Friday, December 06, 2013

Hotel Buenos Aires

A MA (+)

Arribé a la capital argentina, en diciembre del 2002, exactamente un año después de la peor debacle del país. El verano porteño tenía un gratificante calor húmedo, que contrastaba con la crisis, reflejada en los mandíbulas apretadas de sus habitantes.

Los taxistas, intérpretes precisos en todas latitudes, me fueron mostrando las varias aristas del momento sociopolítico. El que me llevó desde el aeropuerto, comenzó recordando a De la Rúa y describiendo los sucesos del año anterior, hasta que me dejó frente a una puerta en la calle Uruguay. Luego supe que me estafó unos dólares. El hotel donde me había dejado, se ve que fue lujoso en los 60´s y ahora quizás vivía de los residuos de su gloria, más lo sentí acogedor. Dejé las maletas y de inmediato comencé mi recorrido por la ciudad esplendorosa con un segundo taxista, quien cortés preguntó por mi nacionalidad y subrayó que desde hace algún tiempo mis compatriotas eran asiduos visitantes. Decidí bajar en la Plaza de Mayo y el conductor se despidió agradeciéndome por visitar su país y por traer divisas… 

Vi a las Madres en su ritual y a jóvenes vendiendo agua embotellada. Eran chicos de clase media, como yo, viviendo las consecuencias de un diseño económico igual al que comenzaba en mi país. Vi mi futuro con agravantes, ya que mi país es más chico y menos industrioso. Uno, que llevaba un carrito de bebé, me dijo -está cuesta cincuenta centavos más que en el supermercado, pero ayudás a mi hijo…- La compré de inmediato.

Luego disfruté de las librerías de Corrientes, el vino con bife en la calle Florida, las “manifas” de ahorristas golpeando con furia las puertas enlatadas de los bancos, pidiendo su dinero... Elegí ir a sitios específicos que el mapa me mostraba, museos y sitios importantes, como la casa de Borges. Terminé el día con té, medialunas y la “Influenza” de Charly en Puerto Madero, junto a una estudiante de medicina, que conocí en una función del Teatro San Martín. Ella fue para Quilmes y yo regresé al hotel en mi tercer taxi, cuyo conductor, serenamente, me dijo que era ingeniero químico de profesión y taxista desde la quiebra de su empresa.

Larrañaga, el recepcionista tan somnoliento como yo, me entregó la llave y al día siguiente elegí disfrutar la ciudad de a pie y subte. Caminé sin rumbo, por recovecos y calles no turísticas, viendo la vida cotidiana. Solazándome con las hermosas mujeres de caderas anchas y largas piernas que iban presurosas a sus trabajos, observando atento, en el vagón del subte, sus ojos expresivos y hermosas narices.

Fui al “Abasto”, nuevo mall repleto de promociones y de extranjeros que compraban en abundancia y me llevé algunos vinos finos para regalar. Contacté a un amigo y departí unas cervezas en Palermo, él me informó que esa noche, en una tanguería frente al parque Lezama, Beba Pugliese y otros talentosos darían un espectáculo para apoyar a los pobres de las barriadas. La entrada eran tres latas de alimentos en conserva.

Fuimos con Marta, una bella catalana que conocí en el museo de arte moderno. Disfrutamos del piano de Beba, del bandoneón y de las parejas tangueras de San Telmo. Comentamos sobre el ambiente extraño de aquel verano porteño y después de varias copas, asumimos las letras tristes. Nos contamos sobre los ex que nos abandonaron: su marido que se despidió con una nota en la mesa de cocina, donde decía que se le fue el amor; mi novia que me dejó semanas antes de venir juntos a su patria, donde todo me la recordaba... 

Ella salió de mi hotel en medio de la lluvia mañanera y un par de horas después, yo me levanté con la sensación agridulce de quien despierta solo, después de haber dormido acompañado. Fui al Cementerio de Chacarita, a dar mi homenaje particular a Discepolín y luego tomé un taxi para ver a Evita en el de Recoleta. Este taxista me alegró el día. Un tano gordo de cabello a lo “Papo”, paró el taxi a raya, apenas le dije el destino. Abrió su puerta en medio de la calle, se bajó y fingió marcharse.
- Habiendo tantas minas hermosas en la ciudad, me dijo, ¿vos querés ver muertos? ¡Yo rajo, el mundo está loco!-, continuó teatral, antes de lanzar la carcajada. El trayecto fue divertido, entre bromas “grasas” como dicen los “chetos”, con Sumo de fondo y el optimismo contagioso del tano al analizar la realidad. -Nací el día que cayó Frondizi en hogar pobre, me dijo desprecoupado; fui pobre con Alfonsín y seré pobre después del Cacho (Duhalde)-, sentenció al dejarme en la puerta de la calle Junín.

El resto del día vagué por el Once, hasta caer en cuenta que era 24, noche buena, y que mi ex cuñada me invitó a una cena temprana en su departamento de Caballito. Noté que sus nenas eran las dueñas del único dormitorio y que los padres dormirían en el sofá de la sala-comedor, por lo que me retiré temprano. Caminé por Rivadavia en dirección al centro. La ciudad se vaciaba, su gente apuraba el paso con las últimas compras hacia el hogar y la urbe quedaba desnuda y silente creando un ambiente adecuado para que yo pueda asimilar lo vivido y reencontrar mi soledad.

Arribé al hotel casi a las dos de la mañana del 25. La recepción estaba vacía, pero escuché voces en la salita interior. Larrañaga, una dama y cuatro hombres terminaban la cena. Uno de ellos besaba a la mujer y el otro levantaba los platos; el tercero servía vino y el cuarto afinaba la guitarra. Pedí la llave a Larrañaga y el que servía el vino me acercó un vaso.
-Si llegabas antes te servía un boloñesa- dijo. Agradecí la generosidad. -¡Bienvenido! Me llamo Miguel Antuni, este gigante es Funes y el enamorado Santamaría. El de la guitarra se llama Raval y cuando  deje de boludear nos tocará unos tangos, quedáte.-

Raval comenzó “Volver” y cantamos en coro. -¡Y el ecuatoriano nos salió tanguero!, sentenció Antuni, y patriarcal hizo callar al resto para que solo el músico y yo terminemos la canción. Aplaudieron, y entre tangos y milongas, supe que todos eran marineros provincianos que vinieron a Buenos Aires en busca de su jubilación o a cambiar “patacones”.  Recordaban sus días en Jaba o en Hamburgo con pícardía y se referían a Melbourne o Shangai como si fueran barrios aledaños. Pregunté si podía brindarles un vino y traje de mi habitación un par de las botellas de regalo.

