Saturday, December 01, 2007

Carta al primer amor

a MRA

¿Qué habrá sido de aquella morenita,
trigo tostado al sol -que una mañana-
me sorprendió mirando a su ventana?
Tal vez murió, pero en mí resucita.

Arturo Borja

Después de tantos lustros en los cuales mi mano y mi pupila vieran hacia otro lado, me aproximo hasta usted. Quizás porque los fantasmas de esos amores que usted precedió han sido exorcizados y hoy quiero bien. A pesar de no ser el guapo chiquillo a quien regalara por primera vez su corazón, tampoco estoy ajado ni neblinoso, como en los días en que sorteaba tormentas y tifones.

Le escribo ahora que me invade esta límpida calma, ahora que no soy el mismo de aquellos días en los que veía a la estabilidad disfrazada de apatía. Escarbo mis vivencias y llego hasta aquella época cuando nos encontramos, al inicio del año lectivo 83-84.

Hace mucho que quería escribirle. Escribir a quien tiene un lugar tan importante en mi historia, en mi naturaleza, en mi magia y mi elegía. A quien a veces surge en los sueños y me alegra el despertar.

Brota del subconsciente y revivimos nuestro primer beso en mitad de la calle, con el mismo palpitar infantil, ahora sin la mirada delatora de su empleado Cristóbal. Las primeras impresiones son las más nítidamente gravadas, y tal vez por eso mi limbo onírico le rescata y usted aparece revoloteando. En ese espacio en que duermo, alguna desconocida se transforma en usted o emerge desde cualquier contexto hablando raros lenguajes. Aparece en tiempo presente con la cara angélica del ayer.

“Era enero, salíamos del colegio”, dice el fakir. Era octubre y llegaba de clases en esas tardes lluviosas, posteriores al día de San Francisco, que oscurecían pronto. Estaba maravillosa, pequeñita y delgada, dentro del uniforme de falda a rayas y zapatos bicolor. Su cabello castaño, sus mejillas blanquísimas salpicadas de imperceptibles pecas resaltando el brillo de sus ojos verdes. Ojos de caña verde, como después le cantaba Félix para matarme de celos.

El día de mi primera fiesta, su fiesta de 13 años, le declaré mi amor mientras bailábamos, sin percatarme de la sonrisa burlona de su prima. Desde entonces, cada tarde cerca de las siete, me ponía intranquilo. Salía con cualquier pretexto hacia la parada de su bus colegial e iba con usted hacia su casa, hasta el inicio de su Pasaje Torres. A veces, sin fortuna, me quedaba vagando entre enojado y triste, cuando sus padres le habían ido a buscar.

La delación de Cristóbal le impedía salir y las amenazas de su hermano mayor me impedían acercarme, sin embargo, sin vernos mucho nos seguíamos queriendo. Mis intereses adolescentes me alejaron de usted. Los sueños de revolución que lo desbordaron todo y los pinitos con las letras. La veía poco, a pesar de vivir al otro lado de su manzana, entre las tareas de la clandestinidad y las andanzas con los “vagos de la esquina”.

Allí, entre nuestras separaciones cortas y la música protesta cantada a todo pulmón, parece que nació esta falta de compromiso que ha perdurado en mis futuras relaciones de pareja. En mi cuarto, entre Pink Floyd a bajo volumen y los ejercicios de geometría, se gestó mi afición por la soledad.

Al concluir nuestros espaciados encuentros, me reprochaba mi falta de dedicación y me juraba verla al día siguiente. Se postergaban días y semanas. Si pudiera volver a nuestros quince, dejaría de lado los videojuegos y a los decapitados poetas trágicos, por conversar largamente tomando su mano.

Su vida y la mía siguieron su rumbo. Cada una se encerró en sus laberintos y se reflejó en sus propios espejos. Usted, en su profesión y en quien es hoy su marido. Yo en mis eternos sueños de bala perdida, colgado de la piola de una cometa, rara vez con los pies en la tierra.

Conservo el anillo que me regalara y en alguna parte su pañuelo pequeño, aquel que guardaba entre mis manos al regresar del recreo. También tengo una de las fotos que solía robarle. Ese rostro precioso que viera en sus hijos, el año pasado.

Han pasado más de 4 lustros desde los días en que nos besábamos con ingenuidad e incipiente pasión en mitad de la calle. Cuán hermoso era ese amor pequeño de paradas de bus, de caramelos y gaseosa, amor primero de cuadernos-chismógrafo y de pañuelos perfumados. Amor de sábados de lluvia, chocolate caliente, de partidas de “cuarenta” envueltos en la ternura de su madre.

Me hago la pregunta que una vez usted me hiciera en medio de su grávida sensibilidad: ¿Por qué cambiaste? ¿Qué te pasó? Aquellas mañanas que despierto soñándola me digo también ¿Dónde quedó el chiquillo de rizos rubios al que usted amaba?, ¿En cuál esquina del barrio? Quizás aun pulula perdido buscando su casa en el Pasaje Torres.