Wednesday, November 30, 2022

Nilda

Hace varios meses terminmaron elecciones del 96 y los camaradas consiguieron que Gabo fuera electo concejal. Desde hace dos años “el flaco” es congresista en la alianza con el partido del General Vargas. Los jóvenes que desde ese albur de empresa de publicidad llamada “Cyan imaginaciones” participamos en las campañas, ilustrando, haciendo serigrafía y pintando murales, estamos ahora en un obligado descanso. Vamos al local del partido como parte de la costumbre y nos reunimos en el cuarto de propaganda a pintar botellas con la cara de Morrison o del Ché Guevara para ver si ganamos con ellas unos sucres. Matamos el tiempo con unas cervezas en el bar de al frente, miramos las chicas desde las amplias ventanas del segundo piso y coqueteamos con las jóvenes asistentes manabitas que trae el general como pasantes.

Somos testigos de la llegada de dirigentes barriales que preguntan por el Gabo, a quién esperan en la amplia sala, a veces por largas horas. Cuando este llega, les invita a su oficina y resuelve, generalmente rápido la reunión. Salen contentos, él les despide efusivo, es “el concejal del pueblo”... Entonces bromea con nosotros un rato, nos brinda una fritada o luego de dar instrucciones a Carmen, la secretaria del General, regresa raudo al municipio.

Ese día, al arribar al segundo piso, la encuentro sentada en el amplió sillón. Luce un vestido rosa con negro. Es imposible no fijarse en sus desnudas pantorillas blanquísimas y en su cabellera brillante del mismo color. Como no veo a Carmen, pregunto si puedo ayudarla y ella sonriendo me dice con su acento extranjero que espera a Gabriel.

-          ¿Usted trabaja aquí? acota

Miento que soy parte del equipo de propaganda del partido, para darme importancia. Decir que soy un economista recién graduado, que no ejerce, suena mal. Se llama Nilda, es coreógrafa de la Escuela de Samba Rosas De Ouro de San Paulo y vino con su grupo en una invitación de la embajada local. Gabriel quiere conversar con ella para coordinar presentaciones en barrios populares. Le cuento sobre la ciudad y le pregunto acerca de su escuela de samba. 

- Pensé que solo habían en Río, digo y ella sin admirarse responde mostrando dos pequeños hoyitos en sus mejillas, al tiempo que acomoda sus lentes sin marco que resbalan por su larga nariz. Su descripción de los festivales de San Paulo, que yo escucho extasiado se interrumpe por la llegada de Carmen.

-          Lo siento señora Nilda, Gabriel me dice que no llega.

Nilda responde amable y levanta su esbelto cuerpo dejando caer la larga cabellera blanca. La acompaño a la calle y me regala dos besos en las mejillas de despedida.

El día siguiente es similar, está en el mismo sillón, pero con un vestido celeste que resalta sus ojos azules y unas sandalias ocres de cuero que muestran sus pies bonitos.  pone su mano en el espacio vacío contiguo invitándome a acompañarla y me cuenta que la noche anterior paseó, con los de su embajada, por el centro de mi ciudad. Describe las cúpulas quiteñas con admiración, evoca el aire melancólico de sus estrechas calles. Yo la escucho atento y me concentro en mirar su rostro, evitando que mis ojos se posen en su generoso escote.

-          ¿Usted conoce Sao Paulo?, dice abruptamente.

-          No, respondo, no he podido ir, pero he vagado por todo el nordeste, por Salvador de Bahía, por Itabuna e Ilhéus…

-          ¡En serio! ¡Qué maravilla! ¿E fala portugués? dice admirada, mientras bailan los hoyitos de sus mejillas.

-         He vagado por el nordeste montado en las novelas de Jorge Amado, acoto con una sonrisa pícara.

       Lanza una carcajada: - ¡qué tonto! ¡Está brincando conmigo!.  Mi favorita es Gabriela.

-          La mía, “Doña Flor”.

Recita en portugués el capítulo en que Vadinho danza samba en las calles y en el momento preciso, yo le recuerdo como este se desploma sorpresivamente. Estamos viviendo las primeras páginas de la preciosa novela de Jorge Amado, cuando aparece el Gabo acompañado por el Edgar y Tin tan, los dos más jóvenes del grupo.

-Gabriel, la señora te espera, dice Carmen, que siempre estuvo abstraida frente a nosotros ensu computador. 

Gabriel se eleva levemente en puntillas para recibir el saludo de besos y ambos se dirigen a la oficina.

-          Veo que Giovanotti, ahora es arqueólogo, dice Tin tan a Edgar y ambos se ríen mirándome.

