Monday, April 25, 2011

Por un par de ojos miopes

En aquellos días, los viernes eran diferentes. Comenzaban con una cerveza a las cinco de la tarde, seguían con los generosos happy hours del bar de un amigo, se remataban en una romería de salsotecas, bares reaggue y a veces culminaban en un antro elegante de naciente techno, repleto de chicos ricos bailando como zombies al ritmo de la cocaína. Al inicio de la aurora sabatina, mis huesos reposaban junto a alguna fulana, o en el sofá de algún conocido. La descomunal resaca del sábado venía en la forma de un enano que desde la laringe martillaba el cerebro con violencia. Se hacía presente en las continuas incursiones al lavabo para disfrutar del líquido municipal, en los empellones a la borracha del costado o en la eterna lucha contra el angosto espacio del sofá que casi siempre impedía estirar las piernas.

El sábado que hoy vuelve a mi memoria, desperté en casa de mi padre, después de que mis hermanos me encontraron semidormido en un oscuro rincón de salsoteca. A las diez de la mañana, el mayor corrió las cortinas y el ardiente sol de la mitad del mundo me azotó inmisericorde el rostro. Me di cuenta que no me había derretido como un personaje de Stoker porque el enanito martillador, ahora alojado en alguna parte de las cervicales, descargaba sus golpes en el frontal. Mi hermano me dijo que iríamos a un concierto, mi molicie argüía no tener dinero, pero los menores me convencieron cariñosamente.

Nos dirigíamos a la plaza de toros, en aquel tiempo el coso adecuado para conciertos medianos. La multitud como enjambre de avispas y el sol, más fuerte al acercarse al cenit, eran los cómplices efectivos del martilleo incesante. A pesar de que bebí varias botellas de agua, me di cuenta que la depresión alcohólica había encontrado otra víctima. A tal punto que mientras mis hermanos compraron un six pack de cervezas, yo pedí una funda de leche.

Subíamos las gradas de la plaza para disfrutar del concierto de Cafetacuba. El sol seguía en ascenso y cuando creí que me desmayaría, sentí una brisa suave que me invitó a girar la cabeza. A mis espaldas, atravesando el ruedo y exactamente en los graderíos del frente estaba ella. También buscaba asiento con sus acompañantes, hasta que esa misma brisa la encontró, la forzó a mirarme y entonces distinguí por primera vez sus claros ojos miopes. Pedí a mis hermanos que bajáramos hacia los graderíos inferiores para acortar distancias y ellos accedieron. Ella, un gigante de gorra deportiva y una rubia con piercing hicieron lo mismo. Arrebaté la cerveza de mi hermano y la levanté hacia ella como si brindara, ella se acomodó los lentes, sacó de los bolsillos de la sudadera gris su manecita blanca y la agitó en un saludo coqueto. Algo ingresó por mi ombligo y como poseído pedí a mis hermanos ir al otro lado de la plaza, ante su negativa, fuera de mí, hice señas a la chica para que viniera, señalándole unos puestos vacíos a mi costado. Ella y su grupo rieron.

Los teloneros cerraron su presentación y el animador anunció con fanfarria a Cafeta Cuba, que después de breves saludos comenzó con uno de sus temas más movidos. El público de la plaza coreó la canción, mientras nuestras miradas miopes formaban una secante continua en el segmento circular de la plaza y pasaba sin interrupción frente al escenario. Cosme, el vocalista, daba brincos endiablados en la tarima y algunos osados saltaban a la arena para imitarlo. Vinieron otras canciones y de un lado al otro de la plaza iban coqueteos, lenguaje mímico, sonrisas y algunas de mis payasadas bobas que a ella le divertían de buena gana. El grupo de mosheros había crecido en la arena y ésta comenzaba a esparcirse como una lluvia dorada. Mi hermano menor decidió bajar y le seguí, ella volvió a mirarme y se dispuso también a dejar el tendedero. Mi meta no era moshear ni subirme al escenario, sino traspasar ese cúmulo de jóvenes frenéticos y alcanzar el otro lado de la plaza, ella hacía lo suyo. Los “Tacubos” incrementaban el furor juvenil y casi la totalidad de los graderíos bajó a la arena.