Seguimos bebiendo y cantando tangos. Raval con su vozarrón evocaba al Polaco Goyeneche y Funes, por su bondad y sencillez, al gigante del poema de Hikmeth, más que a su homónimo memorioso. Santamaría y Rosa, su mujer, vivían una luna de miel e improvisaban una pista de baile, en especial con las milongas. Mientras Antuni me hablaba de su esposa rusa y del hijo que murió en Malvinas, Larrañaga relataba a Raval que nunca tuvo navidad con sus padres, pues los perdió en la dictadura...

Funes y yo trajimos más vino, él me invitó a visitar su natal Chubut y la mañana nos encontró a todos entre risas, abrazos y voces destempladas. Nos deseamos Feliz Navidad y fuimos a nuestras habitaciones. 


Me levanté a las dos de la tarde, ensayé una visita resacosa al Tigre, a mi regreso encontré el hotel vacío y la mañana siguiente partí para Iguazú. Volví el 3 de Enero y un Larrañaga profundamente triste me entregó las llaves. 
-Comenzamos mal el año-, me dijo en un suspiro. En seguida apareció Funes, el gigante de ojos azules. -Se nos fue Antuni-, dijo en voz baja. 

Me quedé inmóvil y ante mi mutismo, continuó su relato. El 31 hicimos un festejo igual al de navidad, te extrañamos para los tangos, e igual nos fuimos a la cama en la mañana. Para festejar el año nuevo, preparamos un carbonara, mas Antuni no venía. Raval golpeó la puerta de su cuarto y al no tener respuesta, Larrañaga lo abrió con la copia. Encontramos a Miguel inmóvil, se había ahogado mientas dormía.

Llorábamos los tres. Saqué una botella de vino de mi maleta y bebimos entre lágrimas silenciosas. El viejo generoso que me invitó a departir una de las navidades más bellas de mi vida, se había muerto. Pensé en su esposa rusa pobre y sola, en el hijo muerto en Malvinas, en Larrañaga y sus padres, en cada uno de los taxistas…  en el “Sur” de Homero Manzi…

En mi habitación, acompañado por la lluvia veranera, vino a mi mente quien no me acompañó a este viaje, el olor de su cabello castaño y sus insolentes ojos verdes, sus bellas piernas entrelazadas con las mías y su nariz larga en el beso esquimal... Evoqué la larga noche navideña caminando por Rivadavia, donde combatieron su recuerdo y mi soledad. Para evitarla, traté de pensar en Marta y luego en Santamaría bailando con su mujer, hasta dormirme. Por suerte, en mis sueños apareció Miguel Antuni cantando alegre y sirviendo abundante vino en el cielo de los marineros.

 
Foto última: Funes, Santamaría, Rosa, Alecksis, Antuni, Raval, atrás de la cámara Larrañaga

Friday, November 01, 2013

Mi amada Désirée

A CdR

Coincidimos en el restaurante de un hotel y coqueteamos al mismo tiempo. Le pregunté si podían servirme en su mesa y asintió. Se presentó como Désireé d' Harcourt y cuando dije burlón que me sentía honrado de cenar con una noble, me dijo suelta de huesos que era  la condesa Désirée Marie Evelyne Louise Dambrines d' Harcourt et Marais. 

Estudió negocios internacionales y por amor se fue con un ángel rubio a Berlin, donde trabajó en una multinacional de telecomunicaciones hasta que murió el amor. Se dio cuenta que cumpliría treinta y le vino una crisis existencial. Se sobrepuso al desamor y al avance de los años y decidió que era hora de perseguir su sueño, al que encontró en lo más recóndito de su alma: ser cantante y tocar la guitarra.

El cabello negro ondulado, delineaba el rostro oval y la nariz recta se enmarcaba entre los ojos claros y la boca mediana. Días después nos acostamos y pude verla desnuda en todo su esplendor, sus curvas seguían las medidas de la belleza griega y sus ángulos el trazo del deseo. La primera noche que entré en su cama conocí de verdad los placeres de la carne.

Decidió que mi casa sería su centro de operaciones, de allí partía cada semana y a su regreso me contaba emocionada sus experiencias de viajera. Graciosos hoyitos se formaban en sus mejillas cuando se refería al hotelero seductor, al atlético guía turístico o al paseante con el que compartía ruta. Un día me dijo que se iría a Colombia por quince días y tiempo después recibí una postal diciéndome que se quedaría un mes. Una noche llamé a su habitación y me contestó un  tipo, que según ella era su maestro de canto.

Regresó a los tres meses y me esperó con vino blanco y mariscos. Después se soltó el moño y el vestido frente a mí y me invitó a amarla. La cena fue un ritual de despedida y regresó a su Versalles natal. Los meses siguientes recibí un par de cartas y una última postal de París en verano. Eran los días sin internet. 

Désirée me llevaba seis años y la diferencia etárea era mayor debido a mis atribulados veinte y pocos que carecían de certezas.
Una fría tarde de noviembre caminaba en Montmartre y al ver una voluptuosa muchacha de cabello oscuro recordé a Désirée. Escribí en la web su nombre y en segundos, ésta me dio su dirección y teléfono. Nos identificamos en el auricular y aun con su voz ronca, quizás por la tos invernal, no paró de hablar.  Le propuse encontrarnos y me citó a la tarde siguiente. Habían pasado nueve años desde la cena íntima.

