Ellos aparecieron con mi mundo y de mis 6 a mis 7, fuimos sólo los tres en la gran casa. De él aprendí desde historia universal hasta matemáticas. Con ella, historia sagrada, leyendas, latín y kichwa. Antes de que saliera el sol se respondían: ...Virgo veneranda, ora pronobis. Virgo predicanda, ora pronobis. Virgo potens... A veces, mis despertares insomnes me hacen escucharles en su letanía matutina.
Me dicen que cuando recién llegué a ellos, él me tomaba
entre sus brazos y a sus 72 años obedecía mi mandato: Prenda la luz /apague la
luz. Y pacientemente Juan Adolfo Bernardo movía el interruptor, disfrutando de
mi arrobamiento ante el cambio luminoso. Me dicen que apenas llegué a sus
brazos, me acunó en blancos pañales recién planchados y cobija bordada por ella
misma y que meses después, Isabel Amada Ángela me paraba sobre sus
muslos, tomaba mis brazos, cantaba y me hacía bailar.
Desde que le recuerdo, él era mas bien serio. Su úlcera
estomacal le jugaba malas pasadas, le ponía irritable y entonces evitábamos
contrariarle. Cuando, imagino el dolor era irresistible, tomaba un buche de “Magnesia
Philips”, respiraba y hasta sonreía. En los almuerzos, con fino humor negro
destazaba a los políticos. Con su fina ironía, comentaba la cotidianidad, las actitudes
de los vecinos que a él le parecían torpes, ingenuas o cortas de inteligencia. Me
encantaban sus libros repletos de perfectos dibujos en blanco y negro. Respondía
a mis preguntas sobre esas páginas y me generaba a su vez otras, que debía
descubrirlas en esos libros de pasta dura y lomo de cuero. Cada cierto tiempo,
para ver si caía en mi trampa, le planteaba la única pregunta sin respuesta: -El
misterio de la Santísima Trinidad, ese que ni los doctores de la iglesia han
podido dilucidar-, decía solemne.
Mi recuerdo de ella, se asocia a unos pequeños ojos claros de
dulce mirar. Menuda, ágil, siempre ocupada. Iba a visitarla en la cocina o mientras
bordaba, para que me cuente sobre sus días de escolar con las monjas. Me
fascinaba escuchar las largas y rimadas poesías, que brotaban desde su memoria
prodigiosa, las canciones, los consejos para ser buen cristiano, la vida de los
santos, las oraciones y refranes: -Hijo, para ser feliz en la vida hay que ser
tres cosas, boca callada, mano segura y pie de candela- Desde esa lógica de agilidad
y agencia, ella arrojaba un manojo de agua en un ladrillo y me decía, si
regresas con el mandado antes de que se seque el agua, tienes un
premio. Yo partía raudo y feliz, sabiendo que a mi regreso, a pesar de que el
tendero se hubiera demorado, recibiría un puñado de habas tostadas, una deliciosa
tortilla sacada del tiesto, un bien escondido chocolate, o si estaba bordando, el premio mayor: mirar desde
sus impertinentes, los detalles de sus cientos de postales y estampas.
No recuerdo haber visto a papá Adolfo sin traje. Jamás en
mandil para hacer sus actividades artesanales, ni en mameluco para el arreglo
de las plantas en la huerta, siempre de terno. Puedo ver con nitidez mi propia expresión de curiosidad,
al mirarlo untar la brocha en el jabón, y afeitarse con la máquina que contenía
en su interior una hoja de Gillette. A veces, imagino al cortarse, le recuerdo
imprecar contra su “barba cruzada”. Como si fuera hoy, lo miro acomodándose el
nudo de la corbata, el chaleco, la leva y solo entonces, al colocarse el negro sombrero
de fieltro, asumir la actitud de quien va a enfrentar al mundo. Cuando me pillaba
mirándolo, me decía: – Recuerda, el hombre siempre debe estar futre-. Cuando
tenía que salir a la calle, en las frías tardes de la ciudad andina, pedía a mi
abuela que le pase el panachó negro, con largas zancadas marchaba por el
pasillo y su silueta me parecía todavía más elegante.
Mirar a mamá Isabel acomodarse el moño y calzar tacones, me provocaba
un reflejo condicionado que contentaba mi panza. Acomodar el cuello de su blusa
de encajes, o colocarse la mantilla, eran señales de que iríamos al centro
de la ciudad, a comprar hilo de bordado o a la iglesia; pero después terminaríamos
en el mercado comiendo mote con “carne ñuta”, el delicioso cerdo hornado con el
agrio más agrio del país, y bebiendo “rompenucas”, deliciosos jugos de fruta, aderezados
con alfalfa -buena para la sangre y la memoria- y enfriados con hielo
del mismísimo Chimborazo.
Eran los domingos, los días en que disfrutaba largamente de
ambos. Mamá Isabel, mientras me peinaba, me ayudaba a vestir el terno
generalmente azul y la almidonada camisa, para después comenzar la larga caminata
hacia la “Loma De Quito” - la iglesia donde no van los cholos-. Allí debía
soportar con corrección y silencio el ritual, moviendo la cabeza sin ser
notado, para mirar a las lindas chiquillas de largas cabelleras, ojos claros y
vestidos vaporosos, hijas de los barrios ricos. A la salida del templo, mis taitas
iban silenciosos, repasando el sermón, -sintiendo la comunión en el corazón-. En
el parque, soltaba sus manos y corría hacia el columpio y la resbaladera, mientras
ellos buscaban una banca para charlar y tomar el sol.
Una fresca mañana dominical, mi viaje en la resbaladera terminó
en un inmenso charco, que me empapó y llenó de lodo por completo. Los tres nos
miramos estupefactos, los tres reímos. Evocar esa mañana fría, me hace dar
cuenta que quisiera por un instante, estar entre ellos, tomado de sus manos.
Sí, ahora, cuando yo mismo podría ser abuelo.
Sentir la risa de mis 7 años, me da paz.
Sentir la risa de mis 7 años, me da paz.
Son las 4 y media de la mañana y comienzo a sentir por
fin el relax previo al sueño. Desde el cuarto contiguo, que sé que está vacío, viene un débil murmullo, que poco a poco se hace más audible: …
Mater intemeráta, ora pronobis. Mater amabilis, ora pronobis. Mater admirábilis...
-¡Adolfo, despierta!, te estás quedando dormido - Mi abuelo responde la letanía con el ora
pronobis y desde mi cuarto, yo también lo hago. Miro con alegría, las anchas paredes
de adobe, el techo estucado de donde aparecen indiscretos un par de carrizos,
el catre de madera rústica y al Corazón de Jesús observándome desde un cuadro. Por
un momento pensé que no los encontraría al despertar, pero sé que se levantarán
luego de la frase mágica que marca el inicio del día: Per eúndem Chrístum
Dóminum nostrum.