-          Nada que ver respondo, es solo su cabello blanco, tiene 42…

-          ¡Solo 42! Dice Tintan. Para él y sus 18 es un montón de años.

-          ¡Que va!, acota Edgar. Está buena pero es una abuelita, recalca burlón.

-          Baja la voz, no seas indiscreto, le reprendo con falsa severidad.

Cuando Gabriel y Nilda salen de su oficina, Carmen le dice que la sesión en el Municipio está por empezar. Se despide apresurado, su chofer recibe el maletín y ambos bajan las gradas. Nilda me llama con su mano.

-          ¿En que nos quedamos? Me dice casi al oído. Y sin esperar respuesta acota... Quisiera darle algo, mi hotel queda a pocas cuadras ¿Me acompaña?

Caminamos por la tranquilla calle Paéz, conversando sobre las famosas telenovelas brasileras que causan furor en el país, menciono a Maité Proença con su belleza imponente en la escena en que monta a caballo, desnuda. Nilda me cuenta sobre la que está de moda en su país la famosa Xica da Silva. Llegamos al hotel de la 9 de Octubre y Colón y al rato llega con un libro ilustrado.

-          Mire, no necesita saber portugués para entenderlo. Creo que le gustará mucho. 

Es un pequeño libro que desconocía y en cuya portada se puede ver un gato y una golondrina.

-          Gracias por la compañía, me dice. Ahora tengo que escribir postales para los amigos, usted sabe… Pero si tiene tiempo, le invito mañana a cenar. Acá mismo, a las siete ¿sí?

La noche siguiente me espera en el recibidor vestida de blanco. En el restaurante, me pregunta si estoy disfrutando del libro y yo le muestro una lista de palabras en portugués que no he entendido. Me da el significado de casi todas y las que no sabe cómo traducirlas me explica desde contextos. Luego de media botella de vino, reímos escandalosos ante cualquier ocurrencia y me dice que le acompañe a su habitación pues quiere mostrarme algo. A pocos centímetros de cruzar la puerta acaricia mi cabello. Nos besamos. Me toma de la mano y me lleva a su cama donde empieza a desnudarme.

Cuando ingreso gime con dulzura, con los ojos entrecerrados y una leve sonrisa me susurra.

-Siga… Vadinho, siga meu amor…  Y así me llama mientras me abraza y mientras aruña levemente mi espalda. Vadinho..., meu amor lindo…, repite.

Nos quedamos derrumbados por un rato, yo mirando sus ojos azules que brillan acuosos, fijándome en los hoyuelos y las discretas arrugas del rabillo del ojo. Ella acariciar mi rostro con sus dedos...  estamos en esa abstracción, cuando suena el teléfono.

-          Hola Gabriel, ¿Cómo está?... No, lo siento, hoy no puedo… pero podemos almorzar mañana, claro…

Yo escucho a Gabriel preguntando si puede visitarla, si acepta salir esa noche con él a tomar unos tragos. Lo escucho coquetear con Nilda y a ella rechazarlo con discreción. No deja de causarme gracia. El ímpetu de mis veinte y pocos nos incita de nuevo al amor y así nos pasamos casi sin dormir.

Al despertar me encuentro son los azules ojos de Nilda, elegantemente vestida de rosa con pendientes y collar dorado. La rosa de ouro me mira con dulzura y  que me da un beso pequeño.

-          ¿Durmió bien? Vaya a la ducha y luego desayunamos.

Cuando termino de ponerme los pantalones Nilda saca una blanca camisa planchada. Con un gesto me pide que le permita ponérmela.

-Le queda perfecta. Está muy guapo.

Antes de abrochar el último botón me coloca un largo collar de cuentas amarillas y azules.

-Usted es de Ochosi meu Vadinho, de Ochosi, meu amor de Quito, al tiempo que me entrega una tarjeta con su dirección en la Rua Pamplona de San Pablo.

En mi cama me acompaña todavía el recuerdo de la noche anterior y al llamaral hotel me dicen que fue a una cena con la Embajada.

Subo al día siguiente las gradas del partido y no está sentada en el sillón.  

-          Ni ayer ni hoy ha venido la tuya, me dice Carmen, burlona.

Luego de bromear unas horas con los muchachos y terminar una botella pendiente, decido ir al hotel. El recepcionista me pregunta el nombre y me cuenta que la señora Nilda salió esta mañana al aeropuerto. Le dejó un encargo. Es una bolsita de paçocas, el “Tieta do Agreste” en español y una notita con un beso de pintalabios: “Vadinho, meu amor de Quito, ¿nos vemos en Salvador?”. Le escribí una carta que tuvo una breve respuesta.

