Wednesday, November 01, 2017

Miguelón



Lo conocí a inicios del 94, cuando el Ecuador se movía con sucres, era el país más barato de Sudamérica y se podía vivir modestamente trabajando media jornada. En esos días bohemios y lustrosos, alternaba mi ocio creativo y vagancia con cuatro horas de trabajo que me daban lo suficiente para pagarme un cuarto en San Juan, una tarjeta de comida en el restaurante Oriente, la vaca semanal para unas cuantas botellas de “Trópico” y la tamuga de grifa de vez en cuando. Era profesor de español en una academia del centro de la ciudad.

Una alumna me preguntó dónde podría comprarse unos jeans y fuimos a la Ipiales, que en ese entonces, comenzaba en la Chile y Benalcázar y se extendía hasta el occidente infinito, el pie de la montaña. En la esquina frente al ex cine Granada, encontramos un puesto de pantalones que lo atendía Miguelón. No llegaba al metro sesenta y tres, pero era fornido; su estructura ósea, y una creciente adiposidad que avanzaba ocultando lo que alguna vez fue musculatura, recordaban a Gimli el enano del Señor de los Anillos, en su versión chola. Tenía el pelo ensortijado y los ojos pequeños y vivarachos, al interior de su boca dos hileras de dientes careados alternaban con espacios vacíos, y alrededor de los labios gruesos, contados pelos pretendían ser una barba candado. Cuando comenzó a mostrarnos los jeans pude ver los sendos cortes de navaja en ambos antebrazos…

Connie escogió un par y quiso probarse, Miguelón llamó a “Pulguita” un vendedor de toallas a que le cuide el puesto y nos invitó a acompañarle. Ingresamos al Centro Comercial Popular, frente  a la iglesia de la Merced y en una escalinata poco concurrida, invitó a que la chica suba hasta el primer descanso y ahí se los pruebe. Caballerosamente le dimos la espalda,  pero pronto pude notar que Miguelón sacaba un espejo y lo colocaba a manera de retrovisor. Al ser descubierto solo me mostro su careada sonrisa. 

En 2500 sucres se cerró el negocio, y al despedirme, discretamente colocó en mi mano una tamuga plástica de yerba. – Gracias proeshor, dijo, ¡usted es de la gente!-

Desde entonces, nos veíamos por el centro y saludábamos como viejos amigos. Ahí me presentó a sus colegas “Pulguita”, vendedor de toallas; “el Sordo”, vendedor de lotería; “Chespiro”, vendedor de monigotes de peluche… Luego supe que todos, redondeaban sus ingresos vendiendo marihuana. 
– Solo verde, proeshor, no le metemos ni a la amarilla, ni a la blanca…- decía solemne. Si yo iba acompañado de alguna alumna, él la tomaba del brazo y se pavoneba junto a ella saludando a los otros vendedores informales, sus amigos, como si fuera un galán de película.
  
Salíamos de la academia con Ulrike, una antropóloga alemana, cuando Miguelón nos interceptó con la emoción de siempre, - Proeshor, como me le va…- Luego de un corto cruce de palabras, mi alumna germana propuso ir por una cerveza y Miguelón nos llevó por la calle Olmedo hacia el occidente infinito, casi en las faldas del Pi-Chinchay. A medida que avanzábamos la zona se volvía más  roja, en la esquina con la calle Mires, ingresamos a una cantina con rockola y desde que nos acercamos a la puerta, algunos nos miraron como presas. Acomodados en las sillas enanas, un tipo acercó su pie al mío, como para medirse los zapatos. Miguelón elevó su metro sesenta y dos, pero su actitud era la de un gigante. – Safa, sapo, están conmigo, ¿oíste?, ¡chucha! -

Ulrike, ingenua, preguntó a  Miguelón sobre los tajos en sus brazos. Innecesaria pregunta que Miguelón respondió con naturalidad: -Me los hice yo mismo cuando estuve en cana, señorita. Es dura la capacha, damita, el que quiere salir un rato, aunque sea al hospital, recurre a esto… - 

Me limité a traducir la jerga y todos preferimos unos sorbos de cerveza. Escuchamos en la rockola las canciones de Cecilio Alba y Alci Acosta que ponían nuestros contertulios, nos turnamos con Miguelón para bailar con Ulrike las tonadas de Lizandro Meza, nos matamos de la risa contando anécdotas en  las que nos vieron la cara de idiotas. La alemana estaba fascinada con Miguelón, objeto de estudio, y él con los ojos azules  y las redondas tetas de la etnógrafa. En la naciente oscuridad, descendíamos los tres la calle Olmedo, no muy ebrios. Ulrike y Miguelón abrazados y yo junto a ellos como chaperón. Él burlándose del español gutural de Ulrike y ella de su pronunciación defectuosa por la escasez de dientes y de vocabulario. Frente a la Merced nos despedimos, como si no nos volviésemos a ver nunca más. Y así fue.

Casi dos años estuve en la academia de español B. y conocí más de cerca a los amigos de Miguelón, en los alrededores de la iglesia la Merced; y también a Prashant, un krishna colombiano vendedor de incienso y sus tribulaciones, en San Francisco; a Glenda Manzaba y sus colegas meretrices, en la calle Flores; a la pareja de cieguitos acordeonistas de la Espejo..., pero esas son otras historias. El recuerdo de Miguelón viene a propósito del reciente deceso de 16 conciudadanos pobres a causa de la ingesta de licor adulterado. Un día de diciembre, a fines de 1995,  no vi los jeanes apilados en la esquina de la Chile y Cuenca. Encontré más allá al “Pulguita”, quien lloroso me dijo que Miguelón se nos había ido en una larga agonía de trago chiveado, el día 7. Luego de sus últimas fiestas de Quito.