Tuesday, September 01, 2015

Informalidad


En las vacaciones de 1980, año en que terminé la primaria, iba cada mañana hacia Quito desde Alangasí, donde mis tíos, los albañiles y yo construíamos la casa de la familia ampliada. En aquel tiempo no había la autopista, ni veloces autobuses, sino pequeñas furgonetas, por lo que el trayecto  duraba casi dos horas. Al llegar a la capital, mi tía, mi abuela y mi madre tenían listo el almuerzo para los constructores y emprendía el regreso, el cual cargando un costal con viandas para 6 personas, parecía eterno.  En el terminal de furgonetas, como en toda estación de transporte, los vendedores ambulantes ofrecían sus productos y entre ellos, un heladero humilde con gorra y uniforme de un blanco impecable, llamaba la atención con su pequeña carretilla de madera decorada con unos imperfectos Mickey y Donald, quizás pintados por él mismo. Del inmenso balde de metal, sacaba con un paletea el colorido deleite de los niños: los helados de mora con leche, frutas y chocolate.


En una de esas ocasiones esperaba la furgoneta jugando con unos pequeños monstruos de colores, los enemigos de “Ultra Siete” de las “sorpresas” de 50 centavos de sucre, cuando vi que un niño los miraba con avidez. Era el hijo del heladero, un chico de unos ocho años, vivaces ojos negros y cabellos cerdosos que lo asemejaban a un pequeño punk aindiado sin dientes delanteros. El chico daba al padre los conos vacíos, reemplazaban los helados que se iban con algún goloso y cuidaba la carretilla cuando su papá ofrecía su producto en el bus. Le pregunté su nombre, le regalé un pequeño monstruillo rojo y desde entonces Wilo, me saludaba con un silente agitar de mano, me mostraba el colorado animalito y me daba una tímida sonrisa sin incisivos. Al terminar el verano, la casa de mi madre estaba construida y las visitas a Alangasí fueron reduciéndose, mis tíos compraron una camioneta y por ende los encuentros con mi pequeño amigo, el hijo del heladero, terminaron. Cuando modernos buses sustituyeron a las furgonetas, desaprecieron el improvisado terminal, padre, hijo y el monstruillo rojo.

Me convertí en otro de los migrantes de fin de siglo XX y regresé a la conventual Quito una década después, para cumplir mis cuarenta. La cuasi metrópoli había cambiado poco y en "La Marín", junto a la parada de buses, reconocí a Wilo a pesar de estar desaliñado. Vendía películas piratas y las voceaba mirando a cada lado por si aparecían los municipales, listo para recoger la mercadería y escapar d eser necesario. Mientras se acomodaba la nariz torcida llegaron a él un tipo y una puta pobre; tensos, asustados, en una actitud que comprendí al pasar junto a ellos y sentir el acre olor químico impregnado en sus ropas. Wilo me pidió una moneda para comer, pude ver que no tenía incisivos, como cuando lo conocí décadas atrás; en esta ocasión evidentemente perdidos entre sesiones de bazuko. Ante su pedido, me vino a la mente ese poema de Norman Mailer donde un tipo pide al poeta una moneda para un café y éste se la da, a sabiendas que la usará en un trago. Por ello saqué un dólar de mi bolsillo y se lo entregué de inmediato.

En dirección contraria venía un niño, y no me hubiera fijado en él  a no ser porque Wilo le urgía a que se acerque. El muchacho llevaba en una mano un paquete con cajitas de chicles y en la otra unas monedas que entregó a Wilo. Este sin contarlas las junto al dólar y entregó al otro hombre del grupo a cambio de tres pequeñas fundas de plástico. Los tres empacaron los discos piratas en un costal y los marcharon hacia el puente del Coliseo, mientras el niño, inmóvil, los miraba alejarse.


Ese chico tenía los mismos ojos grandes y negros que Wilo, pero menos vivaces, más bien tristes o cansados. Se sentó en el filo de la vereda y sacó del bolsillo de su chompa un juguete, un pequeño monstruillo rojo, parecido al que yo regalara a su padre década atrás, pero triplicando a ese en tamaño y fealdad. Luego de mirarlo lo arrojó a la caja de chicles y puede ver en todo sus esplendor al monstruo, quien comenzó a regalar con desparpajo, su fealdad estática, la que me golpeó en el rostro como una ráfaga, como una cachetada.