No la perdía de vista, pero no podía acercarme, nos separaba una muralla de jóvenes desenfrenados. Mis ojos no perdían la sudadera gris y de a poco mi miopía podía distinguir las hermosas facciones que, a veces eran cubiertas por un brazo, por una melena o por una chompa de cuero y metal. Como sumergidos en arenas movedizas seguíamos avanzando, enfrentando una multitud que nos llevaba hacia el escenario. Una lucha dual de dos miopes enamorados contra un mar de cuerpos y voluntades. Por fin estábamos a pocos metros, pude ver los lentes de marco dorado, y sus dientes pequeños en risita entusiasta, leí las letras anaranjadas inscritas en su sudadera gris: Kalamazoo y algo más. Cuando Cafeta Cuba comenzó su cover de Leo Dan junto a miles de voces de la plaza, nos tocamos las yemas de los dedos y mis suposiciones de que mi amada era gringa se confirmaron al oírla cantar casi a mi oído el coro mal escuchado: “Ay amor Vivino” me decía con la voz que en ese entonces me pareció la más dulce. Una fila de chiquillos tomados de la cintura se atravesó entre nosotros, y terminada la canción los espectadores se calmaron por un instante. Saludamos, me preguntó mi nombre y yo no pude oir bien el suyo, pues la gente empezó a pedir a gritos otra melodía, la última, tal como se acostumbra en estas latitudes. ¿Madeleine? repetí, ¡Caroline!, pareció que me decía otra vez. Mientras el conglomerado de personas nos movía como en un hula-hula, sabiendo que no podríamos escucharnos, sonreímos entontecidos y algo me movió a besarla. Metí mis brazos entre el trencito de rapaces, tomé sus manos y acercamos las caras, pude ver sus ojos entrecerrarse, sentí su olor y casi su beso, pues una descarga de la guitarra de Meme y un retumbar de batería reinició el mosh.

Nuestras manos se separaron y la multitud nos alejaba en direcciones opuestas. Como era la última canción, le grité que nos viéramos a la salida, ella inclinó la cabeza sin entender, se lo repetí en inglés y creí ver que asentía. Los melenudos girando en círculos nos separaban aún más, el baile desordenado ahora levantaba la arena como un siroco y su rostro se difuminaba entre la polvareda. Cuando se despejó un poco el paisaje sahariano, vi frente a mí a un punkie borracho zapateando. Ella había desaparecido.

Cafeta Cuba se despidió de la ciudad. El silencio se instalaba de a poco en el escenario, la gente regresaba de su catarsis, empolvada y feliz se dirigía a la salida, mientras yo me abría paso a empujones. Gritaba que tenía una emergencia (¡así era!), buscaba la sudadera gris, o sus ojos miopes bajo los lentes de marco dorado, sus rizos castaños o sus dientecitos pequeños. El logos griego me iluminó y deduje que más fácil sería buscar a su gigantesco amigo, al menos 20 cms. mas alto y su gorra de los Chicago Bulls, nada... Cuando alcancé la salida la busqué, hice un paneo de las calles dispuestas a normalizar su vida. Ningún rastro.

Regresé a la puerta del coso taurino, me subí en un arbolito y lo único conocido que divisé fueron mis hermanos… Les pedí que esperasen un poco y accedieron pacientes, hasta cuando salieron los hombres del overol gris encargados de la organización del evento. Cuándo era evidente que la plaza estaba vacía, mi hermana pequeña dijo que tenía hambre, mirándome con misericordia. Me ubiqué en el asiento posterior del auto y el enano martillador comenzó lentamente su labor de picapedrero, su golpeteo ahora se localizaba en la boca del estómago. Debo reposar, les dije al llegar a casa, creó que me dio insolación. En realidad no quería que me vieran llorar... Me arrojé a una cama, los ojos cerrados, el antebrazo en la frente, la mueca amarga en la boca y los pies colgando. El golpeteo había minado el diafragma y ahora punzaba el estómago. Estaba a punto de vomitar, cuando se hizo la luz...