A eso de las cinco, Désirée me recibió en su casa de la Rue Letort. Subimos hasta su pequeño estudio repleto de empolvadas antiguedades y al quitarse el abrigo vi lo poco que quedaba del escultural cuerpo que compartió mi cama años atrás. Estaba delgada hasta la anorexia y sus manos huesudas acomodaban temblorosas mi ramo de flores amarillas.

Continuó el diálogo del teléfono, diciéndome que se recuperaba de una lesión a las cuerdas bucales ocasionada por esforzaralas demasiado. Luego descubrí que para curarse, se inventó una dieta donde el té, el pan integral, el zumo de limón e ingentes cantidades de miel de abeja, eran los únicos alimentos.

Sonó el timbre y el visitante resultó ser su hermano Yves, quien dijo algo y ella comenzó a gritarle. El hombre pidió el baño y al saludarme puso en mi mano un papelito, mientras Désirée continuó mostrándole que no era bienvenido. Cuando él se marchó, ella se excusó por el mal rato y colocó en el aparato de música a María Callas. Después hizo dúo con la diva, hasta que la mandó a callar. Siguió cantando sola hasta que me preguntó cual me pareció mejor y aduje que no sabía de música pero creía que ambas tenían una voz impresionante. ¡Pobre Maria Callas! dijo en español, ¡Pobre! !Soy mejor que ella! y apenas recobre mi voz, lo sabrá todo el mundo. Porque debo decirte, continuó con naturalidad, que soy una super dotada, mi coeficiente intelectual es algo superior a Van Gogh y algo inferior a Da Vinci. Reprimí mi sorpresa y ella puso en un viejo toca cassettes una grabación suya donde comenzaba una ópera. Engulló su brebaje de miel con limón, su rostro comenzó a ponerse triste y me dijo que necesitaba ducharse.

Al abrir el papelito que Yves dejó en mi mano vi un número de teléfono y una invitación a llamarlo. Aprovechando el sonido de la ducha, lo hice y él me pidió que no la contradiga, ni le provoque emociones fuertes, pues su hermana había salido hace un par de semanas de un centro de reposo psiquiátrico. Me dijo que a toda la familia le preocupó mi visita y vino para cerciorarse de que no fuera otra de las fantasías que Désirée inventaba desde hace varios años. Me rogó que le avise sobre cualquier comportamiento que maximice el delirio.

La ducha paró y Désirée salió sonriente. Me dijo que mi visita era una ocasión especial, hizo una llamada y al rato llegó un tipo con comida y una botella de vino. Ella no quiso probar los mariscos y solo participó del brindis. Después se sirvió un té con pan y comenzó a relatar los hechos posteriores a nuestra despedida. Clases privadas de canto y de guitarra, el difícil inicio profesional a los treinta y pico en una ciudad competitiva donde los ahorros mermaban con facilidad. Aún no terminaba la botella de vino, cuando me di cuenta que tenía pocos minutos para llegar al metro. Graciosos hoyitos se formaron en sus ahora pálidas mejillas, mientras me dijo que si bien alcanzaría el metro en la Porte de Clignancourt, jamás llegaría a la conección que me lleve a Chevaleret.

Me invitó a terminar la botella y conversamos un poco más, hasta que transformó el sofá en una cama y colocó junto a este una colchoneta. Dejó caer su salida de baño y su moño y vi de nuevo su desnudez, ahora lánguida. Me acomodé en la porción de esponja y ella en el sofá cama, mas cuando me quedaba dormido escuché que pronunciaba mi nombre en voz baja. Abrí los ojos y la vi erguida en su raquítico desabrigo, invitándome a compartir su lecho. Me negué cortesmente, pero insistió, nombró los viejos tiempos, me recordó la cena en mi casa y me pidió que por lo menos la abrace hasta dormirse. Apenas entré en su cama, sentí las sábanas empapadas en sudor. Quise retirarme, pero ella me comenzó a besar. Désirée me asió con brazos y piernas mostrando una fuerza inimaginable para su delgadez y siguió untándome con su sudor. Mentí que tenía novia y eso le hizo aflojar y ponerse a llorar, me contó de un reciente amor perdido y la consolé hasta que se durmió. Mientras me daba una larga y jabonosa ducha, resolví salir a primera hora de la casa.

Una Désirée exultante de alegría me despertó con un té. Me vestí raudo y le dije que estaba retrasado. Ella colocó una pista en el toca cassettes y comenzó a cantar a viva voz. Le dije que me tenía que marchar y quise empezar la despedida, mas ella siguió cantando con su voz enronquecida. Volví a decirle que me iba, teniendo por respuesta una elevación intensa en el aria. Entonces me dirigí a la salida y súbitamente comenzó a insultarme, me llamó grosero y primitivo ignorante que no valora la música culta. Me echó de su casa y cuando abrí la puerta, pasó sobre mi cabeza la taza del té. Mientras iba por el pasillo, escuchaba sus gritos que se volvían llanto. 

Desde la ventana me pedía que regrese, pero yo seguí imparable, abriéndome paso entre las miradas sentenciosas de los transeúntes que participaban de la escena. Una vez en el metro llamé a Yves y le conté lo ocurrido. Me dijo que él se haría cargo. 

Al colgar, pensé que a veces perseguir nuestros sueños cuesta demasiado caro y recordar amores anteriores puede dejarnos mal parados. Pensé que hay historias en las que nunca sabes hasta donde se extiende la verdad y desde donde el delirio llena los huecos oscuros. Hasta que punto la verdad importa, o es más valiosa la fantasía que nos cobija con un mundo más dulce. 

A veces miro en la pantalla de mi celular su número, y estoy a punto de contestar.

Monday, September 30, 2013

Azabache utopía

A MFW

Vagaba en un día soleado donde se unían ofertas electorales y navideñas. En una plaza, unos chicos cubiertos con gorras azules promocionaban su candidato detrás de una mesita, el cual era apoyado por socialistas y alfaristas, mientras trotskistas y comunistas apuntalaban al de los “chinos”. La izquierda no iba con candidato único, mas esto me importaba poco, menos aún, cuando reconocí entre una rubia y un chico somnoliento a la chiquilla de ojos almendrados, que hizo latir mi corazón en el mitin de la semana pasada.

