Wednesday, May 30, 2018

Karel



El primer recuerdo que tengo de mi tío Karel, es el de ese recital que dio en la Casa de la Cultura en el año 78. El altísimo y caballeroso holandés visitaba por primera vez el país de su esposa. Se sentó al piano y escucharlo hizo que para siempre Mozart sea mi favorito, me hizo interesarme por un poco conocido Rachmaninoff, y también alejarme de la dulce melancolía de Chopin, el preferido de mi tío. Treinta años han pasado desde entonces y lo he visto varias veces al piano acá, o en Bruselas y deleitando las reuniones familiares con piano y acordeón.

Luego de jubilarse, su hogar era Ecuador en otoños e inviernos y Europa en primaveras y veranos. Poco después se quedó sordo de un oído, perdió un ojo y se llenó de opacidad el restante, por lo que mi tía fue su lazarillo. Un lustro después comenzó a perder la memoria a corto plazo y a desubicarse, de pronto, espacialmente. Estando en Quito, pensaba estar en Holanda y conversaba en neerlandeés. Estando en Bélgica, en medio de alguna reunión se dirigía a su interlocutor en español, en inglés o en alemán… Pero siempre en las reuniones familiares en su casa, se dirigía al piano y nos deleitaba con sendas interpretaciones clásicas, que las conducía con la misma maestría de aquella ocasión en el 78.

Mi prima Marcela cumplía años y nos invitó a su fiesta. En la reunión Karel, departió con su caballerosidad característica, bromeó, tomó sus pocas copas de vino tinto y alabó a la cocinera. Súbitamente se levantó y pidió que le acerquen hasta el piano, instrumento que no había en esa casa. De pronto creyó que estaba en su casa en Bélgica y, en francés, indicó que bajemos al estudio donde reposaba el instrumento. Mi tía, pacientemente le dijo que estábamos donde su sobrina pero Karel comenzó a enojarse, demandando el piano. Los presentes nos quedamos en silencio unos y tratando de cambiar el tema, otros.  En el nerviosismo, Marcela trajo un pequeño órgano eléctrico y lo colocó en la mesa. Karel se sentó y comenzó a tocarlo, mas cuando su mano derecha quiso extenderse, tal como lo hacía en su largo piano de cola, y sintió que no habían más teclas... Se enfureció.

Mi tía dijo que se iban a su casa y Karel avanzó molesto y silencioso a la puerta de salida guiado por su mujer. Al abrir la puerta se encontraron manos a boca con los mariachis que venían a animar la fiesta, según se ha hecho costumbre en el país. Karel se acercó al que tenía el acordeón y quiso tomarlo, le guiñamos el ojo para que se lo preste. Karel se lo colocó en los hombros y comenzó a tocar. Su rostro mostraba la fascinación del músico en la ejecución, del niño con el juguete, del anciano que se mira completo. Luego de tarantellas, polkas, y otros ritmos, bajó elegantemente la cabeza y vino el aplauso de propios y mariachis. Con el acordeón aún en los hombros, dio tres enormes zancadas y salió a la calle, seguido por su mujer, algunos de nosotros y el dueño del instrumento, que queríamos  regresar.

Karel no quería devolverlo, aducía que era suyo y que el mariachi se lo quería robar. Volvió a ponerse molesto.  Se lo sacó de los hombros y se lo puso entre las piernas, para tener libres los brazos y poder defenderse ante un posible ataque. Todos le pedíamos entregar el instrumento, pero él con firmeza y frialdad se negaba. Los mariachis estaban en compromiso pues no podían iniciar su show. Alguien se lo sacó de entre las piernas y lo devolvió, Karel se enfureció aún más y en otras tres zancadas salió a la avenida. En ella, se irguió inmóvil, mientras a su lado su esposa y varios familiares, intentaban convencerlo de retornar a la vereda. Era una misión difícil mover a un gigante de 1.95 metros, que aunque tenía 87 años, se matenía fuerte, pero sobre todo decidido a quedarse donde estaba, sin saber quizás, que era la línea blanca que separa dos carrilles de la Avenida Occidental, vía de alta velocidad. Llamó a su hijo, en francés, pidiendo que este lo ayude, de seguro creía estar en Bruselas, donde vive el vástago. Comenzó a insultar en inglés a los que trataban de moverlo hacia la vereda, movió sus brazos evitando que se le acerquen y empujó sin querer a su esposa.

Entonces vino la estrategema. Lato, un primo que estudió en Francia se acercó, le saludo atento y le pidió sus documentos. Se identificó como policía y le solicitó acompañarle. Karel no reconoció al sobrino y por el contrario en tono conciliador le dijo: J’ai rien fait, monsieur (no he hecho nada, señor). Lato continuó la impostura, con un tono más firme, diciéndole que le acompañe y que se calle, que lo llevaba al auto de la policía, Karel aducía cordialmente que sería una confusión, que él nada había hecho. J'ai rien fait... El supuesto policía francés le dijo que había golpeado a su mujer y que le llevaría a la delegación policial. Ante otra firme invitación a que se calle, Karel comenzó a caminar con la cabeza gacha, diciendo suavemente que él nunca en su vida había tenido problemas con la justicia y que siempre había respetado la ley. Estaba detenido y mostraba la actitud de quien sabe que tendrá serios problemas.

Le subieron en el asiento de atrás de su propio auto, tal como lo hacen los gendarmes en las patrullas parisinas. Junto a él iba Lato, reprendiéndole en el grotesco estilo de los policías europeos. En el volante iba su cuñado y como copiloto mi tía, la esposa de Karel, en silencio. Dieron una vuelta a la manzana y antes de que baje Karel, lo hizo su esposa. Apenas lo vio salir del auto, comenzó un drama con el supuesto agente, pidiéndole que le deje libre. Por supuesto, éste, luego de una pequeña reprimenda accedió. El tío Karel entró a la casa de la mano de su mujer, se acomodó humilde en un asiento y poco después pidió que le lleven a acostarse. Desde entonces, cuando Karel se pone agresivo o se pierde malamente en el tiempo y el espacio, gracias al Alzheimer, mi tía menciona el capítulo policial. A veces, cuando esto no funciona, tiene que blandir una tarjeta, supuestamente entregada por el agente Gérard, en caso de necesitarlo. Entonces, definitivamente, Karel se tranquiliza.