La escuela 10 de Agosto
del caserío Palmares de la Mosca, estaba alejada del trío de cerros en los que
se distribuían las otras 24, su directora era Doña Elvia Cedeño, quien junto a una profesora
local formaban toda su planta docente. En mi visita de apoyo técnico intercambiamos
experiencias con mis anfitrionas y dialogamos con la comunidad. Luego bajamos la
tablada con Doña Elvia, conversando sobre la pobre comuna campesina, el
sindicato de maestros y sobre temas educativos, desde mi lado aprendidos básicamente en los libros y del suyo en su vasta experiencia docente. Ella estaba llegando a
sus cuarenta y además de ser una profesora abnegada y líder natural, estaba
repleta de esa belleza montubia que acrisola lo mejor de nuestra triple
herencia. las nalgas prefectas, los labios carnosos y su metro setenta de
estatura de su parte africana; el nativo busto generoso y la tez cobriza; los ojos
verdes y el cabello castaño de los blancos. Conocedora del camino, a veces
adelantaba y entonces me deleitaba mirando sus ágiles y fuertes piernas torneadas
en 20 años de maestra rural, que resaltaban a pesar del uniforme docente. Una
vez en la carretera, tomamos una camioneta que me dejó en Junín y en la que ella
siguió.
En el segundo curso de
capacitación la encontré de nuevo. Repleta de entusiasmo e inteligencia, se metió
en mis pensamientos, desterrando a Charito la joven reina del sindicato de
maestros. La suerte estaba de mi lado y en algunos días de la semana siguiente
coincidí con ella en Portoviejo. Eran los días calurosos del último y más
nefasto “Niño”, le invité una cerveza en un bar cercano, sin saber que era
de “reservados” cubículos a cortina cerrada, por lo que se enfadó. Me disculpé ruborizado, ella aclaró que la cortina quedaría abierta o se
marchaba y bebimos recordando las anécdotas del último curso.
Debido a los graves destrozos que “El Niño” hizo en la carretera más corta, el bus de regreso hacía un largo recorrido de casi dos horas por los cantones Rocafuerte, Tosagua y Calceta. Apenas terminó el atardecer y se entibió en algo ese tórrido día de Mayo, nos besamos; mas al llegar a Tosagua adoptó una actitud distante pero comprensible, pues allí subieron conocidos suyos y en Calceta se bajó sin despedirse, alejándose con su sensual caminar. Apenas llegué al sindicato de maestros, donde rentaba un cuarto, sonó el teléfono; era ella justificándose cariñosa y explicando con dulzura el motivo de sus reacciones. Dijo que nunca se mostró en pareja después de su divorcio, pero yo comprendí que una autoridad local de su cantón no quería generar chismes abundantes al dejarse ver con un tipo 11 años menor.
Debido a los graves destrozos que “El Niño” hizo en la carretera más corta, el bus de regreso hacía un largo recorrido de casi dos horas por los cantones Rocafuerte, Tosagua y Calceta. Apenas terminó el atardecer y se entibió en algo ese tórrido día de Mayo, nos besamos; mas al llegar a Tosagua adoptó una actitud distante pero comprensible, pues allí subieron conocidos suyos y en Calceta se bajó sin despedirse, alejándose con su sensual caminar. Apenas llegué al sindicato de maestros, donde rentaba un cuarto, sonó el teléfono; era ella justificándose cariñosa y explicando con dulzura el motivo de sus reacciones. Dijo que nunca se mostró en pareja después de su divorcio, pero yo comprendí que una autoridad local de su cantón no quería generar chismes abundantes al dejarse ver con un tipo 11 años menor.
Cada noche sonaba el
teléfono del sindicato y planeábamos nuestros encuentros clandestinos. El
primero fue en el mismo bar de “reservados” que esta vez cerró las cortinas y
respetando la costumbre se llenó de besos y caricias que continuaron en un
hotel cercano. Las citas se hicieron semanales, todo un operativo que comenzaba
con nuestro ingreso por separado al bus que partía de Calceta, en donde ella se ubicaba en el
asiento delantero y yo en uno de los últimos. Cuando el bus estaba en la Pedro
Gual, ella descendía en una esquina y yo lo hacía en la siguiente, para luego coincidir
en la puerta de nuestro pequeño hotelito central, donde el amor nos retenía hasta
iniciar el ocaso. En el bus de regreso compartíamos asiento y arrumacos hasta llegar
a Tosagua, sitio en el que de nuevo éramos dos desconocidos que al final del trayecto seguirían
su propio rumbo y que se encontrarían después por vía telefónica. El encuentro semanal se
hacía insuficiente, por lo que los domingos llegaba a Junín en el último transporte. Con la complicidad del calor que dejaba la calle vacía, ingresaba al
Sindicato y los lunes con la primera luz, se dirigía a la parada de camionetas
que iban a las tabladas. Quince minutos después llegaba yo, saludando
respetuoso a los docentes listos para iniciar la semana de labores, a doña Leonor
de Salinas, a don Lolo de Guayabales, a don
Eurio de El Algodón, a doña Elvia de Palmares de la Mosca… Iba hacia mi visita escolar, aun saboreando en silencio la
miel de la noche pasada con ella.
