Wednesday, January 12, 2022

El Orejón

Desde el bus, gracias al tráfico que nos pone a ambos a la misma velocidad, voy junto a él por algunos metros. Camina encorvado y tose, está muy delgado y aparenta muchos más años de los que tiene. No lo he visto en meses, quizás un año, pero reconozco a lo lejos su larga cabellera gris. Baja, con el infinito cigarrillo temblando en su mano derecha, por una de esas ligeras cuestas que reducen su pendiente a medida que se acercan a la Avenida Seis de Diciembre. Pronto ingresará a la Mariscal, el barrio en donde transcurrió buena parte de su vida. Era imposible, años antes, verlo caminar a las dos de la tarde. Durante décadas fue uno de los reyes de la noche. Él y el mostrador de su local parecían cosidos, por lo que verlo en la calle temprano casi no ocurría. En esas raras ocasiones iba con su hijo o con su esposa y se dirigía con ágiles pasitos cortos, como su estatura, hacia su local. Levantaba la puerta metálica, encendía las luces y crecía dos palmos. Sus dedos en el interruptor y luego en el volumen del equipo de sonido, iniciaban la jornada de fiesta que poco a poco iluminaba toda la calle García. Esa era su cotidianidad antes de la noticia que en mayor o menor medida nos sorprendió a todos.

Antes de aquel anuncio, el Fer, era apreciado por muchos, le llamaban por su diminutivo, le daban palmadas, le saludaban con reverencia. Era un cariño sincero al pana esmirriado y tranquilo, aprecio que no pedía a cambio ni un un gratuito cubata aguado o un lark, pero que venían. Era respeto al tipo que se las había jugado por la militancia, a su consecuencia de estar 40 años en las filas de la izquierda. La admiración al inclaudicable que chupó cana y tortura. Atrás de la barra de su local, con su mirada de basset hound, recibía a medio mundo. Su timbre de voz, con ligero frenillo, acogía amable a los que vistaban su bailadero de salsa, abierto desde el miércoles a las siete de la noche. El local, era en sus inicios, una ratonera donde se daba cita el más diverso zoo de artistas, militantes, fumones, intelectuales y bohemios de la clase media baja. Los nuevos socialdemócratas, los cerebritos de universidad privada, los asesores de congreso o la gauche caviar, preferían ese antro amplio, iluminado, y repleto de divos de la calle Veintimilla.

Desde el paso de caracol de mi Colón Camal, lo miro cruzar la Juan León Mera, con su negro chaleco impermeable y el pantalón una talla más grande y recuerdo mis diversas etapas vividas en su antro. Las mejores noches de fiesta, las sonrisas de las más guapas y hasta aquella corta jornada de puñetes que viviera a pocos metros de su puerta. Recuerdo al Negro Álava, atornillado a la puerta pidiendo pagar el cover, con sus ojos cansados y su amabilidad introvertida, dejándonos entrar gratis a los más wambras. El sol hace doble reflejo en las ventanas de los edificios y en el cristal de mi asiento y me obliga a cerrar los ojos. Me veo en mis diecinueve ensayando unos básicos pasos de salsa con las bellas militantes del FADI, que sin sectarismo me regalaron mis primeras noches de pasión. Me escucho a mis veintitrés, canchero y guapo, saludar como delantero de primera categoría a mis amigos, a los camaradas más viejos del partido y hasta algún profesor de la U. Me cotemplo en esos segundos, noche tras noche, con la rizada cabellera suelta, arribando a la pista para sacar a bailar a la gringa más bonita… y estoy otra vez al final de mis veintes, saliendo del antro a la casa de alguna bella, generalmente mayor, o en las frías madrugadas caminado con la pandilla chica: Ramiro y Gonzalo, a comprar en la Cordero más trago y marihuana. 

Me piden el pasaje y luego asoma alguna memorable chupa previa a mi ida del país y luego el día en que ya entrados en mis 40, el Gato nos suelta la noticia bomba en la improvisada reunión de ex miliantes.

“¡No jodas, chucha!. Yo siempre lo sospeché. ¡Ni parecía! ¡No ha de ser! ¡Que caremazo! ¡Ni más donde ese hijueputa!” dejamos caer como ráfaga. El que fuera rumor, pronto salió en el periódico y con esa noticia, su local, otrora repleto fue vaciándose. Hasta apareció en una de sus paredes una grosería pintada. En el círculo de mi trabajo, en el barrio, en el equipo del fútbol de los martes, se comentaba el asunto. Yo era parte de los que no lo podía creer, de los que cientos de veces, comencé o terminé la noche conversando de política con el Fer en la barra. Con ese barman quien a mediados de los 80, se entregó a las autoridades con sus compañeros luego del secuestro de Echeverría. El que participó en uno de los primeros operativos brutales de la izquierda radical a fines de los 70. El que arengó un mitin bolivariano alfarista, en el 2008, y que precedió a una incursión del ejército del país vecino, donde murieron varios chicos mexicanos. 

En el periódico le llamaban El Orejón.

Poco antes de mi regreso al país se publicaron los resultados de la Comisión del Verdad y casi un año después, yo leía su versión pdf, en el silencio nocturno de mi oficina, paradójicamente ubicada a dos calles del antro del Orejón. Los archivos detallaban el modus operandi de la policía y sus agentes durante los años de nuestra propia guerra sucia. Entre ellos estaba él. Aparecía en el texto con sus dos nombres y sus dos apellidos, con sus alias: Orejón, Agente 098. No cabía duda, era el Fer. Era el informante, el tira... Y parece que si bien en los 70’s fue un radical convencido, en los 80, una policía nacional, ya adiestrada por sus pares españoles y por mercenarios israelitas, lo vio útil e inició con él una dinámica macabra, pero efectiva para los fines institucionales.

