Sunday, December 13, 2020

Persecución

Su anuncio no sorprendió a pocos, pero callamos, era una orden. El proceso a seguirse se transgredía por voluntad del líder, quien justificaba su decisión desde antiguos nexos de hermandad entre su familia y la del prisionero. Este no iría a vender su vida en un combate en la arena como los otros. Desde esa generosidad, solo comprensible a partir de los lazos de sangre, no solo se le ofrecía la oportunidad de que viva, sino incluso, de que este pueda escapar. Pero las órdenes del líder no se discuten, solo se acatan.

El líder se acercó parsimonioso hasta el obelisco y convocó a sus comandantes. En una mano llevaba un xiphos y en la otra una bolsa de cuero. Según el nuevo proceso, el prisionero tenía la oportunidad de volver con los suyos si lograba llegar al mar. Para esto debería correr hasta alcanzarlo y ahí lo esperaba una barca pequeña. Sí el agua marina le tocaba hasta más arriba de los tobillos, él podría nadar tranquilamente hasta la barca y alejarse con el rumbo que quisiera. Sin embargo, no le sería tan fácil, tendría un perseguidor, alguien que debería impedir que el prisionero llegue al agua, darle alcance y matarlo.

-Para hacer el juego más interesante, dijo el líder, si el prisionero escapa, su perseguidor será degradado y alguien tomaría su lugar en la comandancia.

No me parecía justo que un joven desarmado fuese sacrificado como un cordero. Tampoco que por un capricho del líder se degradara a un comandante. La prudencia no ha sido una de mis virtudes y aun cuando solo era un simple jefe de pelotón, di a conocer lo que pensaba. El líder me miró de reojo y me ordenó unirme al grupo que participaría en el sorteo. Por mi atrevimiento, si el chico tocaba el agua, yo lo supliría en la arena. Si no lo hacía, el lugar del séptimo comandante, muerto hace unos días, estaría ocupado. Nos llamó por su nombre a cada uno y nos pidió introducir la mano en la bolsa. El primer comandante mostró una piedrecilla blanca y lo mismo hizo el segundo. Pensé que me llamaría al final, pero escuché mi nombre. Al abrir la mano, vi una pequeña piedra negra. El líder arqueó las cejas complacido y dijo que era la voluntad de los dioses haberme elegido. Tomó de mi mano la piedra en su lugar colocó la espada corta de doble filo. El brillo del xiphos me hirió los ojos.

La distancia entre el obelisco y el mar eran aproximadamente 40 estadios. El prisionero era un hombre delgado, de unos 30 años, tendría un poco más de cinco podes de estatura. Yo me acercaba a la cincuentena, era un paso más alto que el muchacho, pero sin duda más pesado. Desataron al nervioso jovenzuelo, le calzaron las sandalias y le entregaron un pequeño odre de agua.

-Él tiene el agua y tú tienes el xiphos. Es justo-, dijo el líder, riendo con los ojos.

Cuando el soldado golpeara su casco con la espada, el chico comenzaría a correr. Sólo cuando este hubiera alcanzado la puerta, a un hippikon de distancia, yo podría comenzar a perseguirle.

Los comandantes y el líder subieron hasta la torre, mientras los pelotones miraban el espectáculo improvisado. Solo después supe que todas las piedras de la bolsa eran negras. Los dos primeros convocados, los más cercanos al líder, ya llevaban escondida una piedrecita blanca. Se buscaba el reemplazo de Glauco y si bien cuatro de los seis comandantes sugirieron mi nombre, esto no fue del agrado del líder, a quien no gustaba mi insumisión a su autoridad. Dejaron que el azar decida mi futuro desde ese juego donde se mezclaban mis destrezas y la voluntad de los dioses.

Vino el golpe metálico y el muchacho salió raudo. Había cometido su primer error, me dije. Comencé a alistarme y cuando el soldado golpeó otra vez el casco, partí sabiendo varias cosas. Debería tener cuidado en no perderle de vista y mantener hasta la mitad de la ruta la misma distancia entre ambos, acelerando y bajando la velocidad cuando él lo hacía. Mentalmente, mientras lo vi correr, calculé su ritmo y por ende el que debía imprimir a mi carrera, tomando en cuenta la medida de sus pasos y el largo de sus piernas. Por supuesto, no dejé pasar el hecho de que la adrenalina, surgida de su triste situación era una ventaja adicional. Por mi parte, de manera gradual debía imponer un ritmo ligeramente superior al suyo, pero sobre todo constante, para evitar una fatiga prematura, cuidando caer en la desesperación cuando él pudiera acelerar. Pero sobre todo, me repetí otra vez, poder visibilizar siempre y con claridad la larga y risada cabellera castaña que se agitaba con el viento.

Pocos estadios después de haber atravesado la puerta, pude ver al líder y a los comandantes seguir atentos el recorrido desde la torre. Sabía que el muchacho además de su juventud y la liviandad de sus carnes, me aventajaba en el agua. Sin embargo, vi que acercaba el pequeño odre a sus labios con una continuidad no aconsejable. Calculé que antes de llegar al veinteavo estadio, su odre se habría consumido, justo, cuando según mis cálculos, la tierra comenzaba a hacerse de pequeños guijarros que debían ser esquivados, a quizás tan solo, cinco estadios del inicio de la arena que a esas horas del día era seca y hasta podía estar todavía caliente. Mis casi 50 años que eran una desventaja física, eran una ventaja experiencial.

El muchacho era veloz, y yo debía forzar mi ritmo para cumplir mi cometido: visibilizar claramente su cabellera castaña. Confiaba en que su agotamiento iría proporcional a mi carrera constante. Confiaba en su desesperación y mi disciplina. Un poco más allá del vigésimo quinto estadio el muchacho giró su cabeza, no sé si logró mirarme, antes de tirar su odre. Verlo lanzar la bolsa de cuero, me provocó envidia, se había deshecho de un peso y yo sabía lo que esa sensación significaba. Me vino a la cabeza hacer lo mismo con mi xiphos que me estorbaba luego de llevarlo de mano en mano durante infinitas clepsidras. Corrí algunos diaulos entre los guijarros y el chico, al verme a casi 5 estadios de él, aceleró con entusiasmo. Otra mala decisión, con ello, esquivaba la grava con dificultad y se hería los pies, lo que haría luego más difícil su carrera en la arena caliente.

