Wednesday, February 29, 2012

Al final naufragamos
Tengo pocos recuerdos de la noche del naufragio. Mi padre ayudándome a subir al bote en medio de la lluvia incesante, ambos corriendo por una playa pétrea hacia una luz entre cristales mojados, la temerosa cara arrugada del viejo que nos dejaba pasar.
Cuando me levanté, vi el yate incrustado entre las rocas mas chicas de un acantilado y a mi padre mirándolo. Son daños reparables que tomarán algún tiempo, me dijo casi impasible.
Encontramos una pensión y luego buscamos madera y materiales de ferretería, tarea difícil al desconocer el idioma. En la noche cenamos en la única taberna, donde un grupo de hombres delgados y pálidos querían distinguir nuestras extranjeras siluetas entre el humo. Con curiosidad de gato, mi padre se acercó hasta su rincón y les ofreció un trago. Se miraron, comentaron algo incomprensible y uno de ellos llevó a sus labios el vaso de cerveza con sus manos esqueléticas. Lo escupió de inmediato, entre la risa del resto. Del grupo surgió un brazo que ofreció a mi padre la pipa colectiva, él la fumó, tosió y se unió a las carcajadas.
Al rayar el alba, comenzamos a reparar el yate con la ayuda de Fo, un lugareño que con sus dientes llenos de caries mascullaba nuestro idioma. Mi padre preguntó al jornalero acerca de los hombres del rincón y éste le contó acerca de esos marineros y pescadores. Esa noche, después de la cena, ellos nos saludaron con reverencia, mi padre les arrojó una moneda y risueño dio una chupada a la pipa. Fo, dibujando su amplia sonrisa desdentada, nos invitó a acompañarlo.
Caminamos hasta detenernos frente a una puerta remachada con grandes clavos. La mujer que nos abrió dijo algo a Fo y éste nos invitó a seguirle. En el interior, a los lados del pasillo, varias personas reposaban en colchones individuales. Algunos bebían té de una pequeña copa ofrecida por una jovencita, quien luego colocaba en los labios de los clientes una pipa más larga que el tosco trozo de bambú que viera en la taberna. Recibimos nuestra pequeña taza de porcelana y sentí un aroma delicioso, producto del té uniéndose al penetrante olor dulzón que rodeaba el lugar. Los paisajes bucólicos pintados en las paredes robaban mi atención de tal manera que no pude seguir el diálogo que Fo y mi padre mantenían. Envuelto en esa hermosa atmósfera mortecina no sentía miedo, sino la sensación de participar de un ritual pagano. Cuando los tres terminamos el té, nos marchamos.
El día de trabajo fue productivo y al finalizarlo, mi padre me dijo que él y Fo tenían que arreglar algunas cosas y que llegaría tarde. A su regreso, me dijo que el desayuno esperaba. Llegamos al yate y en las largas horas de trabajo, apenas si me dirigió la palabra. Repitió la rutina anterior, y esta vez miré su cama vacía al despertar. En el comedor encontré a Fo, quien me dijo que mi padre nos esperaba en el yate. No fue así, mi padre apareció a media tarde, quiso decirme algo pero se contuvo. En la cena se mostró ausente, pero con la misma expresión amable que tiene luego de haber tomado cerveza.
Ha pasado un mes desde el naufragio. Mi trabajo y el de Fo casi han reparado el yate por completo. Mi padre no nos acompaña desde hace tres semanas, exactamente desde que se mudó a la casa de los colchones mullidos.
Lo visito todos los días después de la cena. Espero a que despierte y mientras toma el té que la jovencita pone en su boca, le cuento los avances de la obra. Me escucha con fingida atención y pregunta poco. Mueve la cabeza para que la mujer, agenciosa, inserte de nuevo la larga pipa entre sus labios. Mi padre fuma y luego, como si se derritiera, se acomoda lentamente en el colchón y vuelve a sus sueños alucinógenos. Cuando la felicidad se manifiesta en su rostro, me levanto y regreso a la pensión.
Hoy no iré a la pensión como cada día. Ya puedo escuchar los delicados pasos de la muchacha y siento el olor penetrante del té y acomodó mis almohadones en la sala contigua. A mi padre no le gustaría verme al despertar.