Friday, February 18, 2022

Súbete a mi moto

A NB

Cuatro años habían pasado desde que regresé a vivir en Quito y tres desde que era conocido en la esquina de mi casa como Tarantini. Vivía en un barrio de clase media. Mi familia ocupaba la planta baja de una casa grande de tres pisos, que tenía la escalinata en el centro. En el ala izquierda del segundo vivía Doña Lucita, la dueña de casa y su hija María Eugenia que pasaba buena parte del día en su taller de costura. En la derecha, vivían unas numerarias carismáticas, que organizaban, los sábados, reuniones con los chicos del barrio, para conversar sobre la vida de los santos, el pecado, la virtud y demás temas de interés de las misioneras españolas. En el tercer piso vivía la otra hija, la señora Marcelita con su esposo y sus dos hijos Nico y María Belén, conocida como la Gata, por sus hermosos ojos verdes.

Con Nico llevábamos cuatro años de una amistad muy cercana. Apenas nos conocimos jugamos a revivir los programas de televisión blanco y negro. En nuestro “Viaje al fondo del mar”, el patio del subsuelo era la profundidad marina y la piedra de lavar, el submarino. Pretendíamos ser Huck Finn y Tom Sawyer y cuando requeríamos de Becky y de Joe el Indio, invitábamos a la Gata y a mi pequeño hermano Vito. Nico se la pasaba en mi casa, pero a veces subíamos al tercer piso para jugar con los muñecos del Hombre Nuclear que le traía su padre desde Estados Unidos. En 1981, cuando ocurrió esta historia, Nico tenía 13, la Gata 10 y yo 11. Motivado por su padre, director de una famosa orquesta del país, Nico comenzó a tomar en serio la música. Buscando su instrumento, probaba las congas, el piano y la trompeta. Íbamos al estudio y poníamos en el tocadiscos los flamantes LP’s traídos por Don Nicolás, iluminando toda la casa con ese ritmo nuevo y pegajoso que se llamaba Salsa. Las portadas fabulosas, con Pacheco, “el zorro plateado”, Ray Barreto, el rey de las manos duras o Yomo Toro y Lavoe de Charros nos fascinaban. FANIA, Blades y el chico malo del Bronx, se convertían en nuestros ídolos y cantábamos golpeteando tarros vacíos de pintura.

Los nacientes 80 venían a ritmo de buena salsa, hasta que la Gata, nos disputó el tocadiscos. En su pecho trajo un LP, en cuya portada estaban unos muchachos vestidos de látex. Nos negamos y vino con su padre. Después de “Fania en África”, tuvimos que cederle el aparato a regañadientes y lo que sonó nos erizó los pelos. Eran cinco voces adolescentes con un ritmo que hería nuestros oídos afinados en el buen gusto salsero. No los odiamos de inmediato, pero sí lo hicimos cuando en los días siguientes el ruido de ese disco de marras salía de las casas contiguas. En todo el barrio, o al menos en los hogares donde habitaban féminas se escuchaban aquellas canciones. Pronto, algunas ventanas lucían afiches de los cinco chicos, vestidos como jamás se nos hubiera ocurrido hacerlo a nosotros, desde la estética de “machitos”.

En nuestra casa, la Gata había ganado espacio y sus padres le permitían escuchar todos los días los discos de “Menudo”, que en toda la ciudad fueron apareciendo como hongos en lluvia. La banda de Puerto Rico provocó la adoración de las chicas, en la misma medida que el desprecio de los chicos del barrio, excepto los que aprendieron la coreografía Menuda y que eran catalogados por la bandita como afeminados, pero adorados por las jovencitas, lo que nos ponía verdes de envidia.

En menos de seis meses, se transformaron en histéricas fans, hasta las más recatadas muchachas de nuestra comarca, entre ellas la Gata. Hicieron un culto a la imagen de los 5 portorriqueños, siendo motivo de pelea hablar mal de ellos. Todas habían escogido a un Menudo como el príncipe de sus sueños y en la parada del bus colegial se les oía comentar.

 – René es tan guapo.  ¡Qué cabello tiene, Xavier!, Me encantan los ojos de Miguel…

El favorito de la Gata era Ricky y por supuesto Nico, no escatimaba esfuerzos en molestarle diciéndole que era un enano de dientes torcidos, provocando su rabia:

-Papi, el Nico me está molestando, ¡dice que Ricky es feo!  

- ¡Ya Nico, deja de molestar a tu hermana!

Llegaron las vacaciones y su espléndido sol de verano. Nos divertíamos con un par de patines de 4 ruedas, alternado la camiseta de roller boogie que tenía parches en los codos. La señora Marcelita, le dio 20 sucres para comprar golosinas y le pidió a Nico que no haga travesuras. Don Nicolás le recordó que debía practicar el piano, si quería ser como Papo Lucca, y tomando de la mano a la Gata se subieron a la camioneta.

Fuimos al estudio de Don Nicolás y con “Ramona” sonando, Nico trató de emular ese famoso solo de piano, sin conseguirlo. Iba bien y de pronto ¡zás!, una tecla tocada ligeramente, le mandaba a repetir. Reprimía su frustración, cuando desde la terraza contigua, vino a todo volumen, el inconfundible éxito Menudo “Súbete a mi moto”. Yo grité por la ventana que bajen el volumen, pero fue como si la orden hubiera sido la inversa. Ya comenzaba a sonar la siguiente pista, cuando Nico dejó el estudio y atravesó la sala de su casa. Pasaron largos minutos, llegó sonriente y dijo: mi mamá me dio plata, mejor vamos a tomar helados.

Horas después, vimos desde la esquina a Don Nicolás bajar las compras y luego subió toda la familia al tercer piso. Pocos minutos después se escucharon el llanto y los alaridos de la Gata, seguidos por los gritos de Nico castigado por su padre. Mi vecino y mejor amigo, cansado de "Menudo", había tomado la colección de LP's de su hermana y los puso a broncearse en la terraza. Cuando vino, lo vi adolorido y lloroso, pero con la sonrisa del "deber cumplido". Fue una victoria pírrica pero perdimos la guerra. Nuestra derrota final se dio un par de años después, cuando el grupillo se presentó en vivo, llenó el estadio y esparció por toda la ciudad la "fiebre menuda".