Sunday, April 27, 2014

Suspiro e ilusión

Cayeron los tres papelitos a la mesa y comenzó el sorteo. Paula abrió uno y leyó “La Unión”. Miguel, tomó otro, lo cubrió con sus manazas y lo iba desdoblando lentamente, como cerciorándose de ser el único conocedor de su destino. Toda su expresividad brotó con la estruendosa carcajada que arrojó a la mesa, junto con su papel abierto, pudimos ver la palabra “Loma Alta”.

El sorteo terminó. No tenía sentido levantar el trozo de papel restante. La suerte me envío al sitio que ningún equipo quería ir. Al día siguiente, partimos muy temprano a nuestros destinos. Como cada mañana, fuimos los seis en el bus haciendo bromas, las que en esta ocasión recaían sobre mi suerte.

Dos horas después llegamos a Barcelona, rentamos una camioneta que comenzó a ascender el cerro Colonche y luego de 30 minutos alcanzamos “La Unión”, el destino de Paula y Karina. Los cuatro restantes continuamos hacia “Loma Alta” y después de otra hora de viaje, por un camino que paulatinamente dejaba de ser empedrado, bajamos en su parque-cancha-patio escolar.

-          Buen viaje chicos- dijo Miguel, chocando su mano con la mía, mientras Tania sonreía, al ver que un arriero se acercaba con sus mulas.  

Ellos se dirigieron a la escuela, al tiempo que Lucy se acercó al arriero y con una mueca que trataba de negar la realidad evidente, preguntó:

- ¿Al “Suspiro” entran motocicletas, verdad?-, a lo que Don Argemiro, que así se llamaba el arriero, respondió proverbial, que eso solo es posible bien entrado el verano…

Acomodé a Lucy en el lomo de la mula más mansa, monté la mía y seguimos a Don Argemiro en dirección a  “El Suspiro”, la comunidad que nos acogería los días siguientes. 

Las mulas hundían sus patas hasta enlodar su panza, avanzando esforzadas por el camino sinuoso. Se comprendían las razones por las que a ese rincón del cerro le bautizaron así. Por fin, terminó el camino en una pequeña planicie rodeada por una veintena de casas y otras diez inscritas en el cerro que ya mostraba su cima. El micro clima templado, contrastaba con el calor húmedo de las comunidades de las tierras bajas. La vegetación abundante y los animales creaban una atmósfera de mágico retroceso en el tiempo.

Un bullicioso grupo de niños nos recibió, saludando a los “nuevos profesores”. Dejamos las mulas en el abrevadero y con la comitiva infantil seguimos a Don Argemiro hacia la iglesia, allí nos esperaban unas quince personas curiosas y expectantes de la jornada que nos ocuparía los días siguientes. Lucy y yo explicamos la dinámica de trabajo, ella fue a trabajar con los niños en una sala contigua y yo comencé un juego de presentación para romper el hielo.

Entonces apareció ella y discretamente se sentó en una banca cercana disculpándose por el atraso.

Por unos segundos perdí la concentración, ¿Qué hacía en una comunidad montubia una muchacha similar a un católico arcángel? Rubios cabellos rizados, ojos verdes que asomaban a medias entre los lentes de estilo John Lennon, y que descansaban en su nariz larga y delgada. El cuello largo terminaba en un cuerpo esbelto cubierto por un vaporoso vestido traído de los días del Flower Power.

Ante mi impavidez, el presidente de la comunidad la invitó al círculo que habíamos formado y le entregó la madeja de hilo, la señal de que debía presentarse. Se llamaba Maya y su acento mostró que venía de las trece colonias inglesas. Entonces me empeñé en mostrar mis dotes de trabajador de campo, en juego de seducción, tal como los pájaros de Guinea lo hacen con sus saltos y movimientos de plumas. Hice que la jornada fuera más sencilla y divertida, hasta las cinco de la tarde, en que concluimos la tarea.

Mientras acomodaba los trabajos de grupo en las paredes, ella me contó que era bióloga, que investigaba ciertas orquídeas endémicas y que estábamos en una reserva ecológica. Emocionada, me invitó a visitarla durante la hora que mediaba hasta el ocaso. Llegó Lucy y partimos los tres por el sendero rodeados de flores y pájaros coloridos. El sonido del agua del riachuelo y de los pajarillos recreaban un edén particular, donde ella era Eva, yo  Adán y Lucy… se había equivocado de cuento. En una gruta, el riachuelo se empozaba levemente. Allí Maya se descalzó, levantó su falda para evitar que se moje, e ingresó al agua regalándonos al río y a mí, el espectáculo de sus piernas torneadas. De la poza sacó unas piedrecillas doradas y nos las ofreció, yo arranqué unas pequeñas flores lilas de una de las paredes musgosas y las coloqué en su cabello. Ella se rió de mi travesura y colocó en mi oreja una ramita olorosa. Lucy rompió la amorosa magia naciente, recordando que debíamos regresar.
                           
Al llegar, Don Argemiro nos presentó a las señoras que nos hospedarían y en el lecho, el cansancio de la jornada, no impidió pensara en Maya antes de dormirme.

El día siguiente arrancó con entusiasmo. Había más confianza y las bromas hacían más fácil el trabajo de planificación comunitaria. Finalizamos cuando se instalaba la oscuridad y fuimos a casa de Maya, quién nos invitó a cenar. Yo asaba los verdes, Lucy cuidaba de la menestra y Maya y su madre anfitriona, ponían el cocolón en los platos de los invitados. Luego de cenar, el padre destapó unas cervezas y puso música en la radio, invitó a Lucy a bailar y el hermano mayor invitó a la madre. Ofrecí mi mano a Maya y cuando la abracé para comenzar la cumbia, supe que estaba enamorado. No quería que la pieza de baile terminara, sino eternizar ese tiempo en el que su cabello rozaba al mío, donde nuestros pechos comunicaban el ritmo de sus latidos.