Veinte años después, en un tiempo entre vuelos salí del aeropuerto y me pareció ilógico ir en pos de la Rua Pamplona de San Paulo. No he podido visitar, hasta ahora, la ciudad de los orixás y de los amados personajes literarios.




Wednesday, September 14, 2022

... Y ya

De pronto B dice que se van. Carlitos Balá y yo nos miramos con discreción preguntándonos mutuamente ¿Qué hiciste para que decidan aquello?

-          Es tarde y mañana tenemos visita de campo con la universidad, dice C.

Falta muy poco para el cierre del bar y hemos planeado ir los cuatro al departamento de Carlos para el “after party”. Las tres últimas horas bailamos y nos divertimos en el “Arribar” y súbitamente les vino la responsabilidad académica. Con mi mejor sonrisa de Cheshire replico algunas frases conminándolas a cambiar de opinión y Carlos con su acento maullador, dice algo divertido. B mira dubitativa a su compañera, quien mueve negativamente la cabeza.

-          ¡Nos vamos ahora B, tenemos menos de 3 horas para dormir!

Y salen, como si el coche ya estuviera en su metamorfosis a calabaza.

-          Pendejas de mierda, masculla Carlitos.

-          Ya nada, así pasa…

Coloris, el barman, nos compensa su burla con dos whiskies.

-          El último, a que pasen el susto. acota en una sonora carcajada. Las ratoncitas escaparon de los gatos…

Mientras el “Arribar” se llena del It’s my Life de Bon Jovi, la canción de moda, entre risas comentamos sobre las biólogas/Cato que se fueron. En un auto desquite, saco del bolsillo el pequeño papelito con el teléfono de B y antes de tomar mi trago lo rompo, arrojando los pedazos al aire.

-          Mocosas raras de esta ciudad pacata..., refunfuña Carlos.

-          Mejor vamos a Baños, replico impulsado por el subidón del whisky.

-          ¡Ahurita mismo, brother!

Horas después, un sol naciente nos despierta en el pequeño terminal. Como jeques criollos disfrutamos de una media botella de Trópico y de la caricia de las Termas de la Virgen. A las 8 de la mañana imaginamos ya nuestra primera noche en el Tinku, el Mocambo, el Pipa´s...

Frescos, elegantes y perfumados, comemos unos aburridos tallarines esperando que se desate el movimiento nocturno, el que iniciamos en el segundo piso de un pequeño antro regentado por un simpático neo hippie. Disfruto mi primera cerveza de espaldas a la puerta, cuando siento en mi hombro un toque invisible. Es el magnetismo de un par de grandes ojos que, desde la barra, me miran fijamente, tan fuerte que me hace girar. Este es el inicio de cinco segundos en los que el mundo se calla, dejándonos a ambos dentro de un luminoso limbo. Carlos me anima a ir hacia el mostrador y siento la energía de la rubia tocarme como brisa en verano. Pocas veces he constatado que le gusto tanto a una chica, pocas veces una me atrae con la fuerza centrífuga de un remolino y voy como abeja invitada por la flor. Carlitos Balá divierte al grupo germano con sus chistes, mientras Silke y yo tejemos esa primera conversación generalista, que gracias al ruido se vuelve cercana, propiciando nuestro juego hormonal. 

Un set de salsa en el clímax de fiesta, dura nuestro diálogo, hasta que el líder de su grupo les dirige unas palabras.  

-          Mañana vamos temprano a una excursión…, me dice, como traduciéndole.

Cuando traspasan la puerta, Carlos masculla:

-          Lo mismo que ayer, "levantarse temprano".

-          No me fue mal, digo, Silke me invita a visitarla mañana, después de almuerzo.

-          !De one, brother! ¡esa es! descerreja con su entusiasmo característico. Ahora me toca a mí…, acota antes de dirigirse al balcón, donde una chica fuma mirando las estrellas.

La fiesta culmina con el nacimiento del sol. Despierto a las 4 pm y en el hotel me dicen que los excursionistas regresaron a medio día… y se marcharon a las 3. Gracias a mi propia visión del “después del almuerzo”, pierdo el contacto de quién más me ha movido el piso en mucho tiempo.

Seis meses después en el “Cafecito” aparece mi amiga Cata con un tipo en sus 30 y atrás de ambos ¡Silke! Otros cinco segundos en los que el mundo calla y en el que la física cuántica se burla del tiempo. Me cuenta que estuvo este semestre como médica voluntaria en Esmeraldas y desde la semana siguiente practicará en el hospital del IESS. Asiento con una leve sonrisa, mientras en mi cabeza grito: ¡En Quito, aquí mismo! ¡que bien!

