de las librerías de Corrientes, el vino con bife en la calle Florida, las “manifas” de ahorristas golpeando con furia las puertas enlatadas de los bancos, pidiendo su dinero... Elegí ir a sitios específicos que el mapa me mostraba, museos y sitios importantes, como la casa de Borges. Terminé el día con té, medialunas y la “Influenza” de Charly en Puerto Madero, junto a una estudiante de medicina, que conocí en una función del Teatro San Martín. Ella fue para Quilmes y yo regresé al hotel en mi tercer taxi, cuyo conductor, serenamente, me dijo que era ingeniero químico de profesión y taxista desde la quiebra de su empresa.

Larrañaga, el recepcionista tan somnoliento como yo, me entregó la llave y al día siguiente elegí disfrutar la ciudad de a pie y subte. Caminé sin rumbo, por recovecos y calles no turísticas, viendo la vida cotidiana. Solazándome con las hermosas mujeres de caderas anchas y largas piernas que iban presurosas a sus trabajos, observando atento, en el vagón del subte, sus ojos expresivos y hermosas narices.

Fui al “Abasto”, nuevo mall repleto de promociones y de extranjeros que compraban en abundancia y me llevé algunos vinos finos para regalar. Contacté a un amigo y departí unas cervezas en Palermo, él me informó que esa noche, en una tanguería frente al parque Lezama, Beba Pugliese y otros talentosos darían un espectáculo para apoyar a los pobres de las barriadas. La entrada eran tres latas de alimentos en conserva.

Fuimos con Marta, una bella catalana que conocí en el museo de arte moderno. Disfrutamos del piano de Beba, del bandoneón y de las parejas tangueras de San Telmo. Comentamos sobre el ambiente extraño de aquel verano porteño y después de varias copas, asumimos las letras tristes. Nos contamos sobre los ex que nos abandonaron: su marido que se despidió con una nota en la mesa de cocina, donde decía que se le fue el amor; mi novia que me dejó semanas antes de venir juntos a su patria, donde todo me la recordaba... 

Ella salió de mi hotel en medio de la lluvia mañanera y un par de horas después, yo me levanté con la sensación agridulce de quien despierta solo, después de haber dormido acompañado. Fui al Cementerio de Chacarita, a dar mi homenaje particular a Discepolín y luego tomé un taxi para ver a Evita en el de Recoleta. Este taxista me alegró el día. Un tano gordo de cabello a lo “Papo”, paró el taxi a raya, apenas le dije el destino. Abrió su puerta en medio de la calle, se bajó y fingió marcharse.
- Habiendo tantas minas hermosas en la ciudad, me dijo, ¿vos querés ver muertos? ¡Yo rajo, el mundo está loco!-, continuó teatral, antes de lanzar la carcajada. El trayecto fue divertido, entre bromas “grasas” como dicen los “chetos”, con Sumo de fondo y el optimismo contagioso del tano al analizar la realidad. -Nací el día que cayó Frondizi en hogar pobre, me dijo desprecoupado; fui pobre con Alfonsín y seré pobre después del Cacho (Duhalde)-, sentenció al dejarme en la puerta de la calle Junín.

El resto del día vagué por el Once, hasta caer en cuenta que era 24, noche buena, y que mi ex cuñada me invitó a una cena temprana en su departamento de Caballito. Noté que sus nenas eran las dueñas del único dormitorio y que los padres dormirían en el sofá de la sala-comedor, por lo que me retiré temprano. Caminé por Rivadavia en dirección al centro. La ciudad se vaciaba, su gente apuraba el paso con las últimas compras hacia el hogar y la urbe quedaba desnuda y silente creando un ambiente adecuado para que yo pueda asimilar lo vivido y reencontrar mi soledad.