Yo pertenecía a un ingenuo movimiento radical opuesto a la “democracia burguesa”, pero me acerqué sonriendo sin reparos, fingiendo interés en su propuesta. Ella, con pasión militante, describía las bondades de la liberación nacional y el socialismo, alternativas a la feroz dictadura civil que sufría el país desde hace 4 años. Por mi parte, demostraba mi atención frunciendo el ceño y con comentarios discretos, mi “conciencia de clase”. Hacía preguntas ingenuas para que se explaye y acreciente el brillo de sus ojos y el sensual movimiento de sus labios.

Supe que le llamaban Mafis, que como yo, tenía 17 años y que cursaba el último curso del colegio alemán. Para parecer más interesante, le dije que paliaba el intenso aburrimiento del curso prepolitécnico, en un club de teatro. Mientras estaba junto a  ella en ese día radiante, mi romántico imaginario de izquierda se vinculaba con la realidad. Desde los recovecos de sus ojos azabache y desde su apasionado discurso, mi corazón fue tomado por asalto por la “Ana Clara” de Viglietti y la “Compañera” de Savia Nueva, por los poemas de Dalton y Benedetti que cantaban al amor militante…

Me pidió afiliarme y me sudaron las manos, puse un pretexto y me alejé a grandes zancadas aún bajo los efectos del delicioso sopor romántico. De pronto fui despertado por unos aullidos cuasi guerreros. Eran “los chinos” coreando arengas radicales y agitando sus banderas de anchas astas. El partido maoísta, conocido por imponer su verdad a garrotazos, era una antítesis de la organización de mi heroína de ojos oscuros, cuyos compañeros eran progresistas blancos, habitantes del elegante norte, educados en colegios y universidades de élite. Si bien entre los “chinos”, había cholos de ojos rasgados que venían desde el sur urbano marginal, la mayoría eran mestizos que estudiaban en pobres colegios fiscales y en la universidad pública. Comenzaron sus consignas en contra del partido de Mafis y al pasar junto a ellos pude oler el ácido perfume del “odio de clase”.

Al día siguiente volví donde mi musa. Junto a ella y a la chica rubia, estaba un maduro dirigente de barba bien recortada que con sus instrucciones interrumpía nuestro diálogo. Para captar toda su atención dije a la Mafis que me afiliaría y conversamos animados mientras llenaba las fichas. Me entregó el trocito de papel y me invitó a la próxima reunión de la brigada juvenil. Me despidió con un beso en la mejilla y comencé a alejarme sintiendo la tibieza del carné de afiliación en el bolsillo de la camisa.

Un par de cuadras después escuché las chinas consignas dirigidas contra el candidato “revisionista”. Venían desde el camino que había andado, desde la mesa de afiliación de Mafis… Me di vuelta y comencé el regreso a toda carrera. A lo lejos, vi a  “los chinos” atacar la mesita, a las chicas de gorritas azules defenderse y luego correr para salvar el pellejo.

Cuando llegué jadeante, encontré fichas diseminadas en el suelo y banderines rotos. A poca distancia, el grupo estalinista concentrado como equipo de rugby, acomodaba en una camioneta la mesita de la que se habían apoderado. Busqué con la mirada a Mafis, sin encontrarla y me adentré en el parque contiguo, donde descubrí a la chica rubia sollozando arrimada a un árbol. Sus manos apretaban la gorrita azul, mientras una señora, paradójicamente, curaba con "mentol chino" el chichón frontal provocado por una bandera maoísta. Le pregunté por la Mafis y movió la cabeza negativamente. Seguí buscándola en vano, y mi rabia impotente creció al ver pasar al candidato Arteta y sus pocos simpatizantes, junto a la turba pseudo marxista. El representante de la rancia aristocracia y jurada derecha pasaba junto a los valentones garroteros de mujeres y estos le abrían paso en actitud colonial…

Meses después encontré a mi Dulcinea en una fiesta y enrojecí ante su saludo afectuoso. Me contó emocionada que estudiaría la universidad en el extranjero y éste fue un golpe a las aurículas. Luego vino el primer jab en el ventrículo, cuando un chico, apareció a sus espaldas y la tomó por la cintura. El segundo llegó cuando ella me lo presentó como su novio…

El knockout técnico no fue solo mío. La caída del Muro de Berlín un año después y la pérdida de los Sandinistas, mandó a la lona a toda la izquierda. Después de abandonar la politécnica, era un feliz educador popular inmune a esos golpes, hasta que en el 91, una división irresoluble dio al traste con mi organización.

Después la izquierda adulta tuvo su mutación: El maoista se hizo shamánico-andino y el troskista, demócrata-cristiano. Los elenos se trocaron en populistas, mientras el alfarista y el comunista en social-demócratas. Los miristas se mudaron al APRE o al socialismo y los socialistas se volvieron prósperos empresarios… Mas muchos jóvenes de todas las tendencias elegimos bajarnos “del tren de la historia y quedarnos en el andén de la alegría”, cobijarnos por un anarquismo epicúreo y un nihilismo sibarita de sexo y drogas, de salsa y rock and roll. Entre el humo del cannabis reconocí a la rubia de la gorrita azul, quién me contó que la Mafis estaba casada y residía en México.

Dos décadas después de nuestro último encuentro, volví a tenerla cerca. Ella estaba de vacaciones y coincidí con mi platónico amor juvenil, conversando en un bar con amigos comunes. Mi cabello, ahora largo y oscuro, una barba que parecía imposible en el lampiño rostro adolescente y los lentes, ayudaron a mi anonimato. Distinguí, sin embargo, la misma luz intensa en sus ojos de aceituna madura y disfruté del movimiento armónico de sus labios encarnados. La pasión que ponía al describir sus proyectos, revivieron aquella deliciosa ensoñación adolescente materializada en un carné partidario. Papelito cuyo valor actual es el tener mi nombre escrito por sus manos.