El primer encuentro se da en la noche magnifica del centro, solo nos tocamos las manos, somos un par de tímidos. El segundo, es en Guápulo, en casa de un amigo que tiene que salir, permitiéndonos la pequeña intimidad repleta de dulzura y el elemental conocimiento de cuerpos. Luego, café con empanadas en los restaurantes de la 18 de septiembre, entre su turno hospitalario. Cortas caminatas tomados de las manos, desde el policlínico hasta su domicilio en el Dorado son el preámbulo de su invitación a quedarme con ella bajo una luna brillante que me deja ver su piel bronceada acercándose a la mía.

Como nada es completo, la libre armonía con mi médica germana, se interrumpe a un mes de su retorno, pues vuelvo a mi trabajo en Manabí. Y si antes me quedaba retozando en la playa, esta vez tomo la última “Reina” del viernes por la noche, para disfrutar de casi tres días junto a mi amada. Un domingo por la tarde, nos damos el último beso en la esquina de la calle Solano. Vienen correos electrónicos, donde nos contamos sobre Munich y Portoviejo, sobre sus últimos estudios de ginecología y mis comunidades campesinas. Añoramos... "Resisto el invierno pensando en vos y en el sol ecuatorial", suele escribir antes de firmar la carta. Me llega un paquete con una barra de chocolate, tres fotos tomadas en una máquina de estación y un disco del grupo Air, junto a su larga carta tierna y nostálgica, que entre líneas, sin embargo, dice que el amor o ese sentimiento que compartimos por un trimestre se diluye de a poco. PAra mi suerte aparece esa larga doncella llamada lógica, para deletrear los párrafos ambiguos de los siguientes mensajes, donde va quedando solo cariño y amistad. 

Dos años después voy a Europa y la llamo por teléfono. Un joven me dice que Silke aún no llega del hospital. La siento feliz de conversar conmigo, pero… ella está feliz en todo, en su trabajo, en su ciudad, en su pareja… Me invita a visitarla en el verano y entre mi ansia por descubrir el entorno de mi nueva vida, no voy. En el otoño recibo una invitación a su matrimonio y cuando la escribo por navidad, un mensaje me dice que su correo no existe. Imagino que tomó el apellido del esposo, pues, al menos en el mundo virtual no queda rastro de la Silke que conocí.

A veces, escucho el Moon Safari y me pongo a descifrar los hechos. Entonces caigo en cuenta que para mi fortuna, la lógica estuvo siempre consolándome a su modo. En un domingo por la tarde o trabajando en mi taller, mientras escucho el “Remember”, aparece lánguida la esbelta doncella y para a tiempo ese vuelo imaginativo, que me pone con Silke en un espacio/tiempo bonito y duradero. Lenta pero firme, la adusta lógica me recuerda que no debo hurgar sobre hechos que no sucedieron. Me acaricia el cabello y me dice al oído: No fue… Y ya. 


 

Friday, July 08, 2022

La alacena

Vivimos en una casa que fue parte de una más grande y que la fue perdiendo el esposo de la dueña en sus innúmeras partidas de naipe. La casa se limpia los sábados después del desayuno y los cinco hermanos somos los encargados de hacerlo. Yo soy el menor y para evitar encerar el piso del dormitorio, escojo limpiar la cocina, una mole más bien oscura, a pesar de su ventana grande que linda con el techo. Lavar las baldosas, quitar la grasa de los azulejos cercanos a la zona de cocción, limpiar el polvo y pasar el aceite "Old English" por las alacenas es aburrido, pero más fácil que complacer a mi padre con el brillo adecuado para su camioneta Datsun. Junto a las cuatro alacenas empotradas, hay una más pequeña, de unos 80 x por 50cm, asegurada con dos armellas y un alambre grueso que da varias vueltas. Alguna vez, pregunté a mi madre que había ahí y me respondió desde su dulce severidad católica:

-          Será algo guardado por los dueños de casa. No se toca lo que no es de uno...

Aquel sábado, con la cocina repleta de los agradables olores a cloro, detergente, antigrasa y aceite para madera, mi diablo de la guarda gira mi cabeza hacia la alacena pequeña y mi Pepe Saltamontes me repite las palabras de mamá. Cuando se tiene trece años y toda la familia está en el taller, lavando el carro, la ropa o arreglando las plantas, el diablo gana.

