Tuesday, May 31, 2016

Jorge y Juan



En un descuido le quita el sombrero y se lo esconde. El otro, mira que el accesorio no está junto a él y se dirije directamente al bromista sonriendo: "Te conozco, le dice, ¿dónde escondiste mi sombrero?, dámelo".

El chancero se agacha con dificultad y devuelve la prenda que estaba oculta atrás de uno de los pilares. Ahora ríen al unísono como dos muchachos, mientras  Laura, con un gesto desaprobatorio, les recuerda que no deben hacer eso en la casa de Dios.

Los primos caen en cuenta que casi tienen noventa años y fingen compostura, mirándose de reojo. Cada uno recuerda los días compartidos y asimila la conversación que tuvieran hace un par de horas, ese  diálogo que quedó corto para contarse los casi 60 años de no saber del otro.

Jorge, siempre fue bromista, además de futbolista y jugador de baraja. Vivía de lo que ganaba en el juego y sobre todo de los contratos para dar serenatas, oficio que además de ser buen guitarrista, tenía implícito ser  bohemio, “buen buche” y mujeriego. “Era el diablo, un desgraciado, decía de él, mi abuela, pero que hermosa voz de tenor del bandido”.  Su metro ochenta y dos lo hacía sumamente alto para el pueblo andino en el que nació en 1910.  Moreno como un beduino, atlético y buen trompón, se ganó su apodo de “tumba palos” al arrancar en un partido oficial el parante del arco de un balonazo. En su pueblo dejó un hijo con mi abuela y dos más con otra hermosa joven. Cumplidos los 30 se fue a buscar la vida en Colombia, donde una década después hizo una familia formal.

Juan, dos años mayor, era el primogénito de una numerosa prole a la que mantenía, debido a la cruel enfermedad de su padre. Era erudito en la biblia, historia y geografía universales, y experto en lengua castellana y matemáticas. Se ganaba algún dinero extra dando clases particulares, que completaban los ingresos de su oficio de sastre. Ferviente católico y enamorado de la que fue su esposa desde los 33 hasta el día de su muerte; tenía por único vicio el tabaco, con el que comenzó  muy  joven, fumándolo envuelto en la corteza de choclo. No llegaba al metro setenta, la estatura promedio. Blanco mate y con ensortijado cabello castaño, era conocido en el pueblo como “el cura”, por ser sacristán y catequista voluntario, hasta antes de su matrimonio.   

Ambos tenían por segundo nombre Adolfo. Sus padres decidieron homenajear al suyo, poniéndoselo a sus vástagos.

Jorge recuerda los días en que pedía a su primo que le escriba cartas de amor para apoyar la seducción de alguna bella paisana. Juan lo recuerda enseñándole a tocar la guitarra. Jorge quisiera saber que pasó por la cabeza de Juan el día en que la hija le confesó su embarazo. Juan elucubra la reacción de Jorge al encararle que su hijo abandonó a la prima segunda encinta, emulándolo. Sin embargo, son pensamientos efímeros que se pierden entre las memorias de los partidos de fútbol, donde el uno era la estrella y en las fastuosas procesiones del Jesús del Gran Poder organizadas por el otro. Rememoran, con picardía, los días infantiles en que robaban a sus madres: a doña Claudina -“mama Jatum ”- Rodríguez, las tortillas recién preparadas y el tostado con mapahuira a doña Encarnación Díaz, la mamá de Juan.

Era mayo del 1996, aprovechando el feriado del 24, la familia estaba en la reunión ampliada que se hace cada cinco años. Mis dos abuelos, quizás presintiendo que sería su último encuentro, fueron desde Quito y Cali al pueblo que los vio nacer, para igualarse las décadas ausentes. La mañana del domingo asistieron a la misa que se hacía en honor a los patriarcas; a los sobrevivientes, que en su mayoría eran viudos y viudas, a las poquísimas parejas ancianas. En la primera fila, junto a  mis abuelos estaban sus primas y primos, propios y políticos; la diminuta hermana de Juan, Corina, el tío Maximiliano y pocos amigos íntimos. En la segunda estaban los más jóvenes, los sobrinos y primogénitos que apenas bordeaban los setenta y cinco años, entre ellos Laura, la “ñaña Jatum” y Marcial, hermanos menores de Jorge. El resto de la iglesia estaba llena de la numerosa familia que cada cinco años se tomaba el pueblo serrano.

El fin de la misa significaba el de la reunión familiar. Al terminarse los patriarcas se despedían con sendos abrazos, adivinando que no se verían más. Dos años después un abuelo moría del puro hastío, mientras una complicación pulmonar, se llevaba al otro a los seis meses.

En la ceremonia del adiós. escuché a Juan decirle a su primo: "Bueno Jorge, que te vaya bien ¿Cuándo será la próxima vez que nos veamos? ¿Quizás ya en el cielo…?" Jorge movía la cabeza afirmativamente y acotaba: "¡O quizás en el infierno!", para añadir de inmediato: "No, vos no creo que vayas allá".  Y ambos lanzaban una carcajada con esa mueca que tienen las despedidas definitivas.