Tuesday, August 11, 2015

Calurosa ruralidad



La escuela 10 de Agosto del caserío Palmares de la Mosca, estaba alejada del trío de cerros en los que se distribuían las otras 24, su directora era Doña Elvia Cedeño, quien junto a una profesora local formaban toda su planta docente. En mi visita de apoyo técnico intercambiamos experiencias con mis anfitrionas y dialogamos con la comunidad. Luego bajamos la tablada con Doña Elvia, conversando sobre la pobre comuna campesina, el sindicato de maestros y sobre temas educativos, desde mi lado aprendidos básicamente en los libros y del suyo en su vasta experiencia docente. Ella estaba llegando a sus cuarenta y además de ser una profesora abnegada y líder natural, estaba repleta de esa belleza montubia que acrisola lo mejor de nuestra triple herencia. las nalgas prefectas, los labios carnosos y su metro setenta de estatura de su parte africana; el nativo busto generoso y la tez cobriza; los ojos verdes y el cabello castaño de los blancos. Conocedora del camino, a veces adelantaba y entonces me deleitaba mirando sus ágiles y fuertes piernas torneadas en 20 años de maestra rural, que resaltaban a pesar del uniforme docente. Una vez en la carretera, tomamos una camioneta que me dejó en Junín y en la que ella siguió.

En el segundo curso de capacitación la encontré de nuevo. Repleta de entusiasmo e inteligencia, se metió en mis pensamientos, desterrando a Charito la joven reina del sindicato de maestros. La suerte estaba de mi lado y en algunos días de la semana siguiente coincidí con ella en Portoviejo. Eran los días calurosos del último y más nefasto “Niño”, le invité una cerveza en un bar cercano, sin saber que era de “reservados” cubículos a cortina cerrada, por lo que se enfadó. Me disculpé ruborizado, ella aclaró que la cortina quedaría abierta o se marchaba y bebimos recordando las anécdotas del último curso. 

Debido a los graves destrozos que “El Niño” hizo en la carretera más corta, el bus de regreso hacía un largo recorrido de casi dos horas por los cantones Rocafuerte, Tosagua y Calceta. Apenas terminó el atardecer y se entibió en algo ese tórrido día de Mayo, nos besamos; mas al llegar a Tosagua adoptó una actitud distante pero comprensible, pues allí subieron conocidos suyos y en Calceta se bajó sin despedirse, alejándose con su sensual caminar. Apenas llegué al sindicato de maestros, donde rentaba un cuarto, sonó el teléfono; era ella justificándose cariñosa y explicando con dulzura el motivo de sus reacciones. Dijo que nunca se mostró en pareja después de su divorcio, pero yo comprendí que una autoridad local de su cantón no quería generar chismes abundantes al dejarse ver con un tipo 11 años menor.