Polvo, telas de araña, rancio olor a encierro. Unas botellas vacías de Cutty Sark y dos ánforas de cerámica ocupan el estante inferior. En el superior, están algunas pequeñas herramientas automotrices. Me frustra haber perdido mi tiempo en esa riesgosa actividad, cuando caigo en cuenta que el fondo de la alacena no es una pared, sino un cristal pintado, lleno de polvo y grasa. Tiene la pintura raspada en algunas partes, aquellas que rozaron las herramientas al ser acomodadas. Me acerco a la pequeña zona despintada y veo que al otro lado hay un patio pequeño, que tiene en su extremo derecho la piedra de lavar y al izquierdo un jardín. Una joven de unos 20 años lava su ropa. 

Desde mi alacena hasta ella mediarán unos diez metros. La lavandera es bella y esbelta, me parece muy alta, desde mi metro y medio de entonces. Tiene los ojos grandes, oscuros, con largas pestañas de vacuna candidez. Se me hace muy parecida a una actriz andaluza de una cursi película muy popular. Viste una pupera rosada de "Hello Kitty"y su cabello está recogido en un moño a la altura de la coronilla. No lleva sujetador y sus senos se mueven rítmicamente con el movimiento del brazo derecho fregando la ropa sostenida por la mano izquierda. En ese soleado sábado, de vez en cuando, se pasa la muñeca por la frente. Cuando, en el filo del tanque, están varias blusas y camisetas, ella las toma y se dirige al tendedero. Entonces aprecio su short corto que alguna vez fue un pantalón de mezclilla y mientras cuelga la ropa, también su ombligo, sus brazos, sus pies delicados engarzados en unas sandalias simples... Yo permanezco inmóvil con los ojos fijos en el pequeño espacio que me permite contemplar a mi vecina, manteniendo semicerradas las compuertas de la alacena para evitar cambios en la luz. Ella toma la jarra con la que colocaba el agua en la piedra de lavar y bebe a largos sorbos. Se sienta en la veredita que separa el patio del jardincillo, se saca las sandalias, y comienza a untar aceite en las piernas que luego estira. Se broncea apoyada en los codos. Yo la miro extasiado y para mis adentro repito con Charly García el verso de moda: Estoy verde. ¿Por qué no tengo 18? No, mejor 24, graduado de la universidad, la invitaría a cenar... Mientras la miro tomar el sol, imagino mi propia película casera con esa historieta, hasta que la voz de mi madre, desde la lavandería, me saca del sopor.

-          Mariano, ¿ya terminaste de arreglar la cocina? Ayúdame a colgar la ropa...

-          Ya voy mamita Chavi.

Cierro las armellas sin dejar evidencia.

Esa noche no puedo conciliar el sueño, quiero que llegue la mañana para abrir otra vez la mágica alacena que guarda a mi propia Barbara Eden, mi "bella genio". Lo haré muy temprano, mientras todos duermen. ¡No!, ella también dormirá. Concluyo que será difícil que aparezca en domingo, día de compras, de paseo, de visitar a la familia... ¿tendrá familia? De lunes a viernes, de una a seis, hora en que mis padres y hermanos mayores regresan del trabajo, yo soy el rey de la casa. Ninguno de esos días aparece mi vecina, pero aprovecho para manipular las armellas, para que se abran y cierren de inmediato si fuese necesario. He raspado discretamente otras partes del vidrio para poder dominar todos los ángulos del patio. Por fin llega el sábado, y... ¡No pasa nada! al patio vecino no llega nadie. ¡Qué gran decepción!

Siete días después, soy por supuesto, el que limpiará la cocina. Es un día totalmente despejado, pero siendo casi las diez y media el patio contiguo sigue vacío. Lavo los azulejos con desidia, hasta que escucho la débil voz de Nena cantando en alemán a sus 99 globos. Dejo el estropajo y me acerco con discreción felina. Ella está ahí, con un canasto en una mano y una pequeña radiograbadora en la otra. Viste camisa de cuadros blancos y negros anudada arriba del ombligo y un pañuelo forma el moño de su cabello. Mientras pongo el "Old English", disfruto del movimiento acompasado de los senos sobre la piedra de lavar y cuando se acuesta a broncear sus piernas, pero quedo perplejo al ver cómo desanuda la camisa de cuadros, toma sus pechos con ambas manos y los deja disfrutar del bronceado. Me late el corazón con fuerza. Siento que algo crece entre mi entrepierna.