Sunday, September 01, 2013

Las esquinas de mi barrio

El sábado volví al barrio. Caminé lento por la calle que de niño corría para cumplir con los mandados, y con una sonrisa evoqué los días del mundial de Fútbol del 78 en que estrené sobrenombre. Los jóvenes de la esquina, el Tilico, Félix y los hermanos Moreno, bautizaron como Tarantini al pequeño raudo de cabello rizado, en el que vieron un émulo diminuto del defensa de la selección argentina.

Entonces el universo era una cuadrícula con ocho manzanas, cuyos nodos eran la casa, la escuela, el parque frente a ella y las canchas. Los recorridos, que ahora resultan cortos, iban a las tiendas cercanas, las del señor Torres, Don Díaz o de las ancianas señoritas Vinueza; iban al bazar del señor Serrano y a la farmacia Santa Ana, regentada por la madre de Ana Lucía, una de las bellas que comenzaban la adolescencia... El sábado despertaba temprano, con los tíos animando a la expedición al bosque próximo, que a pesar de sacrificarse levantándose a la misma hora de clases, tenía como recompensas el río, los saltos entre las matas, compartir la libertad con el perro y a veces ver saltar un conejo. El domingo empezaba acompañando a los abuelos a la iglesia, y luego de la homilía se sentía tan bien ser consentido por ellos con incontables golosinas.

En esos días, la vida te regalaba un chico de tu edad, generalmente un vecino o compañero de escuela, cómplice de las artes con el trompo y las canicas. El camarada de aventuras con quien se reproducían las historietas de Mark Twain o Kalimán en la vereda, con quien se tenía el aprendizaje colectivo de la bicicleta y el monopatín. Con él, se compartían las expediciones a las profundidades submarinas ubicadas en el patio inferior, o al interior del baúl de mi abuela y a los cajones del escritorio de su padre. El hermano que, cuando estabas enfermo, pasaba todo el día junto a ti compartiendo su colección de carros Matchbox. Aquel con el que se cruzaron los primeros breves puñetazos, sin rencor…

Llegué a la otra esquina, esa en la que de a poco los impúberes nos fuimos concentrando para tomar la posta a los que eligieron crecer, ir a la universidad o al trabajo. Esa orilla que miraba a la parada de bus del colegio femenino, donde las cinco o seis chicas que esperaban su transporte al plantel vespertino, nos compartían su perspectiva del mundo y nos invitaban a un espacio, para nosotros, bastante extraño. Era un entorno de dulzura que contrastaba nuestras bromas soeces y en el que cada uno de nosotros se mostraba fuerte o culto, inteligente o divertido. Allí gozábamos los dulces minutos anteriores a la partida a clases y los posteriores a su regreso y disfrutábamos de ese tiempo poco conocido de pañuelos perfumados, el cual nos atraía sobremanera. Esa esquina, "la parada", una vez que las chicas iban para su casa, acunó noches interminables de risa y guitarra, vio encender nuestros incipientes cigarrillos y cobijó el beso de las primeras novias.

Me apoyé en la pared de la misma esquina donde aprendí a fumar. Entre las bocanadas de humo, recordé el día en que aparecieron ennoviados Silvia la lideresa del colegio y el jefe de nuestra cuadrilla, el Fer, el único que ya pintaba bigote. Ambos, como si fuera posguerra, decidieron que todos debíamos hacer pareja a partir de un ingenuo sorteo. Yo era el más joven y pequeño del grupo, pero los papelillos me favorecieron con la chica más deseada. Esto provocó la protesta de los galanes y Fer decidió una nueva rifa. Esta vez la suerte me favoreció con Mary, pretendida por el segundo al mando, quien miró al jefe suplicante. Entonces Fer dio su veredicto: Adriana, menor para mí con un año y aún con la dulzura y belleza infantiles, sería mi novia. Siempre he agradecido su sabia decisión…

Dejé la esquina con una sonrisa en los labios y dos lagrimitas en las mejillas, y luego de varios pasos llegué a la que fuera mi casa. Estaba convertida en un inmenso local comercial, era otra víctima de los años de crisis, en que la clase media quitó las flores del jardín y en su lugar puso un pequeño negocio que apoye al sueldo precarizado. Entonces miré con atención y vi que toda mi calle se había transformado en una secuencia de imprentas, tiendas, locales de películas piratas y antros de comida chatarra.

Mientras miraba con desdén el afeamiento de mi calle, encontré a Doña Susi que me saludó afectuosa y su cariño me hizo recordar la hermosa esencia barrial. Al frente, en la zapatería del Pino, vi al Mapi, a Homerito y a un chico que no conocía, disfrutar una cerveza. Mientras me acercaba, pensé que es a todos ellos que Rubén Blades les canta. Pues ellos son "los que sobrevivieron..., los que nunca se fueron y no se rindieron".

El reencuentro con el que dejé niño convertido en hombre y con quien fuera joven convertido en anciano fue eufórico. Me sirvieron un trago que bebí lentamente, sintiendo en él, el sabor de los cientos de cervezas bebidas en la misma esquina. Devolví el vaso común al nuevo vecino y éste me preguntó cuándo salí del barrio. Recordé ese día, de hace 20 años en que partí a la Costa, como tantos emigrantes serranos, pero respondí como Aníbal Troilo en su “Nocturno…”: ¿Cuándo?, ¡yo no me he ido! yo siempre estoy llegando… Y cada vez que llego, mi barrio me recibe con una cerveza o un abrazo. 

Thursday, August 01, 2013

Días de becario

Me quedé mirando la cerveza semivacía encerrada en mi mano y no me uní al resto de estudiantes que bailaban animados. En vez de ir por alguna joven y abrazarla al ritmo de la música, me acomodé con modorra en el incómodo taburete del “Ambi”.

Terminaba otro septiembre, los bares bullían de jóvenes de todas nacionalidades, que disfrutaban su experiencia académica en el extranjero. A pesar de que en la vieja Lovaina, el ritmo de farra era imparable hasta julio, era al inicio del año lectivo, cuando el ambiente festivo de la ciudad universitaria mostraba su esplendor. Los estudiantes festejaban la novedad, la libertad, la ausencia de control paterno y el espacio intercultural; los efímeros romances, la posibilidad de emborracharse legalmente y de drogarse con la autoridad haciendo la vista gorda.