Cada noche sonaba el teléfono del sindicato y planeábamos nuestros encuentros clandestinos. El primero fue en el mismo bar de “reservados” que esta vez cerró las cortinas y respetando la costumbre se llenó de besos y caricias que continuaron en un hotel cercano. Las citas se hicieron semanales, todo un operativo que comenzaba con nuestro ingreso por separado al bus que partía  de Calceta, en donde ella se ubicaba en el asiento delantero y yo en uno de los últimos. Cuando el bus estaba en la Pedro Gual, ella descendía en una esquina y yo lo hacía en la siguiente, para luego coincidir en la puerta de nuestro pequeño hotelito central, donde el amor nos retenía hasta iniciar el ocaso. En el bus de regreso compartíamos asiento y arrumacos hasta llegar a Tosagua, sitio en el que de nuevo éramos dos desconocidos que al final del trayecto seguirían su propio rumbo y que se encontrarían después por vía telefónica. El encuentro semanal se hacía insuficiente, por lo que los domingos llegaba a Junín en el último transporte. Con la complicidad del calor que dejaba la calle vacía, ingresaba al Sindicato y los lunes con la primera luz, se dirigía a la parada de camionetas que iban a las tabladas. Quince minutos después llegaba yo, saludando respetuoso a los docentes listos para iniciar la semana de labores, a doña Leonor de Salinas, a don Lolo de Guayabales, a don Eurio de El Algodón, a doña Elvia de Palmares de la Mosca… Iba hacia mi visita escolar, aun saboreando en silencio la miel de la noche pasada con ella.
En un feriado local le propuse ir a Quito y en la zona rosa de la capital la invité a una de esas novedosas salas de cine con sonido de última moda y efectos 3D. En mi ciudad, la segura Doña Elvia había desaparecido y en su lugar estaba una mujer tímida que miraba de reojo edificios y vitrinas. “¿Qué tal si lo ven sus amigo conmigo?” me dijo. Contesté, con un beso, que se morirían de envidia. Era evidente que aun lejos de su terruño, le importaban mucho los comentarios que pudiéramos provocar al ser vistos en pareja. Por ello evitaba mi abrazo en las calles populosas y se acercaba otra vez cuando estas se volvían gélidas y por tanto solitarias. Los días siguientes paseamos poco y nos amamos mucho, incluso minutos antes de tomar el bus hacia Chone. A pesar de la discreción, nunca supe cuan secreto era nuestro idilio. Así me pareció la noche en que encontré reunida a la directiva sindical, cuyo presidente, Don Julio, me invitó un vaso del currincho aliñado que escanciaban. La tesorera y el vicepresidente se marcharon al terminar las cuentas y Doña Elvia, cerrando el libro de actas, dijo que era muy tarde para regresar a Calceta y que dormiría en el dispensario médico del sindicato. Don Julio y yo terminamos los dos tragos que quedaban en la botella y cuando él se dirigió a la salida, le dije que me permita invitarle otro litro de currincho aliñado. Mi casero con el ceño fruncido me dijo con determinación: “Usted se me va para adentro y me la atiende a Elvia, ¿para qué cree que se quedó? No nos haga quedar mal” Ante la orden del presidente, regresé en mis pasos y cumplí gustoso su orden.  

Doña Elvia y yo teníamos una relación libre y alegre, solo manchada por una pequeña bronca, producto de mirar con descaro a dos hermosas veinteañeras que estaban junto a ella en la parada de bus y que resultaron ser sus hijas. Doña Elvia me tenía al tanto de todo lo que pasaba en la red escolar, apoyaba generosa mi trabajo e  incluso aclaró un lío que pudo traerme consecuencias funestas. En la sencillez del hermoso universo campesino, cada vez más aislado gracias al fenómeno de “El Niño” vivíamos nuestro romance cándido, hasta que llegó de Quito la orden de concluir el ciclo de capacitación. Fatal noticia no solo por separarme de Doña Elvia, sino porque esos meses de maestro rural habían sido los más felices de mi vida.

En la fiesta patronal del colegio, el director de la red clausuró el ciclo de capacitación en un evento en el que también se inauguraron las nuevas aulas de caña. Doña Elvia me entregó, en nombre de los docentes de Junín, un diploma de reconocimiento y el programa se cerró con una preciosa fiesta capira que incluyó rancheras, galones de currincho y tiros al aire con vivas a las aulas y a las autoridades.



Acordamos vernos el mismo día en que regresaría a Quito y en nuestro hotelito nos amamos con la frución de saber tácitamente que era la última vez que lo haríamos, la última que nos veríamos. Jamás hablamos del futuro, menos aún en aquella mañana, ni siquiera nos despedimos formalmente y al caer la tarde, salimos abrazados como siempre, pero en esta ocasión no subí al bus que iba a Calceta. Ella se acomodó en un asiento que no daba  a la ventana y siguió mirando de frente. La llamé por teléfono desde Quito y fue hermoso escuchar, en medio del sórdido entorno capitalino, el acento manabita desde la dulce voz de Doña Elvia. Fue un diálogo bello, con poca nostalgia y muchos buenos deseos. De a poco fuimos distanciando las llamadas, hasta que dejamos de saber el uno del otro.