Friday, August 24, 2007

Tarde de Agosto

Ella abre la puerta, la casa decimonónica tiene un candor particular. Subimos pocas gradas, hasta una sala donde él nos espera. Se levanta, la corbata blanca resalta su elegancia natural. Saluda con el francés exacto, con una delicada diplomacia que recuerda a los embajadores de Napoleón III. Ella, ahora, hermosa en su sencillo traje rojo que rima con su amplia sonrisa, trae unas cervezas. Conversamos, intercalamos mi francés foráneo con su español foráneo, el de él. Ella, generosa con su locuacidad se contenta al escucharme en su propio acento. La sala tiene una decoración original, colores vivos y desordenados se posan en la sobria arquitectura antigua. Es su sala, dice ella, vamos a la mía. Ésta queda un piso más arriba, amplia, larga, con cuadritos de bucólicas escenas galas y grandes espejos. Imagino que ambas eran otrora habitaciones. Él nos invita a escucharle tocar. Junto a las escaleras, en ambas salas, y por supuesto en la sala de música, están las fotos del hijo. Infante en pantalones cortos, escolar en un parque, colegial en graduación, innumerables fotos del hijo de ambos.


Él se sienta al piano, sus ojos cansados miran el instrumento como un cura listo para la ceremonia. Ella, en cambio, lo mira a él, diría que enamorada, acomoda sus lentes y también las canas que el tinte no logró ocultar. Por mi parte, miro en el rincón el pequeño retrato de una muchacha con mini falda, moño y luminosos ojos azabaches junto a un altísimo joven de estas latitudes. Ella solicita Chopin, él y su sordera, preguntan de nuevo y ella repite casi gritando. Él comienza a interpretar al polaco con maginificencia, al final aplaudimos. Ella pide Mozart, y él la complace. Ella desea escuchar Clair de Lune y él la complace. Tres, cuatro, más… ella pide los temas con la alegría y el encanto de una niña pequeña. Con la misma curiosidad que tuviera cuando las escuchó por vez primera, hace cuarenta años. Entonces, él la enamoraba con sus óperas y le mentía la edad. Ella ha susurrado algo, pero él prefiere Rachmaninoff. Aplaudimos, siempre aplaudimos. Me deleito con el íntimo concierto y con la calma felicidad que rodea la tarde. Esa felicidad del amor añoso. La del músico solicitado complaciendo los pedidos de su dama. La de la mujer, admirando a su amado. Ella, quinceañera otra vez, insiste en escuchar Liszt. Cerca del final, la mirada de él roza alguna partitura y el rostro de la esposa. Como volviendo de un viaje narcótico y sonríe también.


Entonces ella nos invita al comedor, té, galletitas y chocolate. Atrás de la que ahora es mi silla está una gran foto del hijo adolescente. La mano temblorosa lleva la taza y su sordera es gemela de la voz que quiere escuchar. Ambos me muestran un fólder de donde surgen, ya amarillos, el programa de concierto, artículos que hablan del músico y fotos de diario deleitando a su público. Tengo que irme. Él me despide con afecto sincero. Ella me da un caramelo y un beso. El hijo no vendrá, me dicen, por el viaje. Lo hará la semana siguiente como todos los martes. Me acompañan a la salida, sus manos se agitan. Me parece que el cielo gris no es tan gris como antes de verlos. Quizás son mis ojos los que lo ven casi azul. Parece que un halo de ese amor largo y sencillo, se ha quedado enredado en el caramelo que llevo en mi chaqueta.

Wednesday, August 22, 2007

Los monosílabos y eso de hacer el amor en el exilio...

“La gente de este bendito y maldito país es realmente piola.

A él, a qué negarlo, le gustan estos sonrientes, sobre todo ellas.

Pero hay días y noches en que echa de menos el sobrentendido.

Días y noches en que tiene que explicarlo todo y escucharlo todo.

Una de las módicas ventajas de hacer el amor con una compatriota es que si en un instante determinado (esa hora cero que siempre suena después de las urgencias, el entusiasmo y el vaivén) uno no está para muchas locuacidades, puede pronunciar o escuchar un lacónico monosílabo y esa palabrita se llena de sobreentendidos, de significados implícitos, de imágenes en común, de pretéritos compartidos, vaya uno a saber.



No hay nada que explicar ni que le expliquen.

No es necesario llorar la milonga.

Las manos pueden andar solas, sin palabras, las manos pueden ser elocuentísimas.

Los monosílabos también pero solo cuando remolcan un convoy de sobrentendidos.”

(Benedetti; Primavera con una esquina rota: 35)