Los que conocíamos esa movida, los cancheros, los miembros del “comité de ética”, los becarios con cinco años más que la media estudiantil, sabíamos enfocar la algazara y sacar mejor provecho al barullo. Yo solía tomar a una chica por la cintura, quien al ver al latino exótico que la abraza, le sonríe y se deja llevar. Me acercaba más y la invitaba a seguir mi baile, en el cual mi pierna derecha generando movimientos cadenciosos excitaba su pubis. La seducción se facilitaba gracias a las cervezas que se vaciaban en las gargantas, a los otros cuerpos apretujados y a la música estridente. La bachata, el reggueeatón y algunas movidas de techno que permiten el contacto físico eran el señuelo. Las manos entonces subían por los cuerpos, las lenguas se entrelazaban, las respiraciones se tornaban jadeantes…

Esa noche de septiembre, a pocos pasos del tumulto, me pregunté si de verdad quería terminar con alguna chica en mi cama. Saber si en verdad quería gozar de otra noche como las que, varias veces por semana, había tenido desde hace cuatro años. Noches que terminaban, o más bien madrugadas que comenzaban yendo con alguna muchacha hacia su piso o al silencio cómplice de la casa de sus padres. Al sexo incómodo en su auto, o a la cópula en los parques y en el bosque, si era verano. En el primer callejón, las manos y los labios no podían esperar y tocaban los pechos; se colaban debajo de la falda, antes de la llegada temblorosa a una residencia estudiantil privada o a un humilde kot, como mi cuarto, destinado a los belgas más pobres y a los becarios.
Sonsacando una respuesta a mi yo más profundo y paladeando la segunda Duvel, recordé algunas noches agridulces. Aquella con una silente limburguesa, que insistió en apagar la luz para no verla desnuda y una vez a oscuras se lanzó a cabalgarme con fruición. Esa fría noche de carnaval en Aalst cuando una treintañera, antes disfrazada de vaca, se limitó a abrir las piernas y se mantuvo casi estática durante todo el acto; dejando escapar gemidos (o mugidos) entre los dientes apretados, obedeciendo sumisa mis más extraños deseos. La tarde posterior a un concierto de guitarra flamenca y Jack Daniels, en Amberes, cuando Zita se admiró de mis ganas de cogerla por quinta ocasión. En mi pueblo, mis dos únicos novios, me dijo, lo hacían solo una vez y luego se dormían.
Mas Jack Daniels, solidario en Amberes, no lo fue en Lovaina en un amanecer de junio. Esther y yo, volando en marihuana, casi salíamos del bar, cuando el viejo Jack me guiñó un ojo y accedí. En mi kot, luego de un agradecido cunnilingus, Esther quiso colocar el preservativo, pero éste bajó mi erección. Lo quité de un solo golpe, pero Esther me dijo que sin ello nada, pues además tenía novio en España. Traté, en vano, de convencerla, pero su excitación me permitió penetrarla durante varios segundos antes de que me retirase con violencia, insistiendo en poner el condón, el cual otra vez me puso flácido. Cuando el sol entraba por la ventana, entre risas de THC, comenzamos con el sexo oral mutuo hasta quedarnos dormidos por tres horas antes de correr a clases.
La alegría que provoca acabar con la segunda Duvel, me hizo recordar a Rafaella, quien luego de nuestro primer polvo, tomó por costumbre visitarme lunes y miércoles, después del gimnasio. Fornicábamos a las mil maravillas, hasta ese día en que introduje mis dedos en su sexo y sentí algo como un alambre. El imprevisto contacto metálico puso en mi cabeza, imágenes de nobles guillotinados por la revolución francesa. Ella era siciliana, imaginé complicados artilugios mafiosos y saqué los dedos de inmediato el mismo momento en que ella me pidió jadeante que entrara. Misión imposible, pues “ciccio”, como ella lo llamaba, se había encogido. Rafaella paró de besarme, me miró ansiosa y me preguntó directamente que pasaba. Le conté la historia del alambre interior y mis temores de corte. Me tranquilizó diciendo que debido a la cotidianidad sexual, decidió ponerse un DIU. Ciccio resucitó, y retozamos con deleite.

Pedí una tercera Duvel y con cada sorbo corto que daba, vinieron como en video escenas de los encuentros con mi devota amante griega y su ritual posterior donde besaba mis pies y manos; mi alegre gigante senegalesa con su precioso y enorme culo azabache; mi sublime y complaciente vietnamita que nunca más quiso follar a sus paisanos; mi hermosa turca que debía llegar vaginalmente virgen al matrimonio; mi brasilera que en el orgasmo susurraba meu pipio de mel; o mi fuerte y atlética estonia, con quien las noches eran un casi un combate...

Revivir esta película particular, me sacó una sonrisa, hasta que divisé a una pelirroja alta que sollozaba en un rincón, consolada por sus amigas. Lloraba por penas de amor y vi en sus lágrimas aquellas que yo mismo provoqué y que mi madre premió con dos sonoras cachetadas. Esas relaciones dobles o triples, donde ellas dieron el corazón a un tipo que solo quería un acueste. Días de engaños, en los que el espejo reflejaba a un ser repugnante y que me granjearon toneladas de desprecio. 

De entre mis estupideces, quizás mi historia con Jo, o lo que perdí por ella, es la que mayor remordimientos me provoca. Jo, aunque delgada y mediana, era una clásica belleza holandesa en rostro, cabellos y ojos. La encontré en la sala de mi residencia, esperando a mi vecina Claire. Jo, a pesar de ser rica, era asidua visitante de nuestra humilde casa de Lierstraat y para cuando llegó Claire, habíamos intercambiado emails y números telefónicos. Esa misma noche nos contamos la vida en cinco horas de chat y en la siguiente sesión, dio inicio el galimatías que fuera nuestra relación. Jo halagó mi cabello y dijo que mi hijo sería hermoso; yo dije que si éste tuviera sus ojos lo sería aún más. Solo creí devolver un cumplido, mas su cultura no acepta esas palabras, y gracias a ellas entré en el imaginario de Jo, como su príncipe azul. Dos horas después, copulaba con mi hermosa frisia y ella con el imaginado padre de su futuro hijo… Fue la primera de varias noches románticas en cuyos días recibía en el celular, constantes mensajes amorosos que al inicio me hacían sentír bien pero luego me sofocaron.