Luego de caer preso y las torturas de rigor, se encargaron de reducirlo al nivel de guiñapo. La práctica común de entonces, pero que con el Orejón tuvo su variante. Una vez excarcelado, lo detuvieron otra vez, sin que medie delito alguno y fue nuevamente torturado, le hicieron ver que estaba a merced de sus captores y que no habría sistema judicial que pueda impedirles atraparle y vejarle cuando ellos quisieran. De a poco le hicieron interiorizar que eran omnipotentes. Lo soltaban y semanas después lo detenían otra vez, continuando con el ritual, hasta que un agente le dijo con tono amable que podía evitarse aquello si colaboraba… Un aviso sobre una bomba panfletaria y a cambio, varias semanas de tranquilidad. Una delación más importante, hasta le traía una pequeña suma de dinero. Era el inicio de un círculo vicioso, que se prolongó por décadas, el comienzo de un trabajo de obra cierta, sin horarios. Su inserción en una categoría deleznable de la cual ya no saldría jamás.

Cierro el archivo, y decenas de preguntas zumban como moscas color caqui. Muchas son lógicas, otras cínicas. ¿Con el tiempo, le cogió gustito a la huevada, o siempre estuvo reticente en actitud esquizoide? ¿El Orejón fue ascendido y se hizo instructor de delatores?  ¿Solo era llamado para ciertos objetivos y tuvo períodos en que sus servicios no se solicitaban? ¿Su jefe fue el mismo; un amo “mentor” eterno o habia ritual de cambio de mando? ¿Gozó de vacaciones pagadas?...

Camino por la calle Colón hacia el occidente y el frío de la noche trata de poner en orden mis ideas. ¿Quién soy yo para juzgarlo, por débil? me digo. ¿Puedo señalarle con el dedo, yo, qué por suerte nunca fui torturado en cana? Sigo caminando. Debió irse del país, el cabrón…  debió denunciar a los DDHH.  No tengo respuestas lógicas a lo que éticamente el Orejón debió hacer. La cagó, cagó a mucha gente… Es un hijupeuta… concluyo. Y las moscas de color caqui visten ahora toga y tienen una balanza en las manos. Enciendo un cigarrillo y mientras una putita colombiana de la Calle Versalles, me guiña un ojo, despacho hacia mi freudiano Super yo a mi juez. No iré más a su antro. Ni mierdas... Y sin embargo, luego de unas bielas con los panas, vemos al Orejón en la puerta que nos saluda con su sonrisa de prótesis dental y sus ojos hush puppy,  y por los viejos tiempos, por la picadera alchólica, nos tomamos un whiskie en una mesa del rincón. Esa fue la última vez que vi al Fer, al Orejón, y aunque a veces se me hace que cruza la 12 de Octubre con sus pasos cortitos, caigo en cuenta luego que son solo sus genes reflejados en un muchacho que se le parece bastante.

Pasan los años  y  la vida me pone, medio ebrio, en la calle García. Esta vez abandonada y lúgubre, incluso vacía de pushers y de putas. Se ve que el antro está cerrado desde hace mucho y no ha sido reemplazado ni por cervecería, ni por comedero, ni por chongo. Al pasar frente a la puerta metálica oxidada, se coloca en mi cabeza, el “Oriente” de Henry Fiol, y como nadie me ve, ensayo el “pasito de la baldosa”, recordando a los panas con los que bebí aguardiente, muchos ya fallecidos de cáncer al pulmón o cirrosis. “Yo me voy a morir… caramba me voy a matar…” canto. Evoco las cumbias con las amantes eventuales, los sones cubanos con los vaciles de trago y el merengue con las que no pudieron ser. “Mira negra, me voy a morir, cosa buena me voy a matar...”. Y miro emerger de la noche a los conocidos que me pedían a la madrugada un dólar para un teque de bazuco. A los habitués como la Bestia Quiñónez, alma bendida, tan grotesco y aterrador, como gentil, chocando el vaso de whisky y haciendo sonar sus cadenas de oro. Al Chacachaca, hijo de un empresario que festejaba todas las canciones con su pandereta, al Coloris, que nos daba tragos gratis en el Arribar, a la Suquita Edelmira que te entregaba su amor a cambio de una noche de pases…  “Oriente si yo pudiera, cantarte como deseo…"

El Orejón murió hace algunos años, dicen que tísico y solo, pero en su casa. Al final, ni él, ni su obra, le importaron a nadie. Muchos de los que sobrevivieron a las denuncias del Orejón, detentaban puestos en el gobierno de un caudillo, quien también mató la esencia de esa izquierda a la que El Orejón entregó. Por ese mismo tiempo murió la Mariscal como zona de farra, entre la pelea de mafias, la inseguridad y la apertura de una nueva zona de diversión. Con la bachata y el reguetón también murió en mi ciudad la Salsa. ¿Para qué chuchas sirve salir en la noche, a una ciudad huérfana de bailaderos de salsa?  "Un pajarito herido, abandonado en el mundo, con desespero profundo vuela buscando su nido... " Pero sobre todo son las canas de cabeza y barba, las que me hacen caer en cuenta que también murieron mis ganas de buscar antros nocturnos, sean o no sean regentados por tiras.