En un feriado local le
propuse ir a Quito y en la zona rosa de la capital la invité a una de esas novedosas salas de cine
con sonido de última moda y efectos 3D. En mi ciudad, la
segura Doña Elvia había desaparecido y en su lugar estaba una mujer tímida que
miraba de reojo edificios y vitrinas. “¿Qué tal si lo ven sus amigo conmigo?”
me dijo. Contesté, con un beso, que se morirían de envidia. Era evidente que aun lejos de su terruño, le importaban mucho los comentarios que pudiéramos
provocar al ser vistos en pareja. Por ello evitaba mi abrazo en las calles
populosas y se acercaba otra vez cuando estas se volvían gélidas y por tanto solitarias. Los días siguientes paseamos poco y nos amamos mucho, incluso minutos antes de tomar
el bus hacia Chone. A pesar de la discreción, nunca supe cuan secreto
era nuestro idilio. Así me
pareció la noche en que encontré reunida a la directiva sindical, cuyo presidente,
Don Julio, me invitó un vaso del currincho aliñado que escanciaban. La tesorera
y el vicepresidente se marcharon al terminar las cuentas y Doña Elvia, cerrando
el libro de actas, dijo que era muy tarde para regresar a Calceta y que dormiría
en el dispensario médico del sindicato. Don Julio y yo terminamos los dos tragos que quedaban
en la botella y cuando él se dirigió a la salida, le dije que me permita
invitarle otro litro de currincho aliñado. Mi casero con el ceño fruncido me
dijo con determinación: “Usted se me va para adentro y me la atiende a Elvia,
¿para qué cree que se quedó? No nos haga quedar mal” Ante la orden del
presidente, regresé en mis pasos y cumplí gustoso su orden.
Doña Elvia y yo
teníamos una relación libre y alegre, solo manchada por una pequeña bronca, producto
de mirar con descaro a dos hermosas veinteañeras que estaban junto a ella en la
parada de bus y que resultaron ser sus hijas. Doña Elvia me tenía al tanto de todo
lo que pasaba en la red escolar, apoyaba generosa mi trabajo e incluso aclaró un lío que pudo traerme consecuencias
funestas. En la sencillez del hermoso universo campesino, cada vez más aislado
gracias al fenómeno de “El Niño” vivíamos nuestro romance cándido, hasta que llegó de Quito
la orden de concluir el ciclo de capacitación. Fatal noticia no solo por
separarme de Doña Elvia, sino porque esos meses de maestro rural habían sido los
más felices de mi vida.
En la fiesta patronal
del colegio, el director de la red clausuró el ciclo de capacitación en
un evento en el que también se inauguraron las nuevas aulas de caña. Doña Elvia
me entregó, en nombre de los docentes de Junín, un diploma de reconocimiento y el programa se cerró con una preciosa
fiesta capira que incluyó rancheras, galones de currincho y tiros al aire con
vivas a las aulas y a las autoridades.
Acordamos vernos el
mismo día en que regresaría a Quito y en nuestro hotelito nos amamos con la
frución de saber tácitamente que era la última vez que lo haríamos, la última
que nos veríamos. Jamás hablamos del futuro, menos aún en aquella mañana, ni siquiera
nos despedimos formalmente y al caer la tarde, salimos abrazados como siempre, pero en esta ocasión no
subí al bus que iba a Calceta. Ella se acomodó en un asiento que no daba a la ventana y siguió mirando de frente. La llamé por teléfono desde
Quito y fue hermoso escuchar, en medio del sórdido entorno capitalino, el
acento manabita desde la dulce voz de Doña Elvia. Fue un diálogo bello, con
poca nostalgia y muchos buenos deseos. De a poco fuimos distanciando las llamadas,
hasta que dejamos de saber el uno del otro.