Las cosas iban bien para Jo, el mujeriego y sus otras amantes, hasta que una antigua huésped de Lierstraat, regresó de su semestre en Sevilla. La empatía con Griet fue instantánea, el aire  español que traía, facilitó su ingreso al básico universo latino de merengue, tequila y mojitos. Vinieron después, las películas argentinas, las clases de salsa en el bar cubano y los paseos al lago, donde nos poníamos el bloqueador mutuamente. 

Una mañana cuando Griet entró a la lavandería, el Casanova sintió en el corazón una flecha punzante, había caído en las garras de Cupido. Mientras ella sacaba la ropa de las máquinas, el tenorio se lo hizo saber de la manera más pendeja: Esteee, creo que estoy enamorado de ti…, le dijo; teniendo por respuesta un rubor, una sonrisa, un besito en los labios, como chasquido de pétalos, y una rauda carrera nerviosa que le dejaron solo, estúpido y feliz en medio del olor a detergente. 

Mas luego ardió Roma. Griet convocó a las féminas de Lierstraat para contarles que sus sentimientos eran compartidos, que el ecuatoriano por fin venció la timidez, que ahora podría besarlo en medio del lago y que con el tiempo quizás buscaría un kot doble… Elke, Nele y Marijke la felicitaron, mas no Claire, la amiga de Jo… 

Griet me despreció con todas sus fuerzas, las chicas de la casa me quitaron el saludo y después, buenos compatriotas solidarios, lo hicieron los chicos. Supe que Jo vino una mañana y en los brazos de Griet lloró deconsolada. Las nuevas amigas se solidarizaron mutuamente y diseñaron un plan para darme una muerte cruel. Yo busqué a Griet como un gato hambriento, averigüé sus horarios para hacer encuentros casuales. Le rogué escucharme, le pedí perdón sin que apenas me mirase, le mandé flores que arrojó sobre la lavadora… Ella me escupía su odio y para castigarme aún más, se marchó por un mes a Ecuador. Jo, entonces, me pidió que al menos sea su fuck partner, a lo que me negué con dignidad.

En el bar, conmemoré a Griet mirando las burbujas que ascienden y forman la espuma cervecera y quise estrellar el vaso en mi frente, como pensaría tantas otras veces, al beber en su nombre. Soporté el desprecio de Griet por dos años, hasta que pude salir de Lierstraat. Dos años de sentirme ignorado, sintiendo sus mudas ganas de arrancarme los ojos al verme entrar con otras chicas, dos años dándome celos con supuestos novios inexistentes. En el pueblo chico me la cruzo con frecuencia y veo como el paso del tiempo la pone cada vez más hermosa. Lo cual me atormenta.
Koen, el mesero del “Ambi”, me preguntó si estaba bien y levanté la cabeza. La pelirroja del rincón se había incorporado y esbozaba leves sonrisas ante el beneplácito de sus amigas. La cerveza estaba caliente y la terminé de un solo trago. Me sumí en mis últimos despertares en Liestraat y en los que tuve en mis siguientes residencias estudiantiles: Camilo Torres, Slachthuislaan o Sint Katarina. Me hundí en esas mañanas jodidas en las que ellas se levantaban agitadas, se vestían con premura y salían de mi kot con un portazo. Unas duchándose brevemente y arrojando la toalla sobre el computador, otras abriendo la refrigeradora y preparando un laxo desayuno, aquellas maquilándose con parsimonia; sin ni siquiera mirar al tipo que en el altillo aún padecía la mala noche, la resaca y el cansancio de la liturgia primigenia. Rara vez me dejaron un beso de despedida, una sonrisa, o un adiós cariñoso. Sin embargo, días después recibía sus llamadas para invitarme a cenar, para ver un documental africano o  para tomar una copa. Para repetir la rutina. 

En la ausencia femenina, abría los ojos y miraba el techo. Estaba desnudo, sucio, cansado, con el cargo de conciencia de haber faltado a algún curso importante o consciente de los abundantes trabajos académicos inconclusos. No pocas veces con la cabeza deshidratada a punto de estallar, lista para ponerla dentro del congelador o del horno, mientras el reloj me contaba que ya eran las once y el cielo gris, atrás de la ventana, insinuaba que podrían ser las seis. Entraba a la ducha y repetía como una cábala “post coitum omne animal triste est” y perdía largos minutos bajo el agua, pensando ya no en el cuerpo precioso de la noche anterior, ni celebrando el hábil truco seductor, sino convenciéndome de que solo era un artefacto de follar, que no merecía ser amado. La tristeza era poca si la invitada tenía una horrible vida sexual con su pareja de años, pues sentía haber hecho una buena obra. Pero el abatimiento era grande, si la dama nocturna me juraba que amaba a su novio desde la adolescencia, al que conoce de toda la vida y con quien están comprando una casa.


Entonces pedí la cuarta Duvel y mirando la espuma, similar a la de la lavadora, me imaginé con Griet en busca de una vieja casa. Aquellas que los bancos permiten adquirir a las parejas jóvenes con sueldos medios y cuyas reparaciones destruyen el fin de semana de los tórtolos. Esa imposible imagen con Griet me devastó. Mirando el vaso de letras doradas me pregunté qué mierda hacía en ese bar de estudiantes bailarines, cuando yo solo quería un amigo, como el Chamo o Caballo con quien beber y reír copiosamente; como Yaku o Miguel para beber y llorar nuestras mutas desventuras.
Un empujón que casi me bota del taburete me volvió a la realidad y divisé a la antes llorosa pelirroja sorbiendo un cubata y animando a sus amigas que bailaban. No sé qué fuerza suprema me colocó junto a ella. De pronto mi brazo estaba asiendo su cintura y al ritmo de la bachata, resbaló su suave cabello rojo en mi pecho. Mi muslo se adecuaba al húmedo calor que brotaba de mi pareja de baile. Los recuerdos de despertares grises y la culpa cristiana desaparecieron. Luego de dos tonadas más y unos cuantos kilómetros, ambos ex tristes estábamos en Bruselas, creando el placer elemental.

