Wednesday, April 15, 2020

Reencuentros

Luego de varios años fuera, regresé al país y para mi suerte, estaba de inmediato invitado a un festejo cumpleañero en un bar de “la zona”. La ciudad ya no era el pueblo grande de hace unos años y como en cualquier metrópoli, “la zona” se engalanaba con etnias y nacionalidades diferentes. Además de los cubanos pululando, en ese entonces,  la ola migratoria más fuerte,  hindúes y pakistaníes regentaban varios negocios de comida rápida. No pocas kufiyas musulmanas circulaban con el mismo paso calmo que tienen en París o Berlín.  Hablantes de inglés y francés africano conversaban animados en la Foch,…

El bar tenía la misma esencia de aquellos que abandoné con mi partida. Sin embargo, no era uno de esos espacios minúsculos, adecuados a fines de los 90 en las casas de familias de clase media alta, en La Mariscal sesentera. Este era un espacio amplio, con su barra elegante y una gran pista de baile cuadrada. De algún lado surgió mi amiga Flavia con su locuacidad efusiva, recibió mi regalo y me invitó a la mesa larga, en la que la homenajeaban.

Saludé afectuosamente con algunos coetáreos, había varios conocidos de la universidad, otros eran miembros cercanos o lejanos de ese círculo virtuoso/vicioso, promiscuo y fraternal que se había formado en la clase media quiteña, antes de nosotros. Cuyos miembros, eran aquellos que por una u otra razón se vincularon al arte, a la izquierda, a la intelectualidad, a la bohemia… Desde la cabecera de la mesa, casi en su totalidad llena de seres en sus últimos treinta, Tere, la madre de mi amiga, agitaba su mano en señal de saludo, sin interrumpir su animada conversación con algunas señoras de su edad. Con una deliciosa Pílsener, añorada a pesar de venir del país de las 3000 cervezas, me ubiqué entre Vitorino (nunca supe su nombre real) y Manuela. Me integraba a un diálogo culto dirigido por mi amigo Gabriel, quien hizo una pausa para presentarme efusivo y elogiarme generoso, lo que  atrajo la atención de los que no me conocían, desde la novelería que nos caracteriza. Gabriel siguió su digresión filosófica, pero un par de ojos grandes, comenzaron a mirarme directamente (¡Gracias Gabriel!). Era una muchacha en el inicio de sus treintas que además tenía una nariz graciosa y unos carnosos labios que se entreabrían en una sonrisa, mientras me preguntaba cuánto tiempo viví en Bélgica. Sin duda ser medio desconocido tenía su encanto y su coquetería frontal me ayudó a soltarme. Mientras Heidegger se colaba en la mesa invitado por Gabriel, Lucía reía con mi relato sobre los personajes de la Gay parade de Amsterdam.

Llegó la segunda ronda de mojitos, la sala se llenó de Cheo Feliciano. Flavia, que nunca dejaba escapar la oportunidad de mostrarnos sus aprendizajes dancísticos en Cuba, sacó a Gabriel a la pista, haciendo que se evapore Heidegger, Vitorino hizo lo mismo con Manuela . “Mi gato se está quejando que no puede vacilar…” Ese gato no seré yo, pensé, e invité a Lucía a la pista. Me di cuenta que era más bien pequeña, que sus ojos oscuros en realidad eran verdes aceituna, que tenía una cintura de avispa, un par de caderas anchas y un culo impresionante. También que no tenía mucho busto, pero mi memoria hábilmente me trajo el consejo de De Moraes, para preferir los pechos grecorromanos antes que los barrocos. Lucía gozaba de una cadencia particular, sin ser una experta bailarina. Nos acoplamos a la perfección… Es mi noche de suerte, pensé.

Cha cu cha cuchu cu cha cuchá. Salsa vieja de los días juveniles en el Seseribó, con la misma Flavia y con una gran fauna de jóvenes de todos los partidos de izquierda, además de anarcos, nihilistas, hippies, desencantados amantes de Ciorán, entusiastas degustadores de cocaína y hasta algún democristiano progre. Gozábamos del pegoso “Ratón” de Feliciano que ya no bailan esos jóvenes zurdos que en estos 20 años volvieron al redil.  “Esto si es serio mi amigo…”

Yo seguía con Lucía disfrutando la salsa interminable. “Va! échale semilla a la maraca pa’ que suene”. Estaba feliz de haberla encontrado, Junto a una columna, comenzamos a besarnos. Ante mis ojos sus pechos eran capullos, pero al tacto fueron flores de amplios pétalos. En la mesa ese par de carnosos labios provocaban, pero al morderlos traían la oxitocina aderezada por el mojito. La cintura que por poco cabía entre ambas manos, las cadera anchas… las hermosas nalgas… que hacían la caricia interminable.

