Friday, September 14, 2012

Bella


A R.W. y P.L.

Desde niña sorprendió al pueblo con su rostro de clásico angelito de estampa. En su primer día de clases, todos los que se dieron cita quedaron fascinados por ella, quien sin quererlo nos opacó al resto de chiquillos. Fue la favorita del plantel y por ello escogida para representarnos en los eventos parroquianos, donde su belleza adquirió fama hasta en los pueblos vecinos.

En el secundario, todos los chicos nos hacíamos notar y buscábamos halagarla. El hábil manejo del trompo e ingenuas demostraciones de virilidad o ingenio eran premiadas con su sonrisa perfecta, ese incompleto regalo para nuestro corazón. Ella recibía las flores, chocolates y cartitas perfumadas con la sonrisa tímida y las mejillas en rubor, y cuando las primeras declaraciones de amor se dejaron escuchar, fueron cortésmente rechazadas con una expresión de tristeza. A sus trece años, no quería un novio, sino cruzar cada vez más rauda la piscina o recorrer durante horas los sembríos de remolacha, montada en su yegua Zita.

Mas la biología hizo que el año siguiente, sienta atracción por el capitán del equipo de fútbol y por el abanderado del colegio, por el macarra del barrio y por el riquillo del pueblo. Pero los inocentes defectos de los chicos la sumían en la indecisión y terminó el colegio soñando, según  supe después, en ese bello, inteligente e irreal, buen príncipe azul al que entregaría su amor.

Mi pueblo quedó menos iluminado cuando ella se fue a la ciudad con todos los que querían ser universitarios, y allí tomó consciencia del poder de su belleza. Aceptó regalos e invitaciones que costaban mucho más que una caja de bombones, a cambio de vanas esperanzas y comenzó a usar de diversas formas a su enjambre de pretendientes. Uno le realizaba la tarea y el otro le apoyaba con la mudanza, ese le conseguía un buen trabajo de medio tiempo y aquel le brindaba divertidos fines de semana... Con uno de estos, expulsado con delicadeza de su cama a la mañana siguiente, experimentó la sexualidad a plenitud en una noche con demasiadas cervezas y descubrió que ese disfrute podía curar los invernales días de carencia afectiva o ser un valioso premio dado a alguno de sus vasallos que lo mereciera.

Bella, me dijo que no sabía del amor, pero se dejaba llevar por las olas de la superficialidad de su mundo profesional, y se remontaba de vez en cuando en los cielos de su sexualidad hasta aquel día frente al espejo. Cuando el cristal le mostró una pata de gallo y un par de canas, ella se puso a soñar en una casa de playa y en un hombre a su lado. Fue a por ello con su determinación característica, pero los mediocres huyeron ante su cultura; los ególatras, ante la hermosura intimidante; los machistas, ante su don de mando, y raspando la cáscara de varios falsarios, los fue rechazando también a ellos. Un poco agobiada, dio un giro etáreo a su séquito y en sus magníficos treinta y tantos se rodeó de jovencitos de veinte y pocos. Decidió comenzar, con uno de ellos algo parecido al amor, y éste brilló entre ambos, pero la volatilidad del muchacho entró en contradicción con su deseo de decantar. Luego escogió a otro, quién cansado de su inconsciente prepotencia, la dejó. Otros fueron abandonados por pasarse de tontos.

Ella me contó todo esto, cuando la volví a ver después de dos décadas. Esperaba el tren de pie, con su mirada azul dirigida al paralelo nacimiento de las rieles, cuando la saludé. Me clavó sus ojos con petulancia, pero quizás recordando los días del colegio, les dio una expresión afectuosa. Me atreví a invitarle a una copa y ella dejó brotar una sonrisa que decía “¿Por qué no?, si al final en este domingo gris tampoco pasa nada en la gran ciudad”.

Fuimos al bar de la estación, el que años atrás permitía a los muchachos del pueblo deleitarnos con su figura al galope, y nos acomodamos detrás de dos inmensas cervezas negras. Interrumpidos por el ruido de una joven generación que nunca supo de su proverbial hermosura, nos contamos la vida, como quién reparte un mazo de cartas.

Los trenes dominicales para la ciudad, vienen cada hora, y cuando llegó el siguiente quise levantarme para acompañarla, pero ella pidió otra cerveza. Te contaré acerca de mi pobre vida rica, me dijo, y comenzó a relatar sus logros profesionales y su fascinación por Singapur. Mientras describía su amplio departamento en la zona del Sablon, a su gato Alexis y a varios de sus amantes, pidió más cerveza. La mirada se le tornó evasiva y la voz lánguida cuando habló de todos sus pocos amores. Escuchamos por tercera vez  a la mole eléctrica aproximarse, ella se levantó, me tomó de la mano y salimos hacia el andén. Después de unos pasos me pidió que la lleve a mi casa.

Partió en el primer tren de la mañana, luego de regalarme la noche con la que soñé veinte años antes. Acordamos que el siguiente fin de semana montaríamos a caballo, bordeando las plantaciones de remolacha, mas no contestó mis llamadas, ni apareció en el tren sabatino. Me reí amargamente de mi propia ilusión, que dibujaba una preciosa mujer de mundo amando al carpintero del pueblo. Sin embargo, el lunes lloré con la realidad contada por el periódico donde un obsesivo demente, la desfiguró con ácido sulfúrico.

En la habitación del hospital, su único ojo me miró con la misma alegría de la infancia y con la picardía de la última cerveza en la estación.