Wednesday, April 10, 2013

La primera visita


Recuerdo el día en que mi padre me llevó por primera vez a su casa. Fue a los pocos meses de conocernos. Una tarde de verano le vi descender de su bonito carro blanco y mientras yo cargaba el balde con mezcla para pegar ladrillos, mi tío materno salió a recibirlo. Conversaron algo al ingresar a la construcción donde trabajábamos con el hermano de mi madre y al mirarme me sonrió. Yo, no muy acostumbrado a su presencia, respondí con una mueca inocente. Mi tío me dijo que me cambiara, pues me iba con mi padre, quién ya tenía varias mudadas de ropa preparadas por mis abuelos. Me quité el atuendo de trabajo y por segunda vez subí en su bonito automóvil.

Aprovechó que su esposa e hijos, mis otros hermanos, se fueron de vacaciones a Estados Unidos y decidió invitarme. Llegamos a una casa grande y me mostró el sitio donde dormiría, un cuarto lleno de carritos de brillantes colores metálicos, soldados espaciales con uniforme y robots, acomodados en una vitrina. Vi en el armario elegantes camisas y pantalones de un niño de mi edad, que después supe, eran del hermano que me seguía, ocho meses más joven.
En la cena, se presentaron un par de adolescentes, hembra y varón, también hermanos míos y que estaban, asimismo, de vacaciones en la casa. Compartimos generalidades acerca de su secundario casi terminado y mi escuela primaria. Pocas horas después, nuestro progenitor se despidió y fue a ver noticias en el televisor de su cuarto. Mis hermanos se mostraron curiosos y hasta contentos de conocerme. Supe que ya habían estado en esa casa y que incluso conocían a la esposa de mi padre.
Mi hermana vino a despertarme para el desayuno, mas yo estaba listo y con la cama tendida. Mi hermano ya había salido a jugar básquetbol y mi padre a la oficina. A media mañana, llegaron dos chicos de mi edad y un joven que coqueteaba con mi hermana. Bajé con los chicos a jugar, mientras el mozalbete se puso a conversar con ella acerca de esas preciosas boberías típicas de la edad que compartían.  
En el almuerzo estábamos los cuatro: el padre tratando de ser divertido y apurando su comida, para no llegar tarde a la oficina al otro lado de la ciudad; mi poco comunicativo hermano mayor acomodando constantemente su camisa sin mangas y respondiendo parco a las preguntas de todos; yo hablando hasta por los codos y mi hermana moviendo la cabeza con mis ocurrencias. En la tarde se repitió la historia posterior al desayuno. Los dos chicos trajeron un juego de parchís y el jovencillo puso un disco de moda y trató de impresionar a mi hermana con sus pasos de baile.
Los cuatro días siguientes los pasé jugando al fútbol con los chicos, o con los carritos de colores y soldados uniformados de mi hermano menor; leyendo libros con ilustraciones y tratando de mantener el equilibrio en el par de botines con ruedas que encontré en el cuarto donde dormía. Compartí almuerzos y cenas con mi padre y hermanos y me puse celoso del joven que robaba la atención de mi hermana.
El sábado, mi padre nos llevó a la piscina; en el viaje de ida, él contaba chistes y anécdotas, mi hermano mayor, menos parco que de costumbre, opinaba sobre política. y daba detalles de nuestro destino, un pueblo conocido por sus aguas termales. Mi hermana compartía sus planes de ser maestra primaria y todos me preguntaban sobre el colegio que escogería. Fue un día muy divertido, de natación, gastronomía local, puerco horneado con tortillas de papa y paseo por los alrededores. Me dormí en el viaje de regreso y dado que volvería con mis abuelos al día siguiente, acomodé los juguetes en su sitio.
En el último desayuno nos invadió un pequeño halo de tristeza, mi hermano me regaló un librito, mi hermana su foto y unas galletas... Yo empaqué mis cosas y miré por última vez la colección de carritos. A punto de cerrar la puerta, regresé y metí en mi maleta uno de ellos, un coche de carreras azul con su piloto decapitado.
Abuelos y tíos me recibieron con cariño e invitaron a mi padre a la sala, mientras yo iba a en busca de mi perro Toño para compartir con este mis galletas. Me llamaron para despedirme de mi padre y luego me preguntaron sobre la semana. Les dije que fue fantástica, que entre otras cosas, finalmente conocí el mar en una playa llamada Insúa y que mi hermano, un gigante de dos metros cinco centímetros, me enseñó a jugar al básquetbol.
Mi tío me sonrío suspicaz y rascó levemente mi cabello.
Al poco tiempo supe que la playa a la que nunca fui se llama Súa. Mis abuelos conocieron a mi hermano mayor y vieron que no llegaba al metro noventa. Pronto perdí, entre la arena y el cemento, el carrito con su piloto decapitado.
A veces sueño que el cochecito azul metálico forma parte de uno de los pilares de aquella casa que trabajáramos con mi tío, muerto ya desde hace veinte años.