Thursday, November 05, 2015

Taita Supay



Marchaba pidiéndole al altísimo que me aleje de estas tierras a la mayor brevedad. Implorándole un quintal de paciencia para que el feroz pecado de la ira, al cual soy proclive, no se desenrosque de mi cuello y salte hacia los herederos de las haciendas aledañas a Huigra que ya no eran buenos católicos como sus abuelos, sino criollos ignorantes que no sabían de la cortesía, ni de los deberes con su iglesia.

Si estos displicentes hubieran tenido la gentileza de enviar a uno de sus indios para cargar mis baúles, no hubiera pasado la vergüenza de cruzar la plaza del pueblo arriando un burro, tarea impropia de gente como nos. Si al menos hubiese sido un caballo o aún una mula... Sepan criollos engreídos que en su pueblucho les dejo mi cólera silente y no mis bendiciones.

Sentía el alivio de terminar mis oficios en estos parajes donde ha desaparecido el temor a Dios y me alejaba de la plaza rodeada de casas de adobe, rumbo a la estación de trenes. Dejaba atrás las chozas dispersas que se desprenden de la urbe como granos de cebada luego de la cosecha y los huasipingos que cuelgan al pie de la cordillera. Mi siguiente destino era un pueblo más pequeño y más ignorante ubicado en las comunas subtropicales. Si en los pueblos serranos, hacendados y mayorales son los hijos descarriados de Dios, donde debía continuar mi cristiana tarea, hay alimañas aún más bárbaras y peligrosas.

En la estación, mientras amarraba el burro para que algún indio concierto se lo lleve de vuelta a la hacienda, el profesor Idelfonso contaba a alguien acerca del niño perdido.

- Era el hijo de Don Gerardo Quishpe. Dicen que se murió, pero algunos le han visto jugando en las parvas de arveja cerca de Sanganao y otros en la feria de Membrillo, ayudando a vender chivatos y queso de cabra...

Escucharlo me recordó una historia que casi olvido, contada por el mayordomo Oleas. La del infante que murió antes de recibir la santa comunión, pues él mismo era el pago que su familia hizo al Supay a cambio de una huaca de oro. Un tema que merecía apenas la escucha gentil, al ser otro cuento de tragedia y misterio con que la imaginación popular adapta la realidad hasta lograr con el paso de algunos lustros, cocinar una nueva leyenda.

Me senté en uno de mis baúles, con la mirada en el reflejo que el naciente sol producía en los rieles gastados y fingiendo leer el breviario seguí escuchando al profesor Idelfonso acerca del niño que no logró comulgar.

- Un comerciante lo vio en una finca cacaotera y mi comadre Felipa me contó sobre la vida que lleva como hijo adoptivo del Supay.... Vaya uno a saber si es cierto o mentira lo que dicen por ahí. Usted sabe que  la gente es habladorísima.

Luego de un viaje bastante cómodo llegué a Bucay, pueblo lleno de cholos liberales, donde bestias y hombres hacen el mal sin mirar a quien, por lo que no esperaba comedimiento alguno y más bien tenía los ojos abiertos y el bastón listo para dejarlo caer sobre cualquier ladronzuelo. A los recién llegados, en su mayoría comerciantes o militares, se nos acercaron indios y montubios de ambos sexos, ofreciendo almuerzos, alojamiento y transporte. Abrigaba la esperanza de encontrar una mula dócil y un buen guía, imprescindibles para atravesar durante varias horas la agreste vegetación montubia  y sus lodosos caminos de herradura, repletos de feroces mosquitos zumbones. Accedí a la oferta de un indiecillo que me alquilaba acémila y guía por solamente tres reales y a una seña suya se nos acercó un pequeño y regordete viejo patituerto con una mula descomunal, tan alta y fuerte como un camello o un caballo de tiro. No así el vejete, quien se esforzaba por mantenerse en pie apoyado en su cayado rústico. 

Como si el viejo adivinara mis pensamientos,  me conminó respetuoso a no creer en las apariencias, aseverando que él recorría esos caminos desde joven y que si bien no ve mucho en la noche, sus ojos son su nieto y que además llegaríamos al empezar el ocaso.  Por tres reales estaba bien.

Sin embargo, noté que no estaban emparentados, pues el viejo era montubio y el nieto evidentmente serrano kichwa, esto no me dio mala espina. Pero si no fue por aquello, debí caer en cuenta que las cosas no iban bien cuando el viejo puso los dos baúles sobre la  mula, con la agilidad de quien acomoda un par de gallinas.

En el recorrido, iba el viejo adelante bamboleando el cuerpecillo grueso entre sus pies torcidos y luego su nieto llevando la rienda de la mula gigante que le tenía asombrosa obediencia, esta paraba, se agachaba y giraba cuando el chiquillo se lo ordenaba, incluso parecía reir ante determinado gesto del muchacho. El calor del estrecho camino rodeado de la espesa selva montubia me adormilaba tanto que no me ponía alerta de las culebrillas que podía caer sobre mí desde alguna mata. De pronto paramos frente a una hilera de casas, y el viejo me dijo que habíamos llegado. Miré al cielo y éste se oscureció de inmediato, al tiempo que el sol se ocultó con rapidez. Era imposible que me quedase dormido seis horas sobre la mula y me pareció que solo recorrimos unos cuarenta minutos desde la estación de Bucay. Un pésimo letrero, sin embargo, indicaba que estábamos en Santa Rosa. El viejo me ayudó a bajar de la mula y en lugar de los ojos opacos pude ver un par aindiados ojillos llameantes y bajo el sombrero alón, su chiva y bigote blancos, la viva imagen del líder de los herejes. Súbitamente vi mis baúles a un costado sin que nadie los hubiese tocado y cuando puse las monedas en su mano, en vez de sus pies torcidos pude ver dos hendidas pezuñas. Mi poco cabello se erizó y quise enfrentarlo blandiendo mi crucifijo, pero él y el chiquillo ya estaban a mis espaldas montados en la mula. Comencé a rezar en voz alta y él comenzó a reírse, como solo sabe hacerlo el Supay y luego me dijo:

- Cumple con tu servicio, regresa a donde están los tuyos y no vuelvas, pues este es mi territorio. Cuando pases por Huigra, dile a Gerardo Quishpe que su hijo está bien, que lo quiero como si fuera mío.

La mula dio un salto y salió volando. Cuando me desperté estaba en tinieblas rodeado de varias sombras que hablaban en lengua extraña. Quise llorar pues creí que estaba en el infierno, pero cuando acercaron un candil, me di cuenta que eran cholos del lugar tratando de reanimarme. En los días que me quedé, cumplí con los santos óleos, el servicio fúnebre. Di unas cuantas misas y me regresé a la capital. 

Les cuento esta historia mis queridos alumnos para que sepan a lo que se enfrentarán y conozcan la clase de aliados que tienen los herejes. Desde antes que ustedes nazcan, el país está en manos del diablo, quien lo controla desde las hordas de ateos, liberales y masones confabulados hace décadas para gobernarlo. No se sabe cuándo se irán, pero agilizar su salida está en ustedes, son ustedes quiénes deben cumplir la santa tarea. A la larga sabrán imponerse a los endemoniados, siempre y cuando no olviden invocar la ayuda del infinito poder del Altísmo.