Thursday, October 14, 2010

Historia de una sastre andino y algunos días con él
Él nació cuando aún vivía su abuela. Poco antes de que ella falleciera, él asistía al colegio, leía novelas de la literatura universal y transcurría sus días soñando en las aventuras de sus héroes homéricos. La muerte de la abuela trajo la debacle. Las comodidades fueron usurpadas, y la pobreza llegó hasta el hogar de cinco hermanos, trayendo consigo problemas legales que llevaron a su padre a un estado de apatía nerviosa.

Él, otrora consentido y elegante adolescente tuvo que abandonar los estudios y siendo el hijo mayor, trabajar para apoyar económicamente a la familia. Sus delicados pies tuvieron que acostumbrarse a pisar día tras día el frío barro que luego se convertiría en ladrillos. A veces era acusado de negligente, por preferir quedarse en un rincón leyendo las historias de Odiseo y del gran caballo de madera, mientras sus hermanos ayudaban a la madre en las tareas para hacer productivas las pequeñas parcelas que no les fueron arrebatadas.

Un día el muchacho se negó a comer la cena modesta y el padre, en uno de sus accesos de furia cada vez más comunes, le recordó que el peor pecado es la soberbia. Por sobrebio, le dijo, Luzbel se hizo Lucifer. El resto de la lección de catecismo la recibió pendiendo de una soga. Su padre le ató ambas manos, lanzó el otro extemo de la cuerda por encima de una viga y lo izó. Varios fueron los latigazos, que ni siquiera la madre trató de parar, pues también ella sabía que la soberbia es el más terrible pecado capital.

Cuando las heridas sanaron y la humillación empezó a desvanecerse, consideró probar suerte lejos del pueblo andino. Motivado por replicar en pequeña escala las hazañas de sus héroes griegos y aspirando mejores ingresos, partió hacia la Costa, como uno más de los millares de coterráneos que probaban suerte en las latitudes tropicales. A sus escasos 16, empezó como zafrero en un ingenio de azúcar, escanció el aguardiente, encendió sus primero cigarrillos y conoció la caricia de las hermosas montubias. Recuerdo una foto suya en la cual él está en primer plano, en abrazo fraterno con dos compañeros de trabajo, luciendo una sonrisa de borrachera inocente. A las espaldas del trío, se ve el cerro de leña que moverá la maquinaria azucarera.

Aprendió los fundamentos del inglés como estivador en el puerto, en una construcción aprendió las bases de la electricidad y como ayudante de camionero, descubrió los principios de la mecánica automotriz. Cuando comenzó a desempeñarse como camionero le sorprendió el servicio militar obligatorio. En la conscripción, sus habilidades intelectuales y manuales le hicieron destacarse, destrezas que junto a sus ojos claros y su cabello castaño, le trajeron desde los mando superiores problemas y prebendas. Su belleza y talento enamoraron también a las adineradas muchachas del lugar, quiénes lo preferían desde la atávica percepción racista. Sin embargo, él nunca logró formalizar un noviazgo, sea por su carácter aventurero, por su orgullo o por ser conciente de su inferioridad económica. Si te casas con una adinerada, terminas siendo esclavo de su familia, me decía.

Diez años después regresó al hogar, ahora instalado en una modesta casa, de una modesta ciudad conservadora. Rápidamente aprendió el oficio de su padre, la sastrería. Desde esa sastrería parten los primeros recuerdos que de él tengo. Todavía puedo verme sentado en un rincón de la larga mesa de corte y planchado, junto a rollos de casimir y paquetes de esponja para las hombreras. Puedo verme jugando con centenas de grandes botones coloridos. Desde "mi lugar de trabajo", lo veía sentarse desde temprano a la invencible Husqvarna y coser mangas, bastas, y pecheras. Podía verlo, antes del almuerzo, dibujar con la tiza sobre la tela y anotar las cifras que su padre le dictaba mientras tomaba medidas a un cliente, verlo lanzar al viento la ceniza de la plancha de carbón del mismo color de la tarde que caía. Desde el rincón de aquella mesa, también lo veía enfundarse en su gabán azul oscuro y partir hacia sus amigos al nacer la noche.

Al día siguiente, mientras yo comía una papilla de plátano con limón, por él preparada, escuchaba sus aventuras de la noche anterior, sus visitas a Susana Cordovez, las salidas al cine con la señorita Gladys, las partidas de naipes con los hermanos Gavilánez.

Un día puso en mi mano un lápiz y la guío hasta dibujar unos palitos y poco después el me enseñó a leer y hacer las manuscritas con una cartilla verde para alfabetizar adultos. Al terminar una plana, me relataba la llegada de los gringos a la luna, el ascenso al poder de Gerald Ford, el tipo adusto del afiche que cubría las fallas de la pared, o describía las travesuras de los hijos de Zeus y su afición por engullir ajos crudos.

Alguna vez me mostró el mundo interior de su vieja cámara Agfa, inutilizada por los militares al detenerlo en la toma de tierras de unos campesinos y muchas veces vi su colección de monedas, ordenada con un criterio que solo él sabía. Me emocionaba verlo llegar con nuevos libros o revistas, pues eso implicaba una nueva aventura: estudiar juntos los ilustrados manuales de inglés, salir al patio a poner en práctica los cursos de kárate o descifrar las claves que posibilitarían reparar la radio cuando ella decidía quedarse en silencio.

Abrir la radio era un instante mágico, mirar los tubitos de todos los tamaños inmovilizados por sueldas, y ver al cautín unir los cables de colores.Luego de operar el vientre plateado del bicho, colocábamos en su interior un cuarteto de pilas gruesas que estaban tomando el sol y los dos sonreíamos ante las primeras voces. Entonces la sastería se iluminaba con los ritmos de Elvis Presley, Enrique Guzmán o Alberto Vázquez, o se llenaba de solemnidad con tangos agridulces que le ponían a coser silencioso telas interminables o que le hacían detener a su hermana menor para ensayar con ella algunos pasos.Desde mi rincón siempre lo miraba fascinado.

Los domingos, gozábamos los partidos de la Liga de Quito. Gracias al relato elegante de Rodríguez Coll, yo imaginaba el salto de Walter Maesso hacia la lejana esquina desviando un gol casi cantado. Una de esas mañanas, le vi cortando un pequeño trozo de satín rojo que cosió en la espalda de mi camiseta blanca. Me vistió con ésta y con una pantaloneta del mismo color y tomado de su mano ingresé por primera vez a un estadio. La felicidad hacía cabriolas en mi pecho cuando vi salir de los camerinos a Polo Carrera, el terror de las redes contrarias.

Por su parte, él estaba orgulloso de tenerme a su lado, con el número nueve cosido a la espalda, era su rubio y diminuto émulo del goleador nacional.