Arribé al hotel casi a las dos de la mañana del 25. La recepción estaba vacía, pero escuché voces en la salita interior. Larrañaga, una dama y cuatro hombres terminaban la cena. Uno de ellos besaba a la mujer y el otro levantaba los platos; el tercero servía vino y el cuarto afinaba la guitarra. Pedí la llave a Larrañaga y el que servía el vino me acercó un vaso.
-Si llegabas antes te servía un boloñesa- dijo. Agradecí la generosidad. -¡Bienvenido! Me llamo Miguel Antuni, este gigante es Funes y el enamorado Santamaría. El de la guitarra se llama Raval y cuando  deje de boludear nos tocará unos tangos, quedáte.-

Raval comenzó “Volver” y cantamos en coro. -¡Y el ecuatoriano nos salió tanguero!, sentenció Antuni, y patriarcal hizo callar al resto para que solo el músico y yo terminemos la canción. Aplaudieron, y entre tangos y milongas, supe que todos eran marineros provincianos que vinieron a Buenos Aires en busca de su jubilación o a cambiar “patacones”.  Recordaban sus días en Jaba o en Hamburgo con pícardía y se referían a Melbourne o Shangai como si fueran barrios aledaños. Pregunté si podía brindarles un vino y traje de mi habitación un par de las botellas de regalo.

Seguimos bebiendo y cantando tangos. Raval con su vozarrón evocaba al Polaco Goyeneche y Funes, por su bondad y sencillez, al gigante del poema de Hikmeth, más que a su homónimo memorioso. Santamaría y Rosa, su mujer, vivían una luna de miel e improvisaban una pista de baile, en especial con las milongas. Mientras Antuni me hablaba de su esposa rusa y del hijo que murió en Malvinas, Larrañaga relataba a Raval que nunca tuvo navidad con sus padres, pues los perdió en la dictadura...

Funes y yo trajimos más vino, él me invitó a visitar su natal Chubut y la mañana nos encontró a todos entre risas, abrazos y voces destempladas. Nos deseamos Feliz Navidad y fuimos a nuestras habitaciones. 


Me levanté a las dos de la tarde, ensayé una visita resacosa al Tigre, a mi regreso encontré el hotel vacío y la mañana siguiente partí para Iguazú. Volví el 3 de Enero y un Larrañaga profundamente triste me entregó las llaves. 
-Comenzamos mal el año-, me dijo en un suspiro. En seguida apareció Funes, el gigante de ojos azules. -Se nos fue Antuni-, dijo en voz baja. 

Me quedé inmóvil y ante mi mutismo, continuó su relato. El 31 hicimos un festejo igual al de navidad, te extrañamos para los tangos, e igual nos fuimos a la cama en la mañana. Para festejar el año nuevo, preparamos un carbonara, mas Antuni no venía. Raval golpeó la puerta de su cuarto y al no tener respuesta, Larrañaga lo abrió con la copia. Encontramos a Miguel inmóvil, se había ahogado mientas dormía.

Llorábamos los tres. Saqué una botella de vino de mi maleta y bebimos entre lágrimas silenciosas. El viejo generoso que me invitó a departir una de las navidades más bellas de mi vida, se había muerto. Pensé en su esposa rusa pobre y sola, en el hijo muerto en Malvinas, en Larrañaga y sus padres, en cada uno de los taxistas…  en el “Sur” de Homero Manzi…

En mi habitación, acompañado por la lluvia veranera, vino a mi mente quien no me acompañó a este viaje, el olor de su cabello castaño y sus insolentes ojos verdes, sus bellas piernas entrelazadas con las mías y su nariz larga en el beso esquimal... Evoqué la larga noche navideña caminando por Rivadavia, donde combatieron su recuerdo y mi soledad. Para evitarla, traté de pensar en Marta y luego en Santamaría bailando con su mujer, hasta dormirme. Por suerte, en mis sueños apareció Miguel Antuni cantando alegre y sirviendo abundante vino en el cielo de los marineros.

 
Foto última: Funes, Santamaría, Rosa, Alecksis, Antuni, Raval, atrás de la cámara Larrañaga