La arena disminuía nuestra la velocidad. Al ser el chico el primero en ingresar en ella , me permitió acercarme un poco más. Ahora estaba a menos de un hippikon de mi perseguido, pero tenía la garganta reseca y los guijarros también habían hecho mella en las plantas de mis pies. No dejé que mis pensamientos se fijaran en el agua que no tenía. Tarea difícil, desde que pasé cerca del odre vacío. Al ingresar en la arena y escuchar con más fuerza el mar chocando con las olas, me invadieron pensamientos diversos, el desprecio al líder y a la vez la obediencia debida. El asco de matar a un joven indefenso y el terminar en la arena de combate si me negaba a ello. El pensamiento que no se asentaba con firmeza era el verme declarado séptimo comandante, el reemplazo de Glauco. La arena dejaba de quemar y gradualmente se sentía su frescura húmeda. El muchacho daba largas pero espaciadas zancadas, sin duda, la cercanía a su triunfo le impulsaba con todas sus fuerzas y el cansancio le retenía. El mar estaba tan cerca y por un momento se me ocurrió clavar el xiphos en la espalda del chico lanzándolo como si fuera una daga, para así terminar con nuestro sufrimiento y con el juego macabro del líder. Al final esto no iba contra las reglas. Sin embargo, matarlo por la espalda me pareció cobarde y si bien yo le tenía a un poco más de 500 podes de distancia, el cansancio también hacía mella en mí y la arena que comenzaba a tornarse lodosa me hacía perder un timepo valioso. Solté la espada corta, abandonar casi dos minas de peso me ayudó a subir la velocidad, este era el remate necesario que coincidió con el ligero traspié que dio mi perseguido.

Salté sobre él. El viejo león cayó con todo su peso sobre el cervatillo. En un ágil movimiento de lucha lo tuve inmovilizado. Al mirar su rostro, sucio por la arena, cubrirsede lágrimas, me vi a mí mismo, a su edad, como joven hoplita. Mientras todo mi peso le inmovilizaba el cuerpo, una de mis manos asía su cabello y la otra su garganta, la una halaba y la otra se mantenía paralizada como una tenaza inmóvil. Miré hacia la ciudadela que a lo lejos aparecía diminuta.

El movimiento de las olas del mar, única música de aquella mañana, se vio interrumpido por una voz.

-¡Salud nuevo comandante!-. A poca distancia de nosotros estaba el líder en su caballo, flanqueado por su estado mayor.

El largo recorrido desde el obelisco era una gran media luna y apenas nos perdieron de vista, fueron por los caballos e hicieron el tramo más corto para comprobar por sí mismos el final del juego.

El muchacho lanzó un grito.

-¡Salud!, casi comandante, espetó el líder.

Me incorporé y levanté conmigo al chico sin solatarlo, mi brazo estaba alrededor de su cuello, mi rodilla en su espalda y mi otra mano asía su larga cabellera rizada. Caminé unos pasos hasta ubicarme a unos pasos del líder, para que viera de cerca el rostro del condenado, para que mire que sin necesidad de arma alguna rompía el cuello del infeliz y cumplía su mandato.   

Pero al otro lado estaba el mar y justo el momento en que la ola estaba más cerca, solté al muchacho y con un puntapié en la espalda lo empujé hacía el volumen de agua que se acercaba cadencioso. Ese instante fue magnífico. Fue inolvidable ver las desconcertadas muecas del líder y de sus comandantes, muchas de ellas llenas de rabia. Glorioso contemplar la llorosa mirada agradecida repleta de un impensado júbilo, mientras se adentraba en el mar. Yo mismo estaba pletórico, feliz de no haberme traicionado. Triunfante.

Uno de los comandantes alistó su lanza para ensartar al muchacho. Y yo grité con todas mis fuerzas:

-          ¡El chico ha tocado el mar! ¡Cumple tu palabra!

El líder levantó la mano y respondió enfurecido. ¡Así será! Mañana tienes tu primer combate en la arena.

Vi al chico confundirse entre las olas, nadar con afán tratando de alcanzar la barca prometida, que, sin embargo, no estaba atada a nada y que con la subida de la marea, como si ya lo hubieran calculado se adentraba inexorable en el mar. Pude ver al muchacho hundirse y aparecer, vi también la proa de la barca, ocultarse para asomar de nuevo. Luego solo miraba olas, enfurecidas olas que se tragaron a ambos. No quedaban rastros ni mi perseguido, ni de la barca que mostraba la baja calidad moral de mi líder.

El relincho del caballo que me llevaría de vuelta a la fortaleza, retumbó en mis oídos como la risa de un loco.


Saturday, October 03, 2020

El sótano de Satán

Supe de la existencia del Sótano, apenas conocí a la banda latina, pero puede descender por sus escaleras, tan solo varias semanas después. Se encontraba en un discreto costado de la plaza, paradójicamente, a la derecha del hermoso edificio del Colegio de la SantísimaTrinidad (Heilige Drievuldigheidscolleg). Ese sobrenombre tétrico lo puso un guayaquileño, para incitar la curiosidad de los recién llegados, aunque tiempo después un evento de triste recordación, hizo honor al nombre.

Luego de un par de semanas de fin de verano y fiesta casi diaria, encontré aquel antro donde asistía con la puntualidad de un cura a misa. El sitio de mis diversos amigos, la banda latina a la que me pertenecía, los pocos flamencos y africanos que a veces encontraba en Pangea y el inmenso grupo de españoles, los primeros con quienes entablé amistad al encontrar a Medina, tan perdido como yo.

- Egquiu’ me, du you know where i’ the Naamse’traat?

- ¿Tú eres andaluz, verdad?, respondí.

- ¡Sí! ¿Cómo te di’te cuenta?