La imagen de mi vecina abriendo su camisa, mostrándome un par de no lactantes senos por primera vez en mi vida, me acompaña durante toda la semana, en las clases, en los recreos. No me deja dormir... Quiero compartir mi dicha con alguien, pero sé que si llega a oídos de mi madre, será el infierno. Es mi secreto. La semana siguiente no aparece, pero el quinto sábado, mi vecina se quita la camisa de cuadros y la lava, dejándome apreciar su torso desnudo en todo su esplendor. Algún domingo aparece con sus lentes redondos y se sienta en la vereda que separa el jardín del patio a leer un gran libro y otro sábado me quedo frustrado cuando mi campo de observación se tiñe del blanco de las sábanas colgando del alambre.

En un día, que no debía aparecer, lo hace con una chica de su edad, también en shorts de mezclilla. Ambas se broncean en el pequeño jardín, conversan con animación y picardía acerca de chicos, sobre los besos apasionados que se dan con ellos, las manos atrevidas que se deslizan, las noches en los bares cerveceros cerca de la universidad. Quien la visita es su prima y sé, entonces, que mi vecina es ambateña y qué como el mes siguiente tiene exámenes en la universidad no irá a su ciudad, como lo hace cada quince. Abren una cerveza, se pasan una a otra un cigarrillo que fuman mal. Y ríen, bailan y cantan el "Girls just want to have fun" de Cindy Lauper.

Llega al pasaje que conduce a su casa, luce preocupada, la tengo a menos de un metro de distancia. Por supuesto me ignora, pero algo se mueve en mi diafragma ¿las mariposas del amor que invadían a Narcisa, la joven asistente de mi mamá? Días después, un carro está parqueado frente al pasaje, disimulo conversando con Toñito, aunque él ya quiere irse con el mandado. Ella baja del asiento del copiloto, se ve que ha llorado. Aún sin dinstiguirlo, odio al conductor del auto.

El domingo estoy en el mercado y alguien llama a mi hermana por su nombre

-          ¡Sofi!

Es ella, mi vecina.

-          Hola Adri, ¿cómo estás? ¡qué chévere verte! 

     Ahora se su nombre.

Siguen con su socialización, mientras yo puedo descubrir que huele a flor, a agua fresca, por supuesto, a sol de verano.

-          Ah..., este es Mariano, mi hermanito menor-

-         Hola, Mariano. ¡qué guapo! - dice sonriendo.

Se agacha para saludarme con un beso en la mejilla, siento su aliento y tengo su escote a escasos centímetros. Por supuesto me ruborizo.

La miro lavar y de pronto ella mira hacia esa pequeña ventana cubierta de polvo de la casa contigua. Entrecierra los ojos e inclina la cabeza, como enfocando. Del otro lado, casi me orino en los pantalones. Quiero retirar de inmediato la cabeza, pero sé que el movimiento provocará una sombra, por lo que comienzo a ir lentamente hacia atrás. Ella abandona la piedra de lavar y se dirige a la ventana/ mi alacena, toma una escoba y remueve unas telas de araña. Regresa a su labor y yo respiro, me he salvado de un infarto... Al día siguiente, llega con su grueso libro y sus lentes redondos. Ha sacado una silla y lee concentrada, sus bronceadas piernas se bambolean ligeramente, el lápiz de vez en cuando reposa entre sus labios, una sandalia queda colgando del pie. Se acerca al tanque de agua y saca un gran balde que pone en medio del patio. Tiempo después, deja el libro sobre la silla, se quita la camiseta y la deja caer, abre el botón y el cierre del short de mezclilla y este se desliza por sus piernas hasta llegar al suelo. Desata el pañuelo de sus cabellos y mueve el cuello para que su larga melena se acomode. Deja caer el agua del balde desde su cabeza. Al otro lado, comienzo a tocarme. Ella pone una larga tela sobre el pequeño jardín y se acuesta a recibir el sol. Puedo aparecer entre sus piernas su sexo con poco vello. El sol se hace más fuerte, ella cambia de posición y ahora miro sus nalgas redondas. Retorna al tanque, toma la jarra y vierte agua sobre su frente, esta baja por sus pechos y su ombligo, algunas gotas quedan suspendidas en la pequeña mata de vellos de su sexo. Mira hacia la ventana pintada, sonríe y luego estira su cuello hacia el cielo. Se me nubla la vista y mientras mi vecina se transforma en un destello, siento un dolor en la espalda baja. Se me pone la piel de gallina, me invade una sensación dolorosa y a la vez placentera. Creo que me he orinado. Tengo que lavarme las manos.

Son casi dos meses en los que reina solo el silencio en el patio contiguo. ¿Estará en Ambato? Sufro sin verla, aparece en mis sueños y me despierto mojado. Han terminado los días soleados pero sigo limpiando la cocina, sin siquiera abrir la alacena. Del otro lado surge la risa escandalosa de un niño jugando con su papá. Esa risa me confirma que ella no está más ahí, que hay nuevos inquilinos. Mis lágrimas caen sobre el lavabo de la cocina y se mezclan con el detergente.