Vinieron varias cumbias y más cervezas. La madre fue con Lucy y una hermana al gallinero y uno tras otro, fueron despidiéndose el resto de miembros de la familia para cumplir con el rito campesino de dormir temprano. La luna que nos espiaba desde el otro lado de la ventana nos invitó a salir. Maya apagó la radio y las luces, y nos sentamos en el banco colocado junto a la puerta principal. En voz baja seguimos relatando lo que nos dio la vida hasta antes de ese día. Me contó que casi terminaba su investigación y pronto volvería a Hartford. Nos tomamos de las manos, entontecidos por ese fugaz e incipiente cosquilleo parecido al amor, que nos dejaba silentes a ratos, escuchando los ruidos nocturnos de la naturaleza tibia, hasta que las voces femeninas de Lucy y la madre, nos sacaron de ese dulce marasmo.

En mi cama, caí en cuenta que era la última noche en “El Suspiro” y me dormí casi sollozando.

El último día de trabajo nació con el sol y en el almuerzo, Maya me preguntó cuál sería nuestro siguiente destino, respondí que San Pedro de Valdivia. Al culminar el trabajo vinieron, como siempre, las palabras que animaban a concretar lo planificado, el agradecimiento sencillo y generoso de los participantes, las últimas bromas. Maya se quedó con nosotros hasta que llegó Don Argemiro y las mulas. El abrazo y la sonrisa finales, tenían como contraste la mirada mustia de los ojos tristes.

Descendía al ritmo cadente de mi mula, soltando suspiritos azules, entregando al viento pequeñas exhalaciones que regresaban montaña arriba. Quizás el nombre de la comunidad se debió a eso, al suspiro que dejaron caer muchos viandantes al perder su amor…

Llegamos a la casa colectiva del Arenal. Los colegas nos recibieron efusivos y Lucy contó emocionada sobre el paisaje, el riachuelo, sobre una bióloga gringa...

San Pedro de Valdivia era una comunidad de pescadores, con un límpido mar verdoso que podía verse desde el segundo piso de la moderna casa comunal. Los alegres comuneros disfrutaban creando mapas parlantes, repletos de espectaculares dibujos y collages y me senté a observarlos trabajar. En el reverso de una hoja de asistencia comencé a escribir unas líneas similares a estas, donde describía mis días en “El Suspiro“. Terminé el primer párrafo, levanté la cabeza en dirección hacia el hermoso mar verde e imaginé que jugábamos con Maya en sus olas.

Volví a la escritura y de pronto se produjo el milagro ¡Maya apareció en la puerta con un blanco vestido de encajes! De un brinco me coloqué junto a ella y le di la bienvenida con un abrazo largo que me hizo perder la noción del tiempo. Le invité a sentarse, le ofrecí agua, un caramelo que traía en el bolsillo... si hubiera tenido el cielo, se lo hubiera puesto a  sus pies. Ella sonrío y paso su mano por mi mejilla. Con Maya, el mar y el sol, decidí que mi trabajo terminaría antes de lo previsto, pero apareció Lucy y luego de saludar efusivas, salieron del salón.

Una hora después estábamos buscando conchitas en la playa, luego tomé a Maya de la mano y entramos al mar. Discretamente la llevaba hacia las olas que nos alejaban de Lucy y en medio de esa nada nos dábamos besos pequeñitos y arrumacos ingenuos, hasta que llegaba nuestra chaperona con algún comentario divertido. La tarde magnífica lastimosamente no se detuvo, Maya debía partir pues sus padres se preocuparían. El viernes bajaría a La Unión y podía llamarle a la central de teléfonos y el sábado, podríamos encontrarnos en La Libertad. 

El viernes desde la cabina telefónica de San Pedro, hablamos largamente y el sábado salí de San Pedro raudo hacia la Libertad. Ella no apareció… Regresé al Arenal agobiado y luego de unas cervezas comencé a relatar a Miguel mi aventura en el Suspiro, relato interrumpido por sus exclamaciones caribeñas, ¡chico!, ¡cooooño!, ¡pinga!, ¡cojone´! Al final me dijo: Asere, lo siento, pero tú no vas a ver más nunca a esa gringa. Déjate de bobería´ y mete mano a la Lucy que está prendida de ti. La primera parte del comentario sentencioso me entristeció y la segunda me desarmó.

Desde la oficina central nos llamaban a los jefes de equipo para trabajar lunes y martes. Allí recibí una llamada de Lucy que estaba con Maya en el aeropuerto de Guayaquil. Escucharla de nuevo me emocionó, más aún cuando me dijo que si yo iba, ella cambiaría el pasaje. Respondí que partiría esa misma tarde y me dediqué a contar los minutos que faltaban, sin atender las indicaciones técnicas. Un par de horas después llamó Lucy de nuevo, me dijo que el pasaje no cumplió las condiciones de cambio y que Maya tuvo que abordar de inmediato.

Recordando la sentencia de Miguel, me puse a escribir una carta (eran los tiempos donde no existían celulares, las llamadas de larga distancia constaban un ojo de la cara y el correo electrónico era meramente institucional) y un mes después llegó la respuesta que terminaba diciendo: Maya, mi nombre, significa ilusión. Soy eso, una ilusión…

No supe más de ella hasta doce años después, en que la web me la mostró por casualidad. Su cabello, ahora castaño, iba recogido en un moño, lucía un nuevo modelo de lentes, adecuados para una profesora de ciencias en Nueva York.