Era el Ambiorix del 2003 mi bar favorito, mi segundo hogar, mi paraíso reencontrado, donde bailaba a mis anchas, donde seducía flamencas de pregrado y extranjeras de postgrado. Donde bebía innúmeras “pintjees”.  Ese año, el sitio favorito de la bandita latina (cubano, veneco, perucho y 3 ecuatos), que hasta allá llegaba luego de empinarse un par de botellas de viejo Hopking, el barato ron del Aldi, unas cuantas Leffes a precio de descuento en Pangea, o dos Gordon de 13 grados, cuando no había dinero para consumir adentro. Cuando el Ambi cerraba, a eso de las 4 am, iba por el kebab de rigor, a seguir en alguna residencia estudiantil o al kot de la damita que me había capturado. El Ambiorix era diferente a aquellos sitios donde los guaruras buscaban pretextos para ejercer su estricto derecho de admisión. Cuando intenamos ingresar a De Rector el gigante de la puerta paró a mi hindú amigo Prashant pidiéndole pasaporte.

-Tú no tienes autoridad para ello, le dije mirándole a los ojos, ubicados quince centímetros encima de mi cabeza. ¿Y por qué no me pides a mí?

- Tú, español. Adentro. Él fuera. He needs passport.

Nos largamos al Ambi.  

La noche en que conocí el sótano de Satán, fue un sábado. Regresaba de Bruselas con unos vinos demás y me pasé casi a las 3 am por un Ambi casi vacío. Los amigos de la bandita se habían ido de viaje o estaban con resaca, pero yo definitivamente quería la última Duvel. Antes de entrar, quise un cigarrillo y apareció “el Garoto” un  joven mulato belga/brasilero que lucía sus dreadlocks con orgullo y a quién alguna vez vi en Pangea, siempre bajo los efectos de THC. En esta ocasión estaba hiperrisueño y con ganas de compartir con alguien su vuelo. Nos instalamos y le serví de psiconalista, hasta que Jeroen, el dueño nos dijo que iba a cerrar.

Entonces “el Garoto” me dijo que fuéramos hasta el Sótano de Satán, donde le esperaban unas amigas. Iba a ese bar del que me hablara el guayaco, en cuyo baño encontraron a un tipo muerto con una jeringa en el brazo. Frente a frente, la puerta era más bien pequeña y precedía a una empinada escalera de piedra, que terminaba en una galería amplia que apestaba a humedad. Si bien el Oude Markt, la plaza bar más grande de Europa estaba vacía, ya que los estudiantes locales emigran como patitos hacia su nido, ubicado en los pueblos aledaños, el Sótano tenía un considerable número de asistentes. Por supuesto eran aquellos (como nosotros) que querían seguir la fiesta, continuar bebiendo o sentirse a sus anchas. De Kelder Danscafe era donde se podía ser uno mismo con todo su desparpajo y hacer ciertas cosas tácitamente prohibidas en el atávico conservadurismo de la ciudad.

En una mesa estaban un par de chicas besándose y en otra lo hacía una pareja hetero con la fruición que en mis días de colegio se exclamaría: ¡al parque! En la pista una docena bailaba como en un aquelarre y era evidente que más de la mitad de ellos estaban bajo el influjo del éxtasis. En un rincón, tres flamencas jovencísimas fumaban marihuana despreocupadas. Eran las amigas del “Garoto” que lo recibían con la parsimonia propia del mood y me saludaban como si nos conociéramos de toda la vida. Una de ellas se levantó y regresó con una bandeja de cervezas. Mala (o buena) seña, significaba que cada uno de nosotros debía poner una ronda para todos, lo que en la parte francesa se llamaba “Á charrette” y terminaba en una borrachera fenomenal. 

La música era buena y me había acostumbrado a la humedad. Mientras regresaba de un baño, con olor a cocaína y el piso decorado por unos cuantos condones usados, miré a  la pista repleta de individualistas bailarines de música electrónica. Entonces vino “Gasolina”, el reguetón de moda y me metí a la pista. Una belga de origen marroquí se me acercó: ¿eres latino, verdad?, dijo, y comenzamos el baile sensual que continuó como si se tratara de una competencia que la ganaría quien se soba más. De pronto sus manos estaban en mis nalgas e hice lo mismo. Entrelazados, puse entre mi mano uno de sus senos, mientras ella entrecerraba los ojos. Decía para mis adentros, que no me iría solo a la cama… Le besé el cuello y cuando quise besar sus labios, me separó. Vas demasiado rápido, me dijo, con cierto enfado. Descubrí entonces un código cultural opuesto al mío. En nuestras latitudes jamás comenzarías tocándole las nalgas a tu reciente pareja de baile. El primer contacto físico sería un pequeño ósculo en mejillas o labios. Pero esto era Flandes y estaba en el Sótano de Satán... 

En nuestra mesa una de las chicas dormía en la banca, mientras el “Garoto” con las otras dos alternaban besarse, beber cerveza y dar caladas al porro. Puse mi charrette y sonó Peter Tosh en los parlantes. Salimos los cuatro, poseídos por la diosa Kaya. Estábamos en la orilla de un mar y éramos meneados por las olas. Anouk desató mi larga cabellera y se puso a jugar con ella al ritmo del reaggué. Yo me adentraba en sus enrojecidos ojos azules y tomado su pequeña cintura nos mecíamos en esa imaginada marejada.

En las bancas dormían los borrachos, el piso tenía charcos de cerveza derramada que brillaban con las intermitentes luces de neón. Empapados de sudor volvimos a la mesa. “El “Garoto” y su amiga fueron al baño. Anouk y yo nos besamos y le invité a mi kot. Mi reloj marcaba las 9 de la mañana. Pocas cuadras después ella decidió encender su chicharra y después iba junto a mí como una autómata. A las 11, miraba desde la ventana de mi cuarto un atisbo de sol que aparecía. Un ángel rubio dormía en mi cama repleto de inocencia y me despertaba horas después para, en el preludo de su partida, agradecerme avergonzada.

