Monday, June 21, 2010

Naranja y Azul

La lluvia pertinaz que caía en la ciudad la retrasaba. Luego de acicalarse el vestido azul, terminó de maquillarse con parsimonia. Su celular recibió dos llamadas, la una del homenajeado, a quién confirmó su asistencia, la otra del amigo que la llevaría.

Cuando arribaron a la sala, Carlos estaba dirigiéndose a los asistentes. Ella se hizo notar moviendo ambas manos en el aire y el pintor le respondió con un guiño. María, desde los días de la Facultad, gustaba del estilo de Carlos, creía que los azules, que iban desde el celeste al índigo combinados con las gamas diversas del anaranjado daban a sus obras una intensidad que contrastaba con el blanco de las paredes y la iluminación individual, llenando la sala de sensualidad. Sin embargo, también consideraba exagerados la fijación del artista con los senos y el feísmo de las formas.

Ella se acercó al pintor, acompañada del amigo que la trajo. El hombrecillo la seguía discreto como un cachorro, sin molestarla pero siempre cercano, siempre atento a complacerla, solícito a cumplir con sus deseos. Rubén, pues éste era su nombre, cortejaba a María desde hace ya siete años, después de que encontraran el esposo de María y a una mujer entre los fierros retorcidos del auto familiar. Desde entonces, pese a las constantes negativa,trata de agradarla.

Ella miraba las pinturas y al detenerse a contemplar ciertos detalles sintió ese revoloteo de mariposa que acompaña a la caricia de un par de ojos subiendo por su cuerpo. María no se inmutó, tal cual su madre y abuela le enseñaran, dejó que ese invisible aleteo siga rodeando su cuerpo lentamente, mientras continuaba con fingida despreocupación frente al cuadro.

Lentamente giró el rostro y enfrentó al observador, era un hombre largo y delgado, enfundado en un traje de casimir un poco ajado. Constató que definitivamente no era su tipo al reconocer un rostro blanquísimo inscrito entre un cabello azafranado y una barba del mismo color. Sin embargo, la aguileña mirada de los ojos azules, una posición estática como de escultura marmórea y el peculiar olor que recordaba a los pinos provocaron un impacto en los sentidos de la mujer.

Carlos, con la mano la invitaba a acercarse y ella antes de ir al encuentro de su amigo, dejó escapar una sonrisa, un regalo que ella misma no había considerado brindar al extraño.

Cuando María conversaba animada con el pintor y cuando Rubén sugirió tomarle unas fotos, ella sintió de nuevo el olor a bosque, la presencia del hombre pálido, que sin razón, le comenzaba a parecer atractivo. El extraño no dejaba de mirarla, rozando el cuerpo de la mujer con la luz azul de los ojos que descansaban sobre los pómulos salientes Cuando el aparato arrojó una de sus últimas luces, ella giró el rostro y conscientemente le dedicó una amplia sonrisa, repleta de coquetería, obteniendo como respuesta un nervioso movimiento de las mandíbulas. El hombre seguía inmóvil, como si estuviera atrapado en su propio cuerpo, ella temiendo que la timidez termine por convertirlo en estatua de sal y haciendo caso omiso a los consejos de su madre y de su abuela, dio tres pasos decididos hacia él.

Como si el avance de la mujer hubiera roto el hechizo, también el hombre dio tres pasos en dirección a María. Cuando ella se detuvo, él dio tres pasos más, como en un antiguo ritual mamífero. Poco menos de medio metro los separaban y ella sintió de nuevo el intenso olor a almizcle. María giró la cabeza esperando que él le dijera cualquier cosa, quería saber si la fulminante atracción química se podía complementar con una diálogo inteligente. Esperaba el clásico pretexto que los hombres usan para iniciar una conversación, quizás el inicio de una historia larga, pensó ella, o al menos el punto de partida de una agradable compañía temporal al otro lado de la cama.

Mientras estas ideas pasaban por la cabeza de María, sus ojos marrones se entrelazaban con los del enjuto individuo. Lentamente el hombre abría los labios para dejar escapar unas palabras y la dulce espera provocaba un movimiento más rápido en el torrente sanguíneo de la mujer. El clima de seducción mutua llegaba a una primera cúspide, pero la voz que interrumpió el íntimo silencio, no fue el timbre de voz que ella esperaba, sino el de Rubén recordándole que debían marcharse. Como si fuera parte de un guión teatral, en ese mismo instante una mujer se acercó al extraño y éste inconscientemente la apartó con ligera brusquedad. El rostro flaco mostraba esa desesperada expresión a pérdida ante la partida inminente de María, mientras ella ocultaba su fastidio ante el brazo de Rubén rodeando sus hombros.

Les quedaban pocos minutos. Él la miró por última vez, dejando caer las cejas y dibujando un gesto que en palabras equivaldría a un: !no puede ser! Ella resignándose respondió con un gesto lascivo que su madre y abuela desaprobarían y comenzó a dirigirse hacia la entrada, sin escuchar los comentarios del impertinente que tenía a su lado.

El hechizante olor del hombre se hacía sentir más débil a medida que alcanzaba la salida, por lo que pensó en usar cualquier pretexto para regresar a la sala. Sin embargo, recordó los consejos de su madre y abuela en ese tipo de sitauciones: una dama no puede darse el lujo de reacciones demasiado atrevidas.

¿Cómo saber el nombre del extraño?, si al preguntárselo a Carlos tuvo una negativa. Una vez en el auto de Rubén, miró hacia el edificio neoclásico y de inmediato cerró sus ojos por varios segundos. Quería colocar en su memoria la figura de estatua florentina, el rostro duro y el fuerte olor amargo. ¿Dónde volver a verlo? Se consoló pensando que en la ciudad hay pocos hombres de barba y cabellos azafranados y aguileños ojos azules, pero sobre todo supo que reconocería de inmediato su olor a almizcle al tenerlo cerca.