Pero, semanas despúes, aparece en el mercado con un vestido amplio de color azul marino. Al tenerla más cerca, compruebo que ese vestido da forma a la pancita que devela su alto embarazo. Ella pregunta por el precio de las manzanas, miro sus oscuros ojos y grandes, de largas pestañas que ahora tienen una mayúscula expresión de ternura, maternalmente vacuna. Se acerca y yo escondo la cabeza entre las hortalizas. Un tipo tempranamente calvo, surge cargando una canasta de plástico y la toma del brazo. Es aún más feo desde su terno que parece confeccionado con tela de cortina, pienso. Toda una pinta de contador, me digo, repitiendo esa frase despectiva que pronuncia mi padre cuando nos ve desaliñados. Cojudo célebre, mascullo entre dientes, imitando la expresión que adopta mi abuelo cuando endilga a alguno esa frase. ¡Ese será el marido! Odio al mundo y me odio a mí mismo por ser tan chico. Odio a la ambateña Adriana. ¡¿Cómo pudo hacerme esto?!




Saturday, May 07, 2022

Mudanzas

 La tía Mirta entra al cuarto, mientras ella plancha su guardapolvo.

-Esta es la última bombacha que tenés en esta casa, o te la llevás de una vez o traés todas las otras de vuelta.

Martina Zanetti toma su ropa interior, no dice nada. En la merienda del viernes agradece a la tía por todo y le dice que se mudará dónde Goldberg. Cuando habla con su tía Mirta, del hombre con quien duerme cinco noches por semana, lo llama por su apellido. Desde el domingo dormirá allá los siete días, hace seis meses eran tres y hace once meses eran los viernes, piensa la tía Mirta.

Ese domingo Martina deja la casa que la acogió por nueve años. Ella abraza a su tía Mirta y Goldberg acomoda las dos valijas, en la cajuela del Peugeot 504. Mientras reposa la cabeza de la tía en su hombro, mira la casa pequeña del barrio Caballito a la que llegó cuando acabó de cumplir 13, al día siguiente del entierro de su madre, casi al año de la muerte de su padre. Ambos de cáncer. Mientras escucha las palabras cariñosas de despedida, Martina recuerda la primera vez que pisó la casa que deja. ¿Tendría cinco? ¿cuatro?, Suelta la mano de su padre, para recibir de Mirta, la hermana menor de la mamá, una muñeca. La única que ahora reposa en la cajuela del Peugeot.

-        Vos te vas, ¡sho no te mando, eh!

-      ¡Te quiero mucho, tía Mirta!

Marcelo Goldberg es un tipo tranquilo, diseñador gráfico, amante del Jazz, divorciado, con dos hijas adolescentes. Le lleva a Martina 25. Pronto, ella descubre su pequeño defecto, el edipismo propio de los hijos yiddish mama, que Martina solventa llamando a Raquel semanalmente para que le cocine recetas kosher. No se mete en un concurso de sazón, perdido desde el inicio. Los goldbergzanetti son felices en Buenos Aires, hasta que llega esa crisis económica que, como huracán, azota cada década a la Argentina, pero que la capean con una invitación a Ecuador, que una multinacional le hace a Marcelo. Con sueldo en dólares en un país barato, él la convence de no trabajar. La joven Martina treintañera, usa su tiempo asistiendo al grupo de tejido de unas abuelitas, a las reuniones de parejas de la empresa de márketing, a las sesiones del pequeño círculo dirigente de la asociación argentina. Va al Estadio Olímpico a ver los partidos del Aucas con el viejo conserje del edificio... Entre el no hacer nada y no ejercer su profesión, entre los viajes laborales de Marcelo a Guayaquil y las salidas con una coterránea y su marido, inicia un affaire con este.

La crisis en Latinoamérica es como los piojos entre los escolares y cuando eso ocurre, las multinacionales vuelan como golondrinas. Y esta llega al país andino. La pareja, ahora vive del modesto sueldo de Martina. Entre el retomado oficio de maestra jardinera y el affaire prohibido va ella. En el trabajo de buscar trabajo y esperando que las cosas mejoren para el retorno, va él. Y así se alejan. Ella encuentra una escuela que paga más. Las posibilidades para él en la Argentina no cristalizan. El silencio sereno de Goldberg llegando a los 60 contrasta con la intensidad de Martina en sus 35. Marcelo hace un programa radial de Jazz, lee, hace trabajos eventuales, se acerca a la comunidad judía de Quito. Ella goza de sus alumos, se hace amiga de sus colegas, entre ellas Lala, con quien viaja y descubre el Ecuador de verdad. Marcelo y Martina, dejan de ser los goldbergzanetti, para volverse coarrendatarios que se tratan con amabilidad, paisanos que se acompañan, se apoyan en las cuentas y en los temas legales, que toman mate juntos recordando Buenos Aires.