A esa noche en el Sótano siguieron otras en las que ingresaba pasadas las 4 y salía con la claridad matutina: Mañanas grises y lluviosas que insinuaban ser las 5 y 30, mientas el reloj marcaba cinco horas más. De Kelder era el sitio que absorbía la resaca de la ciudad, las ovejas negras, aquellos que no calzaban en el sistema, extremistas de todas las tendencias, artistas icomprendidos, también fiesteros empedernidos y picados por el alcohol, algunos drogadictos, algunos homosexuales y sobre todo el albergue temporal de aquellos que no tenían a nadie esperándolos en casa, esos que no querían llegar a la suya. Era el lugar de quiénes normalmente son juzgados por los moradores decentes de una ciudad pequeña, fundada por jesuitas, inscrita en una idiosicnracia única, que combina el juicio hipócrita del católico, con la rigidez cultural y el estoicismo del germánico.

Pocos meses después odiamos el Sótano. Fue luego de aquel capítulo desagradable, que nos llenó de rabia. En el Sótano de Satán, fue masacrado Richard, un querido amigo namibio. Los guaruras, de seguro miembros del Vlaams Belang, le permitieron entrar, luego cerraron la puerta, lo golpearon en las empinadas gradas y después lo arrojaron inconsciente a la calle. Ese hecho nefasto parió una jornada hermosa en que las calles de la vieja Lovanium se repletaron de extranjeros y locales hermanados contra del racismo… Pero esa es otra historia. Y si bien, como muchos, prometí no volver nunca más al Kelder, volví, volvimos. Como no íbamos a hacerlo si era el último refugio para los solitarios, a quiénes nadie espera y que deambulan a las 4 de la mañana en esa cuerda floja que al un lado tiene el alcoholismo y al otro la aventura. 






Tuesday, August 18, 2020

Descalzo y rubio

A Leo

Los botecitos, como él los llamaba, eran por excelencia el disfrute de fin de semana. Ataviados con sandalias y pantalonetas salíamos en las mañanas soleadas al parque La Alameda por ellos. Me acomodaba a los remos y él frente a mí, miraba de vez en cuando el movimiento ágil de los peces anaranjados de la laguna. Su gozo era mayor cuando en medio del recorrido se elevaban sendas lenguas de agua que obligaban a pasar con maestría en medio de ellas o empaparse. De hecho, esto último era lo que el pilluelo quería, y alguna vez a propósito, alejé el bote del centro. Él amaba los botes, recuerdo que en la tarjeta que me diera, mencionaba esta actividad como una de las cosas que más le gustaba compartir conmigo, "... cuando no estaba el coronavirus”, recalcaba el pequeño texto…

Dos meses después de recibir aquella tarjetita, las noticias decían que desde el siguiente fin de semana estarían los botes nuevamente en servicio.  Quise que fuera una sorpresa y aquel sábado le propuse ir al parque.  El día era hermoso y el sol de las 10 de la mañana era una caricia cálida. Los dos avanzábamos por la vereda y él no tardó en darse cuenta qué íbamos hacia la laguna. Intercambiamos sonrisas que no necesitaban palabras.  Él aceleraba sus pasos pequeñitos, yo movía los brazos que después tomarían los remos.  A pocos metros de la laguna pudimos verlos, pero todos estaban aparcados alrededor de la isla y solo uno en el muelle, encadenado y con candado, tal y como suelen estar desde hace décadas, antes de que comience el servicio o cuando se aproxima la noche y termina la atención. Mi niño me mira extrañado, no dice nada todavía. En el muelle hay un señor mayor que fuma con la mascarilla bordeando su labio inferior.

 Luego del mutuo saludo amable viene mi pregunta y también su respuesta moviendo la cabeza hacia ambos lados mientas deja escapar la bocanada.  

-          Pero dijeron en las noticias que abrían desde hoy, digo.

-          Sí, pero usted sabe…, en esta semana crecieron los casos y el Municipio decidió que no se abre. Dicen que ya nos acercamos en número a Guayaquil …

Los adultos seguimos comentando sobre la situación, en mi interior estoy avergonzado con mi hijo. Lo miro de reojo y veo que él presta atención al dialogo,

-          Un botecito, solo uno. Por favor, le dice a mi interlocutor.

Y se queda esperando que de pronto el hombre del muelle le dé una respuesta afirmativa. Que nos diga luego de su largo discurso, que hará una excepción con nosotros y nos permitirá tener nuestro barquito.

El hombre da una bocanada y sonríe. No es el encargado, es solo otro visitante del parque que se sentó a fumar en el pequeño muelle.

-          No hay como, mijito, acota.

Nos despedimos, tomo de la mano a mi niño y me dirijo hacia el césped. Él se ha quedado callado y avanza lentamente con la cabeza gacha. Paro, le explico. No dice nada. Asiente lentamente. Le abrazo y le subo a mis brazos, sus ojos brillan, pero no llora.  Le pregunto si quiere un helado, y niega con la cabeza.  Lo siento en la yerba, me recuesto y le invito a hacer lo mismo, él no quiere. Se deja abrazar y así en silencio nos quedamos unos minutos que, para mí, son eternos. Me saco los zapatos y le invito a hacer lo mismo, se niega. Su mirada está en el césped, la mía en el cielo. Mi brazo rodea su cintura, es el nexo entre nuestras divagaciones que sin querer  y sin que nos lo digamos, confluyen en el famoso bicho que ahora no nos deja ni siquiera remar.

El cielo maravilloso, la rubia cabellera de mi hijo y el sentir la yerba en las plantas de los pies desnudas, me recuerdan una vieja canción de Sui Géneris que tocaba a mis 16. Esa que contaba sobre ese “verano descalzo y rubio, que arrastraba entre la piel gotas claras a un mar oscuro”. La letra es bella pero más lo es la música que revive en mi cabeza. Creo que su ritmo ayudará a sanar la tristeza de mi amado. Comienzo a cantarla, ¡la recuerdo completa!  La canto en voz alta, en la segunda estrofa me acerco y se la canto al oído.  Me regala su atención, mira mis pies descalzos y se quita zapatos y medias.  Le digo que mire el cielo, me invita a mirar las hojas secas movidas por el viento, le digo que se acomode la gorra para que no le queme el sol y le ofrezco agua. Bebe, toma la botella, me lanza unas gotas y ríe. Hago lo mismo.

