Ahora camina del brazo de mi madre, quién le tiene cada vez menos
paciencia e incluso a veces le regaña. Sin embargo, en mi niñez y adolescencia,
era un roble repleto de energía. El ídolo al que quería parecerme.
Mientras la mayoría de padres comienzan, digamos un
miércoles, saltando de la cama, el mío llegaba a casa cuando despertábamos para
ir a la escuela. Varios de los días llamados laborables, se asomaba apurado y se metía a la ducha, mientras mi madre nos vestía. Acomodaba el nudo de su corbata, cuando los chicos terminábamos el desayuno. Corríamos en su auto hasta la escuela y luego él iba a su oficina en el banco.
Desde el pupitre, compadecía a mi padre y su excesiva jornada de trabajo.
Desde el pupitre, compadecía a mi padre y su excesiva jornada de trabajo.
Los sábados llegaba con el nacimiento del sol y preparaba
el desayuno familiar. Mi madre se levantaba al oírlo y le descargaba una
buena dosis de su silente mal humor, el mismo que a papá le resbalaba como
si tuviera encima una capa de aceite. Entonces, él le mostraba las flores recién
puestas en el jarrón, un collar de baratijas, un chal…, regalitos que junto a los piropos, atenciones y arrumacos, hacían brotar en ella la primera
sonrisa. Se iniciaba el “finde” y los preparativos para el parque
de juegos mecánicos, la piscina, la playa o visitar algún pueblecito turístico. Allí nos colmaba de golosinas, se volvía niño malo y nos inducía a
contravenir las reglas de la madre. Los domingos, mientras mamá visitaba a los abuelos, los
tres hombres partíamos al fútbol o al hipódromo, eventos que le provocaban hilarantes
reacciones frenéticas. Por la tarde, traía la merienda para sus hijos en la forma de matahambres y la dejaba en la mesa del comedor, mientras él conducía a mi
madre a la habitación matrimonial, donde se encerraban hasta el día siguiente.
Al inicio de la adolescencia, supe que en los encierros del
domingo por la tarde mis padres follaban épicamente y que éstos encuentros y el galanteo de los sábados por la mañana, eran importantes detalles para evitar el divorcio. Mas los factores decisivos para exorcisar al fantasma de la separación, que siempre se cernió sobre nuestras cabezas, eran el
cumplimiento impecable del rol de proveedor y cuidador del ayllu ejercido por papá y la resignada moral cristiana de mi madre, combinados en un entorno de sórdidos prejuicios sociales propio de la época.
Por esos años me di cuenta que mi padre no trabajaba en dos lados como me
decía mamá. Corroboré que como todo empleado salía del banco más o menos a las
cinco, pero él, en lugar de volver a casa, se iba de bares con sus colegas o de cena con sus amantes, terminando la noche convertido en el
rey de la rumba y la bohemia.
Cuando me gradué del colegio y comencé a frecuentar la zona rosa, me
enteré que mi padre era bien conocido en su ambiente nocturno como cantante y
guitarrista de serenatas. Pero sobre todo, famoso por su asiduidad en discotecas,
cabarets, moteles y burdeles. Descubrí también que ese ritmo de juerga permanente
y trabajo, lo soportaba con algunos aditivos, entre ellos la cocaína.
Hace unos años, al viejo roble le diagnosticaron
cirrosis hepática, y con ella mermó súbitamente su porte y esbeltez. Supe que
el deslumbrante reflejo de mi ídolo, el divertido talante de mi padre, había opacado durante toda mi vida, a la heroína de la historia familiar. Mas mi madre con sus pasitos cortos sigue
siendo el cayado del hombre que, discreto, le pide a mi hijo un cigarrillo
médicamente prohibido. Ella es la compañera de quien, en la última
reunión familiar, solicitó a mi sobrino incrementar el ya generoso taco de ron blanco, “para
que la guitarra afine …”. Mi mamá, como siempre, cumple su resignado rol de
esposa del irredento octogenario, cuyas pupilas invariablemente se iluminan ante
la presencia de una mujer hermosa.