Amanecía, la dueña de la cama dormía entre mis brazos y yo pensaba en las imágenes y memorias. Quizás salté del taburete impulsado por mi inconsciente que no quería dejarme caer en resaca depresiva; tal vez fue mi naturaleza y su animalidad testaruda la que me empujaron a bailar; o buscar un nuevo inicio, donde sería bueno, fiel y expiaría mis culpas... 
Mi amiga Isabelle dice que cuatro Duvels provocan en mi un efecto químico-mágico, haciendo que mi cuerpo despida las mejores hormonas. Funcionando como una poción que me transforma en un ente atractivo a las féminas. Entonces, según Isabelle, cuando ellas me huelen, su propia bestia despierta y pueden ver grabada en mi frente, la palabra SEXO.

Sunday, June 30, 2013

Chau


a PEV y SGB


Tres gaviotas avanzan sobre una ola mediana que crece velozmente. Cuando la tengo a tiro y me dispongo a tomarla, viene el déjà vu. 

Una vez en el vientre marino y mientras me dejo llevar, localizo la situación similar. Fue veinte años atrás, pero esa vez en la playa no me esperaba mi hijo, sino el Chau.

Entonces abro más los ojos en el agua salada y puedo ver sus ojos vivaces y su sonrisa torcida luego de una broma cínica o una vacilada inocente. Mientras la ola me va sacando a la orilla aparecen uno a uno los otros: el Mac y luego el Markito, el Viejo Lenny y el Negro, aparecen la Nila, Andrea, Babs... Puedo ver a cada miembro de la pequeña bandita que recorría las noches hace 20 años o que partía sin rumbo en el Land Rover los sábados por la mañana. El Chau al volante, Mac y yo a su lado sorteando el rumbo, sur o norte, este u oeste. Las cervezas, la yerba y las sonrisas que venían desde atrás, mientras nos alejábamos en la carretera. La voz de cualquiera de ellos, que en medio del arrebato psicotrópico, sugería parar en algún punto del camino, generalmente la vera de un río o un bosque pequeño.

La arena se ensarta en mi cabello y mi rodilla roza una piedra que me vuelve a la realidad, súbitamente, mientras me incorporo en la playa, vuelvo a esa tarde de invierno en la que subimos en parejas la montaña, Cata Michele abrazando al Chau como un oso de peluche y la Virgi Hunt aprentando mi mano. Otra vez siento la felicidad absoluta que en cómplices miradas compartimos esa tarde con el Chau, la montaña preciosa y las dos bellas jóvenes que conociéramos la noche anterior brindándonos algo que sabe a intenso amor fugaz.

El Chau aún no existía, hasta que Patricio regresó desde una Alemania Democrática que se desmoronaba, con un diploma en marxismo leninismo bajo el brazo. En el chupe de bienvenida del partido, algún bromista lo identificó con Ceaucesco, el dictador rumano que acababa de caer, y por economía de lenguaje nació el Chau. Nos hicimos amigos en un chifa y desde ahí compartimos mil farras, pipas, botellas colectivas, la algazara y la hermandad. Lo recuerdo dramatizando en media fiesta algún capítulo del Quijote que terminaba en aplausos o desarrollando conmigo y con el Mac algún “cadáver exquisito”.

Me he sentado en la arena y sigo mirando la línea de espuma que se forma a lo lejos. Quisiera que a fuerza de mirar esa espuma, brote otra vez el amigo al que no veo desde hace casi dos décadas. Evoco los días previos a su viaje a Suiza, me veo con el Mac y con Markito leyendo sus pocas cartas y el último encuentro el día de mi cumpleaños. Esa tarde pedí a mi madre ver al querido huérfano como a su hijo, que abrazara al chico temeroso que nos contaba sus angustiosos días en Géneve, su fuga del avión en Venezuela y el electro shock…

Un pelícano se lanza en picada y taldaran mi cabeza, como tantas veces el pedido del Chau para ayudarle a fugarse y sus últimas llamadas telefónicas desde una ciudad lejana, donde lo puso su padre. En estas yo le contaba de cada uno de “los angelitos” y él sus planes de ponerse una tienda y sus sueños para su hija Eva que cumplió su primer año el mismo día que el Chau ajustó sus 27. Sus palabras de desasosiego, de derrota…. “No soy el mismo…, Alexito, estoy acabado…” Mis palabras de ánimo. El silencio en el auricular...

Lo imagino en su teatralidad nihilista entrando en la catedral a medio día, persignándose y descerrajándose un tiro en la boca, ese sábado 25 de junio del 95. Irónicamente el mismo día en que mi novia luego del adiós, subía al avión con mi hijo en su vientre.

El resto de una ola me acaricia los pies y acaricio a mi vez, la falta que me hace el Chau y le puteo en silencio. Ahora tendría 45 y estaríamos riéndonos de los locos días de tragos y grifa. Nombraríamos a las amadas eventuales y a las que nos dieron de patadas y organizaríamos la farra con “los angelitos”. Acaricio esa sensación de vacío que nos suele invadir al Mac y a mí cuando luego de varios tragos, se nos cola el Chau en la conversación y nos abre la puerta a un agujero negro al que ambos caemos y que culmina en un abrazo lacrimoso con el fantasma en la mitad.

Los pasos de mi hijo en la arena mojada me sacan del trance. Miro sus ojos cafés claros, similares a los del Chau y me autoconsuelo diciendo que el viejo hermano que ya no soportaba este mundo, tuvo que irse para volver renovado, dentro la dulzura de mi hijo que me da su mano para levantarme y me invita a caminar.



foto: Negro, Nila, Chau, Nirmala, dos guapitas, Fabricio, Ana, atrás de la cámara Mac y yo, tomada por Mac, dic 93