Me pongo en la pose del gato y el me cabalga, avanzo por le césped como un raro caballo que camina en sus rodillas traseras.  Entre relincho y relincho, silbo las canciones del Django de los spaghetti westerns y hago caer a mi jinete. Luego jugamos a que yo era un árbol y él era el fruto que se desprende. Una naranja, una manzana, un zapallo colgado en una pared, infinidad de plantas. Le enseño que las zanahorias no caen de un árbol… Le propongo regresar y caminamos descalzos en la yerba del parque. Cuando este termina le digo que nos calcemos para entrar a la vereda, que de seguro estará caliente. Se niega, ríe y se encanta de que la gente le mire caminar descalzo. Siente el calor del cemento, se sube a mis pies y caminamos dando pasos pequeños un pie suyo sobre uno mío. Baja de nuevo... La cuadra final la hace entre mis brazos.

-          Estuvo lindo el paseo, papi, me dice.

-          ¿Aun sin botecitos, amor?

-          Sí…

-          Que bueno que te gusto, mijito, respondo.

-          La otra semana si tendremos botecitos ¿verdad?.

Le sonrío, abro un helado y se lo entrego.

-          No sabemos aún, veamos…

Mientas miro a mi pequeño disfrutar del azul pintalenguas, pienso que también extraño remar y mojarme en las lenguas de agua del parque. ¿Cuándo acaba esta mierda?, para mis adentros, me pregunto otra vez.  

 

Thursday, May 21, 2020

Halloween


A NOB

En ese entonces hablábamos por teléfono cada quince días. Era un ritual que comenzaba el domingo, comprando unas tarjetitas de 3 euros que permitían hablar a larga distancia luego de digitar un código. El lunes por la mañana el corazón latía rápido esperando que sean las dos de la tarde, pues a esa hora, allá, al otro lado del mundo, él estaría casi listo para comenzar su semana. 
Contestaba Linda, generalmente cansada, estresada, preocupada. Estudiaba su carrera de Leyes con una beca, trabajaba a medio tiempo y ejercía sus abnegadas labores de madre. A través del auricular, yo le daba palabras de ánimo y ella manifestaba sus miedos de no poder culminar la carrera. De pronto decía: Noé ya está aquí.  
Venían mis preguntas y sus respuestas lacónicas. Yo comenzaba el monólogo, contándole sobre mi vida bajo el gris del cielo, sobre las hojas rojas del otoño, sobre la nieve que se derretía rápido... Cuando le preguntaba que había hecho en la semana, despreocupado respondía: nada.
 -¿Cómo es posible no hacer nada en quince días? Imagino que jugaste con tus amigos, fuiste a nadar, tocaste el trombón… 
-Ah sí!, fui con mi madre a la piscina. Fui al curso de esgrima. Ah! cierto vino mi abuela a visitarnos…

En esta llamada, el preguntaba por mi bicicleta, como si fuera una mascota, aquella bicicleta de carreras, heredada por un amigo mexicano que regresó a su país y que a pesar de ser muy alta para él,  la usó  varias veces el verano anterior en el que tanto él como su madre quedaron enamorados de París. Verano de caminatas en Avignon y retozar en el sur de Francia inundado por el amarillo resplandor de los campos de girasol. Envueltos en el eterno olor a lavanda.
Casi un año después, él dijo que quería verme.
-         - También yo, te esperaba en el verano, pero puedes venir cuando quieras. Solo me dices cuando, coordino con tu madre y te compro el pasaje.   
-          -En Halloween, me dijo.
-         - De acuerdo, organizaré mi trabajo para que vengas desde mediados de Octubre…
-          -No, no quiero ir yo, quiero que vengas tú, acotó con firmeza infantil. Quiero que vengas a pasar Halloween conmigo, que nos disfracemos y salgas conmigo a jugar “dulce o travesura”. Quiero que mis amigos te vean.

Luego me enteré, que desde siempre, ellos le preguntaban por mí y él les respondía con la verdad: Mi padre vive en Bélgica. Cuando estaban en el kínder, el tema quedaba ahí, pero a su diez años, los comentarios crecieron: Noé no tiene papá. Pobre Noé con su padre imaginario. Se inventa un papá que vive en Bélgica, al que nunca vemos. Noé miente…
  
Con un lagrimón en el párpado, terminé la llamada y compre de inmediato el pasaje. Llegué el 29 de octubre y Saint Paul me recibió con ese frío del infierno cantado por los mitos vikingos. Noé lo hizo con una gran sonrisa, me llevó hacia unas calabazas y me entregó una navaja. Siguiendo la tradición comenzamos a grabar en ellas la cara del monstruillo sonriente que ilumina su interior con una vela. Cuando Noé se había dormido, Linda me dijo que la noche siguiente, tenía una cita romántica. La mañana del 30 fui a dejar a Noé en el bus escolar y trabajé en mis asuntos. A las 6 Linda estaba lista para su cita y al mirarla pasó por mi mente ese verso de la canción de Eric Clapton: Oh my darling you are wonderful tonight.
-Entonces me voy…
-Espera, creería que esa falda luce mejor con unos zapatos color marrón.
-¿En serio? Respondía con ese acento propio de ella y que nada tenía que ver con los estereotipos del gringo que masculla la lengua de Montalvo.
-Sí. Estos por ejemplo.
-Es verdad. Gracias.
Colocaba la cartera en el hombro, se despedía de Noé con un beso y desde la puerta me lanzaba una sonrisa.
Apenas arrancó el auto, pedí a mi hijo que me ayudara a arreglar el cuarto de su madre. Ya había hecho lo mismo con las otras habitaciones en la mañana. Ella volvió  a las 9, la cena estaba servida y se le humedecieron los ojos. Me dijo que era la primera vez en más de diez años que no tenía que llegar a casa a cocinar. 