La música paró y regresamos a la mesa. Contentos, lúbricos, ansiosos. Estaba ya servida otra ronda de mojitos. Tere, al volver a su puesto pasó a mi lado:
- ¡Hey Ale!  ¿Y tú no saludas a las viejas? –
- ¡Qué dices Tere! Nos abrazamos afectuosos, me conocía desde mis doce, cuando con su hija éramos parte del rojinegro frente secundario. Tomó mi mano y me llevó a la cabecera.  El grupo de sus amigas había crecido y reconocí a algunas de ellas.
-¡Bird, páxaros na testa!  Ahora tienes tu barba y todo, jaja.
- Inesita,… pero tú sigues igual.
- ¡Que va!  ¡loco, no te he visto desde el 91! Desde que feneció el partido…
Inés, morena y locuaz seguía siendo hermosa y seguía casada con “limoncito”, aquel jerarca bastante estalinista, que siempre hizo honor a su apodo. Junto a ella estaba Silvia y otra señora a quien no conocía.
De pronto, una mano haló levemente mi coleta. 
 - Pero si eres tú Ale, ¡como has cambiado!
Era Marta, con el cabello muy corto, sus pícaros ojos negros, su figura grácil y diminuta, como siempre enfundada en un traje elegante. Se fue antes del 91, consiguió un trabajo en la ONU y no vivió la diáspora, la confrontación, la riña ideológica, el desencanto... Pero tampoco la gloria de “bajarse del tren de la historia, para entrar en el andén de la alegría”. Ni la posterior debacle económica del país, en que los militantes más jóvenes, esos sin contactos, sobrevivimos haciendo mil oficios o emprendiendo empresas que desde su plan eran fracaso, pero felices en medio de la joda de trago pobre y teques de bareta compartidos.

Marta, que me doblaba en edad cuando la conocí, tenía ahora el cabello plateado y cortísimo. La conocí en una fiesta en mis 17, recién integrado al zonal universitario. En su casa pequeña y elegante, ella era la anfitriona más generosa. Ahí probé mis primeros tragos de whiskie. Una velada maravillosa, de la cual Aníbal y yo salimos medianamente ebrios. Como se enteró de que vivía cerca, me dijo que la visite cuando quiera.
-Será lindo verte pronto, vecino, me dijo antes de cerrar la puerta.
Un miércoles, luego de la universidad, caminaba por la avenida América y regresé a mirar al tercer piso del edificio. Su luz estaba encendida.
-        -  Soy yo, Alejo-
Marta estaba aun con su elegante traje de oficina pero descalza. Nos sentamos en la sala y comenzamos a charlar de política. Ella me escuchaba y sonreía, siempre sonreía, mientas escanciaba el delicioso whiskie de botella labrada. Ahora pienso que le daba ternura escuchar al radical y lampiño chico de rizos rubios y sus vicisitudes de la política universitaria. Y lentamente, nos acercábamos en el sofá y asimismo, lentamente, comenzábamos a besarnos sin que dejara de sonreir. Me tomó de la mano y poniendo un dedo en sus labios, me condujo a su habitación. Diecisiete años cruzaban por mi vida, como dicen la poeta y el cantor de rockola y Marta hizo que esa noche de mis 17 sea lo más parecido a la gloria.

Al despertar, ella conversaba con alguien en la cocina. Eran casi las siete, ella debía ir al trabajo y yo a la universidad. Tomé mi ropa y me dirigí al cuarto de baño. En la ducha buscaba la llave de agua caliente, cuando se abrió la puerta de manera intempestiva. Nos miramos por unos segundos, ambos espantados. Ella no me esperaba allí, era su casa y yo el intruso. Sin embargo, no gritó. Era una niña mirando,  quizás por primera vez, a un hombre joven desnudo. En esos pocos segundos, ni ella se cubrió los ojos, ni yo atiné a moverme. Pocos segundos de vergüenza que precedieron a mi cierre de cortina y a su salida. Marta le decía a la niña que se apure. Apenas terminé mi baño rápido, escuché abrirse la puerta del edificio y miré a la niña subir al bus escolar.  Al salir, Marta, siempre sonriente, me invitó a desayunar y luego me despidió con un piquito.


-        -  Hola Martita, ¡qué gusto! ¿Cuánto tiempo? ¿Sigues en Suiza?
-         - No, regresé hace dos años. Marta estaba contenta de verme. -Ven te presento a mi hija… ¡Lucía!…
¡Uy! Sentí por un par de segundos de nuevo el frío de la desnudez.
-         -Ya nos conocemos, mamá. Debí suponer que era tu amigo. Del difunto partido… ¿verdad?

A Lucía le agradaba que fuera amigo de su madre. No podía imaginarse que era el mismo tipo lampiño que vio en la ducha de su casa 22 años antes. Quizás, era mi pura paranoia y ella ni siquiera recordaba ese capítulo. Pero yo sí. Yo recordaba e identificaba los infantiles ojos color aceituna inscritos ahora en una hermosa mujer. Regresé a mi puesto. Gabriel, ante un público de no más de 7 personas, repasaba algo de Angamben. Flavia, bastante ebria, se besaba con un corpulento veintañero. Por debajo de la mesa, Lucía tomó mis manos, al tiempo que me dijo que no podía pasar la noche conmigo, pues debía manejar el auto, llevar a su madre a casa. Yo asentí comprensivo. Ella propuso escaparnos y regresar, yo le dije que no era necesario, que nos veríamos al día siguiente.

En la cabecera, Tere se despedía de sus amigas, Marta se acercó a la cumpleañera, quien sin soltar a su conquista, agradeció su que hayan venido. Se despidió sin ver el tibio beso que compartimos con Lucía.

A las 11 de la mañana, Flavia y su amante salían felices de mi dormitorio. En la sala, Gabriel, nos contaba llorando los detalles de su divorcio reciente, tratando de buscar respuestas en Lacan. Vitorino 
fumaba, mirándolo espantado. Mi celular sonó, era Lucía. Puse el aparato en modo silencioso. El recuerdo de un par de ojos verdes, inscritos en una niña de 7 años, me impedían contestar. Me serví otro whiskie y continué escuchando el culto piscoanálisis de Gabriel. En la mesa, el aparatito se prendía y saltaba levemente.