Friday, January 16, 2015

Casi nostalgia



Cuando navego por mis recuerdos primigenios, puedo ver entre los más placenteros una multicolor pelota inflable. Luego evoco claramente el día en que, suavemente, mi padre me lanzara la gigante número 5, que luego me condujo al fútbol, mi compañero de vida. Esa pasión la heredé del viejo, Auquista empedernido, que cada domingo iba a ver a su equipo uniformado y cargando su bandera. Esos domingos, toda la familia vivía la tensión del resultado, que se reflejaba en la actitud de papá al llegar a casa. Su invitación a comer afuera, con la sonrisa rebosante, señalaba el triunfo del “ídolo del pueblo” y si por el contrario llegaba enfurruñado, madre e hijos, con una mirada cómplice, acomodábamos la mesa para un almuerzo silencioso, donde la derrota del Auquitas estaba tácita en cada plato y pasaba amarga en cada cucharada de comida que el viejo  se llevaba a la boca.

A partir de esa mañana en que mi padre me puso la camiseta amarilla y me llevó al estadio, en el primer mundial que vi por la televisión y en el álbum de cromos de México 86, fue creciendo mi amor por la esfera de cuero. Los primeros pases con el viejo y los partidos en el patio con los primos, me acercaron al balón para siempre. Si bien al principio mis patadas apenas lo hacían moverse, en mis días escolares, la pelota llegaba y se iba de mi lado como una indomable mascota traviesa y al comenzar el colegio, me obedecía dócil. En los partidos intercolegiales se pegaba a mis pies como si tuviera goma, ante la mirada atónita de los mediocampistas del equipo contrario.

Un día llegó la invitación a las “inferiores” y si bien la noticia entusiasmó a mi padre, mis prolongadas ausencias de casa y las bajas notas del colegio, le sumieron en una contradicción interior. Extrañamente, mi madre asumió mis entrenamientos con alegría, quizás porque estos colocaban a su hijo mimado en la felicidad absoluta. Entonces ella fue quien me compraba los mejores zapatos, las camisas coloridas, me llevaba y traía puntual de los entrenamientos y dirigía mi nutrición.

Un par de años después, el entrenador dijo que estaba a un paso de ser profesional. En la reunión, mis nuevos compañeros- veinte afroecuatorianos y cholos de mi edad- me recibieron con una mirada hosca. En la primera sesión me di cuenta que tenía que ser más ágil si quería conservar intactas las canillas. Para la segunda, ubiqué los tres grupos bien definidos en que se dividía ese plantel y sus reglas. La bola se tocaba solamente entre los miembros del grupo, el defensa nunca entraba con dureza al cófrade delantero y el delantero de vez en cuando dejaba que el zaguero se luzca. Se cuidaban, se cubrían la espalda y no tenían misericordia con los otros jugadores. El entrenador casi siempre se hacía de la vista gorda y solo de vez en cuando ponía orden, organizando los partidos con los jugadores que consideraba pertinentes. Permanecí sin grupo por algún tiempo, batiéndome contra todos los zagueros y buscando una bola que en raras ocasiones me era habilitada.

Empecé a caerles simpático a los imbabureños, pero un día sentí su mudo rencor como un mordisco. Fue cuando mi madre me entregó un inmenso sánduche en el filo mismo de la cancha. Al verla acercarse sonriente me avergoncé, pues sabía que muchos de mis compañeros venían al entrenamiento apenas con un agua de panela en el estómago. En el receso, los que calzaban viejos zapatos Pichurca, antítesis de mis modernos Adidas, con suerte comían un plátano. Aquellos que dormían en los locales donde trabajaban, mientras yo iba al colegio, miraron hacia otro lado, y los más serenos ignoraron a mi inocente mamá con su muestra de amor, cayendo en cuenta que no veían  hace meses a su progenitora que rezaba en Esmeraldas, el Chota o Santa Rosa, con la esperanza puesta en el hijo que con su arte podría sacarlos de la pobreza.

Esa noche le conté la historia de mis compañeros. Mamá organizó una cena para los más cercanos y nunca más ingresó a los entrenamientos. Con el tiempo algunos nos fuimos hermanando, compartíamos una cola familiar y a veces les invitaba a las hamburguesas de Crosty. Me hicieron sentir parte del grupo y desde esa inclusión decidí que no estudiaría la Universidad, pues decidí que sería futbolista profesional. Di la noticia a mi padre el mismo día de mi graduación y en el rostro que se enrojecía levemente, pude ver otra vez su lucha íntima. No dijo nada, pero a través de mi madre supe que aceptó que ese año me dedicara por entero al fútbol. Doce meses maravillosos, pues los juveniles estábamos ya en la banca del Deportivo Quito y viajábamos con el plantel por las ciudades futboleras del país, nos hospedábamos en hoteles elegantes y asistíamos a fiestas con chicas bonitas que nos regalaban sus atenciones, al ser parte del mismo club de los astros del balompié nacional.

Casi a mediados de año, salí del banco y me estrené en el Estadio Olímpico como profesional, pero en el ensayo siguiente, el lateral derecho me dio con todo. El próximo partido, fui convocado en los últimos minutos, pero mi rendimiento no fue sobresaliente y en la fecha sucesiva, el titular a quién reemplacé se repuso. Si bien mi lesión mejoró, el técnico no me convocó a la cancha. Llegó el verano y continuar de suplente facilitó a mi padre convencerme de que entre a la universidad. 

Una vez que se prueba la cancha grande, es difícil resignarse a dejarla. Como el primer año de Derecho era fácil, me esforcé en lograr la meta de retornar a un partido de campeonato nacional. Con los cambios en el plantel, algunos de los chicos de mi leva dejaron el banco y yo mismo sentí que para septiembre lo lograría, pero vino un nuevo técnico y con él nuevas alineaciones. Mientras tanto, en la facultad hice nuevos amigos y sobre todo amigas, conocí los bares de moda y de a poco el ritmo de estudios-fútbol-vida social, hizo que mi rendimiento en los dos primeros bajara de nivel.

La fiesta lo copaba todo y si no hubiera sido por la firmeza de mi padre, creo que hasta me hubiera retirado de la universidad. En el siguiente campeonato vi con alegría  a mis colegas de grupo como titulares permanentes y cayendo en cuenta que bien pude estar con ellos, me invadió un sentimiento indescriptible parecido a la nostalgia. Pero años después, vi a Edison Méndez y Ulises de la Cruz en la selección que por primera vez nos llevó al mundial de fútbol y en ese partido contra Uruguay, sentí que estaba en ellos y me emocionaron sus jugadas tanto como si yo mismo las hubiera hecho.


Cuando nos vemos en algún centro comercial, saludamos con el mismo cariño de los días del Deportivo Quito y recordamos nuestros diálogos juveniles compartiendo habitación. A veces, cuando entrego suavemente el balón a mi pequeño hijo que aun no puede patearlo, sueño despierto en que también estoy en ese partido de noviembre del 2001 y que no es Kaviedes sino yo quien da el glorioso cabezaso. Entonces, pienso qué hubiera sido de mí si no me lesionaba en aquel lejano entrenamiento. Mi hijo, mientras tanto, vestido con su pequeña camiseta auquista, abraza el balón, da sus pininos en el césped y me vuelve a una prometedora realidad.