Y llegó la gran noche de brujas, esa que en ninguna parte del mundo, como en los Estados Unidos, concita tanta emoción. Me acomodé la  chapela vasca. Ah, vas disfrazado del Che, dijo Linda. Pero en versión miope, acoté.
Recordando mis días de actor de teatro, preparé maquillaje blanco. Con cartulina hice un gracioso sobrerito bombín y maquillé a Noé hasta convertirlo en un gracioso payasito. En la esquina nos encontramos con un soldado del General Washington.
-Este es mi padre, dijo, mirándolo con la malicia de quien demuestra su verdad.
Ryan, el soldadito  infantil me quedó mirando, y como para confirmar si yo era real, me apretó la mano en el saludo. Luego vino un Frankenstein con su padre irlandés y después un pequeño pirata Bengalí.
Nuestra pequeña bandita traviesa comenzó su recorrido por el barrio.
-          -Mucho gusto, soy el padre de Noé, decía sonriente en cada casa que visitábamos.
Ante mi presentación Noé sonreía orgulloso. En ese Halloween, él mostraba al mundo que jamás mintió. En esa noche de brujas, en la que el frío venía con el viento y desde el asfalto, yo era la prueba de que Noé tenía un padre. A veces el movimiento de su ceja afirmaba: ¡es real!, ¿lo ves? ¡tócalo! No es ese ser imaginario que vive en la lejana Bélgica. 

Yendo de casa en casa en pos de caramelos, veía a Ryan, Sayed y Frank, compartir la felicidad de su amigo. A las nueve, comimos deliciosos amriti preparados por la madre de Sayed y a las diez regresábamos caminando por la silenciosa Kewaunee Court. Noé se colocó en medio de sus padres, nos tomó a ambos de las manos y nos miró a los ojos. Así, repleto de alegría regresaba él a su casa, con el maquillaje descorrido, en esa tan diferente noche de brujas. A su lado, Linda y yo, silenciosos, nos cuestionábamos muchas cosas.
Qué es y por qué se celebra Halloween? - Levante-EMV

Wednesday, April 15, 2020

Reencuentros

Luego de varios años fuera, regresé al país y para mi suerte, estaba de inmediato invitado a un festejo cumpleañero en un bar de “la zona”. La ciudad ya no era el pueblo grande de hace unos años y como en cualquier metrópoli, “la zona” se engalanaba con etnias y nacionalidades diferentes. Además de los cubanos pululando, en ese entonces,  la ola migratoria más fuerte,  hindúes y pakistaníes regentaban varios negocios de comida rápida. No pocas kufiyas musulmanas circulaban con el mismo paso calmo que tienen en París o Berlín.  Hablantes de inglés y francés africano conversaban animados en la Foch,…

El bar tenía la misma esencia de aquellos que abandoné con mi partida. Sin embargo, no era uno de esos espacios minúsculos, adecuados a fines de los 90 en las casas de familias de clase media alta, en La Mariscal sesentera. Este era un espacio amplio, con su barra elegante y una gran pista de baile cuadrada. De algún lado surgió mi amiga Flavia con su locuacidad efusiva, recibió mi regalo y me invitó a la mesa larga, en la que la homenajeaban.

Saludé afectuosamente con algunos coetáreos, había varios conocidos de la universidad, otros eran miembros cercanos o lejanos de ese círculo virtuoso/vicioso, promiscuo y fraternal que se había formado en la clase media quiteña, antes de nosotros. Cuyos miembros, eran aquellos que por una u otra razón se vincularon al arte, a la izquierda, a la intelectualidad, a la bohemia… Desde la cabecera de la mesa, casi en su totalidad llena de seres en sus últimos treinta, Tere, la madre de mi amiga, agitaba su mano en señal de saludo, sin interrumpir su animada conversación con algunas señoras de su edad. Con una deliciosa Pílsener, añorada a pesar de venir del país de las 3000 cervezas, me ubiqué entre Vitorino (nunca supe su nombre real) y Manuela. Me integraba a un diálogo culto dirigido por mi amigo Gabriel, quien hizo una pausa para presentarme efusivo y elogiarme generoso, lo que  atrajo la atención de los que no me conocían, desde la novelería que nos caracteriza. Gabriel siguió su digresión filosófica, pero un par de ojos grandes, comenzaron a mirarme directamente (¡Gracias Gabriel!). Era una muchacha en el inicio de sus treintas que además tenía una nariz graciosa y unos carnosos labios que se entreabrían en una sonrisa, mientras me preguntaba cuánto tiempo viví en Bélgica. Sin duda ser medio desconocido tenía su encanto y su coquetería frontal me ayudó a soltarme. Mientras Heidegger se colaba en la mesa invitado por Gabriel, Lucía reía con mi relato sobre los personajes de la Gay parade de Amsterdam.

Llegó la segunda ronda de mojitos, la sala se llenó de Cheo Feliciano. Flavia, que nunca dejaba escapar la oportunidad de mostrarnos sus aprendizajes dancísticos en Cuba, sacó a Gabriel a la pista, haciendo que se evapore Heidegger, Vitorino hizo lo mismo con Manuela . “Mi gato se está quejando que no puede vacilar…” Ese gato no seré yo, pensé, e invité a Lucía a la pista. Me di cuenta que era más bien pequeña, que sus ojos oscuros en realidad eran verdes aceituna, que tenía una cintura de avispa, un par de caderas anchas y un culo impresionante. También que no tenía mucho busto, pero mi memoria hábilmente me trajo el consejo de De Moraes, para preferir los pechos grecorromanos antes que los barrocos. Lucía gozaba de una cadencia particular, sin ser una experta bailarina. Nos acoplamos a la perfección… Es mi noche de suerte, pensé.

Cha cu cha cuchu cu cha cuchá. Salsa vieja de los días juveniles en el Seseribó, con la misma Flavia y con una gran fauna de jóvenes de todos los partidos de izquierda, además de anarcos, nihilistas, hippies, desencantados amantes de Ciorán, entusiastas degustadores de cocaína y hasta algún democristiano progre. Gozábamos del pegoso “Ratón” de Feliciano que ya no bailan esos jóvenes zurdos que en estos 20 años volvieron al redil.  “Esto si es serio mi amigo…”

Yo seguía con Lucía disfrutando la salsa interminable. “Va! échale semilla a la maraca pa’ que suene”. Estaba feliz de haberla encontrado, Junto a una columna, comenzamos a besarnos. Ante mis ojos sus pechos eran capullos, pero al tacto fueron flores de amplios pétalos. En la mesa ese par de carnosos labios provocaban, pero al morderlos traían la oxitocina aderezada por el mojito. La cintura que por poco cabía entre ambas manos, las cadera anchas… las hermosas nalgas… que hacían la caricia interminable.