Y una tarde aparece él. No llega a los 30, largo de porte y de cabello, colega de Lala en un trabajo extra. En los quince días siguientes se ven unas cuatro veces. Martina les da ideas para mejorar su tarea. Llega el gran día y ella asiste al curso de matemática inicial que dictan los otros dos. Celebran los tres con un café, pero solo dos quedan en ir al cine al día siguiente.

Apenas se apagan las luces, él toma su mano. Viene luego un beso que se extiende largamente. Entre una escena y otra vienen más. Salen en silencio y a pocos metros de la puerta, con toda la franqueza porteña, ella lo encara:

-¿Vos que querés conmigo?

-Quiero todo.

-¿Lala te dijo que soy casada y que vivo con mi marido?

-Y me dijo que no tienen nada, que solo comparten la casa.

-¿Y vos le creés a Lala?

-Le creo.

-¿Hasta dónde quéres llegar?

-Hasta tu corazón

-Ja, que romántico... ¡Hablo en serio!

-Yo también.

-Vamos pibe, ¿que querés?

-Quiero que seas mi novia, estar en tus pensamientos, que estés conmigo muchos años, luego vivir juntos, tener un hijo… Quiero todo de ti, quiero todo contigo, quiero darte todo de mí. Ahora mismo, Martina Zanetti, te entrego mi corazón, mi memoria, mi acto y mi palabra, mi día, mi luna y mi sol... 

Lo dice con una seriedad que la conmueve.

Esa noche duermen juntos en casa de Lala. Entran a la cama a las 9 y salen a las 4 de la tarde.

Se ven el lunes en un hotelito del centro, pues él vive con sus padres.

Un mes después, Martina casi siempre lleva consigo una pequeña maleta con ropa. El rostro de Martina se ilumina el ver acercarse al muchacho largo, a su bichito de luz, como ella lo llama. 

-¿Qué hacés, bichito?

-¿Cómo estás mi amor?

Se encuentran apenas salen del trabajo, van por un chocolate y un sánduche, a sentarse en el parque, a caminar de la mano. Y antes de que el sol se oculte se encierran en su hotelito del centro hasta el día siguiente.

Apasionados, eternos, animales, ansiosos, dándose con todo, van necesitándose como adictos.

-    Hola…

-    Hola mi amor

-    ¿Por qué llamás a casa?

-    Porque dijiste que en esa casa, tú contestas siempre el teléfono.

-    Pero puedes llamar al celular.

-    ¿Qué tiene que te llame a casa? ¿No tienes nada que ocultar, no?

-    No, pero puede ser incómodo para Goldberg…

-    ¿Y? Nunca es triste la verdad…

El inmaduro bicho se pone celoso y a pesar de ello, o por ello, Martina se enamora cada vez más.

Viene la primera bronca. Pasan algunos días sin hablarse, que para el bicho de luz son una eternidad. Martina no sale de su cabeza, el bicho da vueltas alrededor del teléfono como felino encerrado, pero no quiere soltar esa tonta dignidad de macho. Pero el amor es más fuerte, le repite canchero Tanguito y el bicho la llama sin obtener respuesta. Dos horas después con el diafragma apretado insiste y suena la voz metálica del buzón de mensaje. Elucubra: Volvió con Goldberg…, no, no puede ser… Regresó el amante… ¡sí, eso es!, se martiriza. Se tira a la cama y se enconcha como gusano, como un bicho que recibió una dosis de insecticida. Va a comenzar la noche. Llama al teléfono fijo.

-Buenas noches, responde amable Goldberg.

-Por favor, con Martina.

-Ella no vive acá más, llamála al celular ¿Tenés el número?

-Sí, gracias.

Cuelga. La felicidad genera un eco: “no vive acá más”, “vive acá más”, “acá más”... De inmediato, el bicho sale a la calle, el extraño de pelo largo, sin preocupaciones va. Busca una cabina y marca.

-Hola…

-Hola mi amor.

-Bichito…

-Te llamé todo el día.

-Sí, estuve fuera con los chicos y me dejé el celu en el aula.

- ¿Nos vemos?

-Dale, venite donde Lala. Alquilé el departamento contiguo.

-Te amo Martina…

-Y sho a vos, bichito..., sho a vos…