A Fey, quien lo vivió
La lluvia caía
con toda su fuerza amazónica, y si bien nos ponía algo nerviosos, era un
bálsamo refrescante en medio del calor. En la canoa avanzábamos río abajo quince
personas apiñadas y la mitad borrachas. Con nosotros venían algunas gallinas, un
par de cabezas de verde, quintales de arroz y tarros de combustible.
Diana, la
hija de la dueña de la canoa, sacaba de mala gana, el agua de lluvia con un balde,
evitando el colapso seguro de la barca. De vez en cuando, al pasar cerca de una
orilla podíamos escuchar los monos chillar enloquecidos buscando refugio, lo
cual nos maravillaba a los afuereños y era indiferente a los beodos locales. Luca, el hijo de Diana los miraba con un
asombro cercano al espanto y se abrazaba de las rodillas de su madre, quien respondía
con su ternura ingenua y una sonrisa de resignación.
Cayó un trueno
y Luca exclamó verdaderamente molesto: ¡Joder
madre, que se cae el mundo!
Escuchar a un
niño canelo-quichua de seis años expresarse con la más pura jerga española, nos
hizo gracia a los que bajábamos por el inmenso río oriental. El grito del
chico, atrajo nuestra atención más que los trajes “Mango” que lucían los padres,
más que sus tatuajes y piercings. En un recodo apareció un cocodrilo y un Luca
nuevamente asustado comentó. ¡Has visto
que animalón!, esos no los vi ni en el zoológico. ¿no vendrá para acá, o sí? Ante
las risas de algunos de los viajeros, el muchacho suplicante preguntó a su madre ¿Cuándo regresamos a Madrid?
Ella no dijo
nada y el padre, que hasta entonces se había mantenido en silencio, con la
mirada cetrina en lo profundo de la selva, o en sus preocupaciones, hizo aún más
pequeños los ojos y le dijo en voz muy
baja: pronto, hijo, pronto… Sus
palabras cambiaron el ánimo del chiquillo que entusiasmado se lanzó a recordar
sus días en la capital española: Apenas
lleguemos, iré a montar bici en El Retiro y a jugar con los colegas de la escuela, ¡vaya si los
extraño! Ellos no hablan tan raro como
los tíos de la finca, a los que no entiendo… E iremos a por un par
de churros, papá… ¡un par de churros con chocolate!
Cuando la lluvia se marchó y el cielo se mostró azul, la caricia del
calor se hizo más más intensa, y Luca, se quedó dormido en las piernas de su madre, recordando las delicias de la ciudad en la que había nacido.
Por sus
padres, supe que Luca venía por vez primera a Ecuador, y que casi desde su arribo preguntó
por la fecha de regreso. No soportaba el calor húmedo, los mosquitos, ni la
casa de caña de la abuela que carecía de televisión… Ellos le dijeron que estaban
de vacaciones y el chiquillo con insistencia pedía regresar a la capital
hispana, la única realidad que había vivido hasta entonces.
No se
animaban a decirle la verdad que llegó de manos de la crisis. Esa vieja torva que los había alejado por siempre de la vieja Europa.
Diez años atrás, ella vino a las fincas. Con deudas y aprietos económicos, les obligó
a marcharse de su patria. El nacer del siglo lo vivieron en la pujante España, donde mejoraron su vida y cumplieron el sueño de joven pareja, al hacerse un piso propio. Diez años
después, la misma vieja torva que tarde o temprano se ensaña con los pobres, reapareció
con su traje de harapos y hasta allá fue a visitarlos. Se hizo presente con vencimiento de
hipoteca y largos meses de paro.
Como la situación se ponía insostenible, siguieron el ejemplo de otros emigrantes y regresaron al país. A la ayuda de hermanos extrañados, a luchar otra vez la vida en las fincas paternas, metidas en el fin del mundo, en donde el poco oro que da el río y la escasa leche que dan las vacas, aseguran el sustento.
Como la situación se ponía insostenible, siguieron el ejemplo de otros emigrantes y regresaron al país. A la ayuda de hermanos extrañados, a luchar otra vez la vida en las fincas paternas, metidas en el fin del mundo, en donde el poco oro que da el río y la escasa leche que dan las vacas, aseguran el sustento.