La música paró y regresamos a la mesa. Contentos, lúbricos, ansiosos. Estaba ya servida otra ronda de mojitos. Tere, al volver a su puesto pasó a mi lado:
- ¡Hey Ale!  ¿Y tú no saludas a las viejas? –
- ¡Qué dices Tere! Nos abrazamos afectuosos, me conocía desde mis doce, cuando con su hija éramos parte del rojinegro frente secundario. Tomó mi mano y me llevó a la cabecera.  El grupo de sus amigas había crecido y reconocí a algunas de ellas.
-¡Bird, páxaros na testa!  Ahora tienes tu barba y todo, jaja.
- Inesita,… pero tú sigues igual.
- ¡Que va!  ¡loco, no te he visto desde el 91! Desde que feneció el partido…
Inés, morena y locuaz seguía siendo hermosa y seguía casada con “limoncito”, aquel jerarca bastante estalinista, que siempre hizo honor a su apodo. Junto a ella estaba Silvia y otra señora a quien no conocía.
De pronto, una mano haló levemente mi coleta. 
 - Pero si eres tú Ale, ¡como has cambiado!
Era Marta, con el cabello muy corto, sus pícaros ojos negros, su figura grácil y diminuta, como siempre enfundada en un traje elegante. Se fue antes del 91, consiguió un trabajo en la ONU y no vivió la diáspora, la confrontación, la riña ideológica, el desencanto... Pero tampoco la gloria de “bajarse del tren de la historia, para entrar en el andén de la alegría”. Ni la posterior debacle económica del país, en que los militantes más jóvenes, esos sin contactos, sobrevivimos haciendo mil oficios o emprendiendo empresas que desde su plan eran fracaso, pero felices en medio de la joda de trago pobre y teques de bareta compartidos.

Marta, que me doblaba en edad cuando la conocí, tenía ahora el cabello plateado y cortísimo. La conocí en una fiesta en mis 17, recién integrado al zonal universitario. En su casa pequeña y elegante, ella era la anfitriona más generosa. Ahí probé mis primeros tragos de whiskie. Una velada maravillosa, de la cual Aníbal y yo salimos medianamente ebrios. Como se enteró de que vivía cerca, me dijo que la visite cuando quiera.
-Será lindo verte pronto, vecino, me dijo antes de cerrar la puerta.
Un miércoles, luego de la universidad, caminaba por la avenida América y regresé a mirar al tercer piso del edificio. Su luz estaba encendida.
-        -  Soy yo, Alejo-
Marta estaba aun con su elegante traje de oficina pero descalza. Nos sentamos en la sala y comenzamos a charlar de política. Ella me escuchaba y sonreía, siempre sonreía, mientas escanciaba el delicioso whiskie de botella labrada. Ahora pienso que le daba ternura escuchar al radical y lampiño chico de rizos rubios y sus vicisitudes de la política universitaria. Y lentamente, nos acercábamos en el sofá y asimismo, lentamente, comenzábamos a besarnos sin que dejara de sonreir. Me tomó de la mano y poniendo un dedo en sus labios, me condujo a su habitación. Diecisiete años cruzaban por mi vida, como dicen la poeta y el cantor de rockola y Marta hizo que esa noche de mis 17 sea lo más parecido a la gloria.

Al despertar, ella conversaba con alguien en la cocina. Eran casi las siete, ella debía ir al trabajo y yo a la universidad. Tomé mi ropa y me dirigí al cuarto de baño. En la ducha buscaba la llave de agua caliente, cuando se abrió la puerta de manera intempestiva. Nos miramos por unos segundos, ambos espantados. Ella no me esperaba allí, era su casa y yo el intruso. Sin embargo, no gritó. Era una niña mirando,  quizás por primera vez, a un hombre joven desnudo. En esos pocos segundos, ni ella se cubrió los ojos, ni yo atiné a moverme. Pocos segundos de vergüenza que precedieron a mi cierre de cortina y a su salida. Marta le decía a la niña que se apure. Apenas terminé mi baño rápido, escuché abrirse la puerta del edificio y miré a la niña subir al bus escolar.  Al salir, Marta, siempre sonriente, me invitó a desayunar y luego me despidió con un piquito.


-        -  Hola Martita, ¡qué gusto! ¿Cuánto tiempo? ¿Sigues en Suiza?
-         - No, regresé hace dos años. Marta estaba contenta de verme. -Ven te presento a mi hija… ¡Lucía!…
¡Uy! Sentí por un par de segundos de nuevo el frío de la desnudez.
-         -Ya nos conocemos, mamá. Debí suponer que era tu amigo. Del difunto partido… ¿verdad?

A Lucía le agradaba que fuera amigo de su madre. No podía imaginarse que era el mismo tipo lampiño que vio en la ducha de su casa 22 años antes. Quizás, era mi pura paranoia y ella ni siquiera recordaba ese capítulo. Pero yo sí. Yo recordaba e identificaba los infantiles ojos color aceituna inscritos ahora en una hermosa mujer. Regresé a mi puesto. Gabriel, ante un público de no más de 7 personas, repasaba algo de Angamben. Flavia, bastante ebria, se besaba con un corpulento veintañero. Por debajo de la mesa, Lucía tomó mis manos, al tiempo que me dijo que no podía pasar la noche conmigo, pues debía manejar el auto, llevar a su madre a casa. Yo asentí comprensivo. Ella propuso escaparnos y regresar, yo le dije que no era necesario, que nos veríamos al día siguiente.

