La conocí en una Feria de Libro.
Yo presidía una editorial y atendíamos el quiosco de dicha casa con un colega. Caminaba con su andar elegante, parecía flotar en el pasillo. Abstraída, miraba
los estantes y los afiches de novedades. Era muy alta y su abundante
cabellera rubia adquiría tonos diversos mientras avanzaba bajo las luces. Exhudaba el esplendor de las bellas damas que han arribado a la última mitad de sus
cuarenta. Se acercó a un gran libro de pasta dura que
se mostraba en mi puesto, un bien logrado volumen impreso en papel de lujo, con fotos, ilustraciones antiguas
y bien escritas reseñas sobre mi ciudad. Ella lo hojeaba
lentamente, yo miraba sus manos largas acariciando cada
hoja con delicadeza, disfrutaba de su perfil sereno auscultando atenta, de su labio inferior, de su
actitud de copista.
Me preguntó detalles y mi
explicación histórica se transformó en diálogo, cuando comparó mi ciudad con Lima,
la suya. Hablamos luego de arqueología, del mito y de la fiesta popular. Cuando
aterrizamos en la literatura, me propuso ir por un café. Nos acompañaron César
Vallejo y Julio Ramón Ribeyro. Se mostró fascinada ante Dávila Andrade
y puso cara de niña al escuchar unos pocos versos de Arturo Borja. Vino más
literatura, planetaria, universal, íntima, épica, erótica, romántica,
fantástica…
Volvimos a la realidad cuando preguntó
por mi vida y me contó parte de su historia. Claudia es la hija única de un promienente empresario. Ama desde chica la
literatura, pero supervisa las sucursales de la empresa familiar en Ecuador
y Colombia. Su padre le permitió estudiar su pasión en Estados
Unidos, con el compromiso de que tome también materias administrativas y haga un MBA. A su
regreso la puso a trabajar en todos los departamentos de la empresa, asistió en la gerencia de las sucursales peruanas y luego en las de
Sudamérica. Ella leía y escribía poesía en los viajes. Su novela, iniciada en
el pregrado, quedó inconclusa.
En Perú regresó a los amigos del Roosevelt, caro colegio limeño, tan diferentes de los bohemios neoyorquinos, Retornó al adolescente
círculo de amistades, tan lejano a las discusiones sobre Faulkner, Pound o
Ginsberg. En el medio al que volvió, X se casa con la hermana de Y, su compañero de aula; y este a su vez con la prima
de Z, familiar de X. Terminan todos
emparentados. Claudia lleva casada 20 años con el tío de un condiscípulo, otro importante
industrial. Como su padre, faltaba más...
-Unión de familias, unión de
capitales- dijo Claudia y calló.
Sus ojos azules se tornaron melancólicos
por un segundo y adquirieron un brillo acuoso que duró otro. Pero alzó su largo
cuello, levantó levemente la barbilla e hizo un mohín elegante.
- Disculpa si te aburrí con mi
historia, me dijo. He venido muchas veces a Quito, pero jamás he estado en la ciudad
vieja. Me dijeron que caminar allí es muy peligroso.
Su comentario me sacó una carcajada.
- Tal como lo suponía, acotó, ese
miedo tonto que tenemos las élites a la realidad. ¿Quisieras mostrarme tu
ciudad colonial? ¿Te parece vernos esta tarde a las cuatro? Aquí mismo. Mi
vuelo parte a las once de la noche.-
Asentí. Ningún ángel guardián podría convencerme de lo contrario...
Al final del recorrido le pregunté
si prefería un café junto a San Agustín o en mi departamento de San
Blas. Optó por lo segundo. No fue un café sino una copa de vino, que antecedió
a un beso, a su vez preámbulo de la fogosidad. Follamos, compartimos
risas y letras hasta las ocho, cuando llamó al chofer de la empresa. En esos
días el aeropuerto quedaba bastante cerca.
Mientras se vestía continuó su historia:
-Mi marido es un hombre bueno, pero
somos diferentes. Sus únicos disfrutes son la cerveza, el fútbol y los viajes. Su alegría llega con el incremento de utilidades y con el triunfo del Cristal. Al inicio le leía mis poemas y él ocultaba la expresión de quien no
entendió nada; años después reía burlón. Lee las contraportadas de los textos que reposan en mi velador y dice que admira mi capacidad de perder el tiempo con historias ajenas
e incomprensibles.
Dos meses después Claudia me
invitó a cenar al Hilton Colón. Conversamos sobre los libros de nuestro interés, subimos el ascensor besándonos apasionadamente y entre nuestros encuentros
de deseo, escuché sus bien elaborados poemas. Volvimos a nuestros lugares de
trabajo luego de desayunar. Celebramos ese ritual cada dos meses. A veces me leía párrafos en prosa de su cosecha y aunque le aclaré que no era escritor de
oficio, ella insistía en conocer mi opinión sobre sus textos, tomando notas en una agenda.
Con Claudia
conocí los hoteles más lujosos de mi ciudad, y cada
parte del cuerpo de la poeta. Aprendí sobre literatura inglesa y a mirar desde otra óptica la poesía. Pero año y medio después del encuentro en la Feria del Libro, leía en la pantalla:
“Estoy en Quito, pero no quiero verte. No está bien que nos veamos. Me estoy enamorando y no
está bien que me enamore.”
El que calla otorga, y el que no responde un mensaje en su celular, también.
No negaré que dicho mensaje me dejó en la boca un sabor a caramelo podrido, esperaba que pasen sesenta días para comprobar si se impuso la empresaria o la estudiante de la NYU. Llegó la comunicación a tiempo: “Te espero en el Swiss Hotel a las siete”. La cena no fue literaria, ambos pusimos el corazón en la mesa, pero los besos en el ascensor fueron aun mas intensos, la noche fue de una pasión dulce casi silente. Luego de un desayuno cordial, nos incorporamos para la despedida. Claudia sacó de su bolso
un libro, abrió la página en blanco y en ella estampó un beso de carmín. Era su
novela. Quise felicitarla, pero ella llevó el dedo índice hacia sus labios. Sus
ojos azules fueron invadidos por ese momentáneo brillo melancólico, pero tal como lo suponía, levantó el mentón e irguió su cuello largo. Tomó su
bolso y comenzó su caminar elegante. A pocos metros volteó el rostro, pude ver dos lágrimas
delgadas en las mejillas. Apresuró el paso. No la he vuelto
a ver.