Sunday, September 01, 2013

Las esquinas de mi barrio

El sábado volví al barrio. Caminé lento por la calle que de niño corría para cumplir con los mandados, y con una sonrisa evoqué los días del mundial de Fútbol del 78 en que estrené sobrenombre. Los jóvenes de la esquina, el Tilico, Félix y los hermanos Moreno, bautizaron como Tarantini al pequeño raudo de cabello rizado, en el que vieron un émulo diminuto del defensa de la selección argentina.

Entonces el universo era una cuadrícula con ocho manzanas, cuyos nodos eran la casa, la escuela, el parque frente a ella y las canchas. Los recorridos, que ahora resultan cortos, iban a las tiendas cercanas, las del señor Torres, Don Díaz o de las ancianas señoritas Vinueza; iban al bazar del señor Serrano y a la farmacia Santa Ana, regentada por la madre de Ana Lucía, una de las bellas que comenzaban la adolescencia... El sábado despertaba temprano, con los tíos animando a la expedición al bosque próximo, que a pesar de sacrificarse levantándose a la misma hora de clases, tenía como recompensas el río, los saltos entre las matas, compartir la libertad con el perro y a veces ver saltar un conejo. El domingo empezaba acompañando a los abuelos a la iglesia, y luego de la homilía se sentía tan bien ser consentido por ellos con incontables golosinas.

En esos días, la vida te regalaba un chico de tu edad, generalmente un vecino o compañero de escuela, cómplice de las artes con el trompo y las canicas. El camarada de aventuras con quien se reproducían las historietas de Mark Twain o Kalimán en la vereda, con quien se tenía el aprendizaje colectivo de la bicicleta y el monopatín. Con él, se compartían las expediciones a las profundidades submarinas ubicadas en el patio inferior, o al interior del baúl de mi abuela y a los cajones del escritorio de su padre. El hermano que, cuando estabas enfermo, pasaba todo el día junto a ti compartiendo su colección de carros Matchbox. Aquel con el que se cruzaron los primeros breves puñetazos, sin rencor…

Llegué a la otra esquina, esa en la que de a poco los impúberes nos fuimos concentrando para tomar la posta a los que eligieron crecer, ir a la universidad o al trabajo. Esa orilla que miraba a la parada de bus del colegio femenino, donde las cinco o seis chicas que esperaban su transporte al plantel vespertino, nos compartían su perspectiva del mundo y nos invitaban a un espacio, para nosotros, bastante extraño. Era un entorno de dulzura que contrastaba nuestras bromas soeces y en el que cada uno de nosotros se mostraba fuerte o culto, inteligente o divertido. Allí gozábamos los dulces minutos anteriores a la partida a clases y los posteriores a su regreso y disfrutábamos de ese tiempo poco conocido de pañuelos perfumados, el cual nos atraía sobremanera. Esa esquina, "la parada", una vez que las chicas iban para su casa, acunó noches interminables de risa y guitarra, vio encender nuestros incipientes cigarrillos y cobijó el beso de las primeras novias.

Me apoyé en la pared de la misma esquina donde aprendí a fumar. Entre las bocanadas de humo, recordé el día en que aparecieron ennoviados Silvia la lideresa del colegio y el jefe de nuestra cuadrilla, el Fer, el único que ya pintaba bigote. Ambos, como si fuera posguerra, decidieron que todos debíamos hacer pareja a partir de un ingenuo sorteo. Yo era el más joven y pequeño del grupo, pero los papelillos me favorecieron con la chica más deseada. Esto provocó la protesta de los galanes y Fer decidió una nueva rifa. Esta vez la suerte me favoreció con Mary, pretendida por el segundo al mando, quien miró al jefe suplicante. Entonces Fer dio su veredicto: Adriana, menor para mí con un año y aún con la dulzura y belleza infantiles, sería mi novia. Siempre he agradecido su sabia decisión…

Dejé la esquina con una sonrisa en los labios y dos lagrimitas en las mejillas, y luego de varios pasos llegué a la que fuera mi casa. Estaba convertida en un inmenso local comercial, era otra víctima de los años de crisis, en que la clase media quitó las flores del jardín y en su lugar puso un pequeño negocio que apoye al sueldo precarizado. Entonces miré con atención y vi que toda mi calle se había transformado en una secuencia de imprentas, tiendas, locales de películas piratas y antros de comida chatarra.

Mientras miraba con desdén el afeamiento de mi calle, encontré a Doña Susi que me saludó afectuosa y su cariño me hizo recordar la hermosa esencia barrial. Al frente, en la zapatería del Pino, vi al Mapi, a Homerito y a un chico que no conocía, disfrutar una cerveza. Mientras me acercaba, pensé que es a todos ellos que Rubén Blades les canta. Pues ellos son "los que sobrevivieron..., los que nunca se fueron y no se rindieron".

El reencuentro con el que dejé niño convertido en hombre y con quien fuera joven convertido en anciano fue eufórico. Me sirvieron un trago que bebí lentamente, sintiendo en él, el sabor de los cientos de cervezas bebidas en la misma esquina. Devolví el vaso común al nuevo vecino y éste me preguntó cuándo salí del barrio. Recordé ese día, de hace 20 años en que partí a la Costa, como tantos emigrantes serranos, pero respondí como Aníbal Troilo en su “Nocturno…”: ¿Cuándo?, ¡yo no me he ido! yo siempre estoy llegando… Y cada vez que llego, mi barrio me recibe con una cerveza o un abrazo.