En la cabecera, Tere se despedía de sus amigas, Marta se acercó a la cumpleañera, quien sin soltar a su conquista, agradeció su que hayan venido. Se despidió sin ver el tibio beso que compartimos con Lucía.

A las 11 de la mañana, Flavia y su amante salían felices de mi dormitorio. En la sala, Gabriel, nos contaba llorando los detalles de su divorcio reciente, tratando de buscar respuestas en Lacan. Vitorino 
fumaba, mirándolo espantado. Mi celular sonó, era Lucía. Puse el aparato en modo silencioso. El recuerdo de un par de ojos verdes, inscritos en una niña de 7 años, me impedían contestar. Me serví otro whiskie y continué escuchando el culto piscoanálisis de Gabriel. En la mesa, el aparatito se prendía y saltaba levemente.  


Wednesday, February 19, 2020

Willie


A M y C Cordova
Cuando comenzaron las explosiones, Willie gritó ¡Al suelo! y se abalanzó sobre nosotros para protegernos. Los flashes de luz iluminaron el entorno y se escuchó, ensordecedores, a los aviones al pasar rasantes a toda velocidad. Willie temblaba y nosotros estábamos bajo su inmenso cuerpo.  Aparecieron las llamaradas del napalm y con ellas las columnas de humo. Willie nos abrazaba con fuerza. No era la primera vez que esto ocurría, por ello sabía lo que tenía que hacer, meter la cabeza entre mis hombros y reptar hacia atrás, hasta pasar debajo de la axila de Willie. 

Cuando se escuchó el sonido de las ametralladoras, Willie se puso más tenso, ¡Down!, ¡Abajo!, gritó, indicando que nos quedemos agachados, puso sus manazas sobre nuestras cabezas y la suya en medio. Nos aprisionó más fuerte y ordenó que juntos comencemos a avanzar a gatas. Pero Michelle y yo, solo queríamos quitárnoslo de encima. Cuando él ya estaba fuera de sí, en la desespaeración total y arrastrándonos con fuerza, Michelle dulcemente le dijo que todo estaba bien.

– Papá, cálmate, le dije, también yo, mientras estiraba mi mano, tratando de alcanzar nuestra salvación.  Pero como siempre, para un chico de 9 años era difícil salir del abrazo repleto de adrenalina de un gigante de 90 kilos de peso que lo protegía con todo su amor.

Finalmente, en un movimiento ágil de ratoncillo, tomé el mando a distancia y cambié de canal. El sonido de burlesque bailado por Desi Arnaz y Lucille Ball, y las risas pregrabadas hicieron que Willie cambie la expresión de su rostro y se quede impávido sobre la alfombra. Aflojó la presión de sus brazos y permitió que salga mi hermana Michelle. Ella de inmediato le colmó de besos y yo acercaba a sus labios un vaso de agua, Willie se colocaba sobre sus espaldas, miraba las imágenes en blanco y negro, y a medida que escuchaba la cómica voz de la pelirroja alternando con el acento del cubano, volvía a la realidad.

Willie hacía siempre lo mismo. Cuando, en el "zapping", el mando a distancia daba por casualidad con una de esas películas que recreaban la guerra de Vietnam, volvía de inmediato a sus días en Quan Loi, su trauma se activaba y con éste el instinto de supervivencia. Mientras un puente temporal inexplicable colocaba a sus hijos una década atrás, su delirio nos transportaba hacia sus días de servicio militar. Por ello mamá nos tenía prohibido mirar con Willie la televisión, menos en su ausencia. Pero para él la televisión, artilugio aún novedoso, era uno de sus placeres y para nosotros mirar con Willie a los “Tres Chiflados”, comiendo canguil, era un derroche de alegría. Sobre todo después, cuando él imitaba con precisión a Curly, dando inicio a la transformación de Michelle en un diminuto Moe. Los tres en nuestros roles, repetíamos la historia vista y los movimientos estúpidamente divertidos de los hermanos Horwitz.

Mirar la televisión con Willie era una aventura magnífica, a excepción de esas coincidencias desafortunadas que la volvían riesgosa. Luego de sus accesos traumáticos, no recordaba lo ocurrido y volvía a ser el mismo tipo calmo e introvertido de siempre. Las pocas veces que los cuatro nos apoltronábamos en el sótano a ver la televisión, Willie recalcaba los avances en su consulta psicológica, a la que asistía puntualmente, mientas mamá sujeaba con fuerza el control remoto, sin permitir cambios de canal. Ella me contó que cierta vez, antes de que exista Michelle, y mientras yo dormía en el cuarto, el control recaló justo en una explosión y Willie de inmediato la levantó en vilo, la arrojó con fuerza atrás del sofá y luego dio un salto que le hizo un tajo en la cabeza al chocar contra el librero.

Willie, para mí era un padre cariñoso, aunque creo que no tenía de ese joie de vivre y esa expresividad que siempre es preferida. No comparto la opinión de mi madre de que era un tipo seco. Es que es gringo, decía mi madre, resignada; es por ingeniero informático, argumenta Michelle; es por que tiene mucha de la sangre alemana de la abuela, acota justificándolo, su hermana Nicole. Por mi parte, lo considero un hombre amable y buen proveedor, con un difícil coctel emocional que le tocó cargar ¿Pero quién no carga uno parecido, solo diferente en matices? Unos más que otros guardamos terribles oscuridades en el alma o en el corazón. 

Con el pasar de los años, me doy cuenta que no solo fueron las diferencias culturales y la introversión de Willie lo que llevó a que mi madre lo abandone. Me decanto a pensar que ella sobre toido decidió dejarlo por las reacciones de Willie ante las escenas de guerra televisadas. Son, sin duda, esos pequeños hábitos que tienen todas las parejas, tales como dejar la toalla mojada sobre la cama, beber agua en medio de la noche o padecer insomnio, los que minan a la pareja. Son esas malas costumbres, tolerables al inicio, las que con los años se vuelven insoportables. Sin duda, con el tiempo, para mi madre se le hizo insufrible no poder mirar la televisión junto a su marido. De seguro, con el tiempo, el temor a las reacciones de Willie fue creciendo. En especial desde que se mudaron a un quinceavo piso.