No grité Eureka, pero me incorporé de un salto, la diosa Atenea se había apiadado de mí, y comencé a organizar las ideas: Ella era gringa, tenía una sudadera universitaria del Kalamazoo College y su amigo una gorra de los Chicago Bulls. En aquel tiempo, solo dos universidades ofrecían programas de intercambio en mi ciudad. Encontrarla no parecía difícil. El dolor de la insolación se había ido, lo que estuvo en la panza se acomodó en su sitio. Apretando los puños me repetía: ¡piensa, piensa, piensa! Iría hacia esas universidades y las recorrería hasta dar con mi amada miope… ¿Cuántos días me tomaría encontrarla? ¿Cómo coincidiríamos en tiempos y en espacios? ¡Que idea tan descabellada!, ¡Estúpido, piensa algo más!, me dije. Debes ir a la división de programas de intercambio de esas universidades y con algún pretexto acceder a las listas, localizar a las Madeleines y Carolines y buscarlas. Tomé una libreta y continué con la estrategia. Tienes que preguntar por las clases de temas latinoamericanos, español, antropología y todas esas cosas que los gringos vienen a estudiar acá… ¿Y si era más bien ingeniera o le daba a la medicina? Esa posibilidad me puso la piel de gallina…

El lunes siguiente estuve sentado en un curso de antropología del desarrollo, acompañado de 14 chicas norteamericanas, de las cuales 3 se llamaban Caroline y ninguna era la que yo buscaba. El jueves recorría los pasillos de la facultad de letras, con una traducción de García Márquez y un libro de Bashevis Singer, preguntando por Caroline y Madeleine, supuestas dueñas de los textos. ¿Madeleine Parker? dijo una gordita pelirroja. Sí, de Kalamazoo respondí. Ella señalo un árbol en el campus, a cuyo pie estaba sentada en pose de loto una chica de cabello castaño y sudadera gris. El corazón comenzó a latir con violencia, pero a medida que nos íbamos acercando bajaba sus revoluciones hasta casi detenerse... La pelirroja le mostró los libros y Madeleine Parker, no mi Madeleine, negó con la cabeza. La semana siguiente en las canchas de ambas universidades preguntaba por un chico de un metro noventa que usaba una gorra de los Chicago Bulls, y les mostraba el modelo con el toro rojo que había conseguido. La respuesta negativa seguida de gestos de extrañeza fue la constante. A la tercera semana, esperaba sentado frente a la puerta del curso de español académico, cuando sentí que algo me picaba en la mejilla. Era una lágrima…

Se hicieron tres en pocos segundos, entonces me levanté y comencé a bajar lentamente las gradas de los diez pisos, tomado del pasamano. En el séptimo, un jesuita me preguntó que pasaba, evidentemente las gotas saladas se habían multiplicado con velocidad. Le dije que se me perdió un libro y aceleré el descenso. En el segundo piso una anciana secretaria me miró azorada y me arrojé a sus brazos en un llanto desconsolado, alegué entre sollozos que había perdido el semestre… ¡lo perdí, lo perdí!, decía en ese tono que se vuelve incomprensible a fuerza de mezclar lágrimas y mocos ¡Qué voy a hacer!, repetía, mientras la gentil vieja me acariciaba maternal el cabello. Luego de que empapé su regazo, abandoné corriendo el edificio de la universidad. En casa, con el enano martillador visitándome sin resaca, lloré hasta quedarme dormido.

Han pasado 20 años desde esa tarde y desde entonces las chicas que usan lentes de marcos dorados me han puesto en alerta. Sin embargo, las memorias volvieron esta mañana en el aeropuerto. Mientras con mi mujer esperábamos a sus tíos, la hija más chica hizo su ingreso a la sala de arribos y vi en su pecho las tristes letras anaranjadas del College de Michigan. Súbitamente solté la mano de mi esposa y la estiré hacia el frente, por suerte nadie se dio cuenta y de inmediato disimulé un saludo.