Friday, May 31, 2013

El partido



Cursaba el tercer grado de primaria y luego de la jornada me gustaba vagar por la ciudad. Como si después de las cinco horas de encierro, debiera aprovecharla al máximo antes del hogar. La mayoría de veces deambulaba solo por los recovecos de la andina Riobamba, entonces una pequeña urbe de pocas calles. Iba al mercado de San Alfonso a jugar con los niños indios, mientras sus padres negociaban animales o se emborrachaban en las cantinas aledañas. Subía a la Loma de Quito a mirar la ciudad o a dibujarme a caballo como parte de la tropa libertadora del General Lavalle, mi héroe que me miraba desde su busto. Otras veces la exploración se hacía con mis cómplices: visitar con el gato Lasso a su joven tía en el Municipio, husmear las catacumbas de la catedral vieja con el payaso Guerrero, o mirar a contraluz los rollos de películas del Teatro León con el De Howitt.

Regresaba a casa a eso de cuatro, hambriento y feliz. Pocas veces recibía reprimenda de mis abuelos, quizás porque ellos estaban acostumbrados al horario de doble jornada escolar que vivieron sus hijos, o porque yo mentía con perfección, acerca de las prácticas de la novena tal, de la convocatoria al equipo cual o de la próxima presentación en el coro pascual... La abuela me invitaba a sentarme a la mesa y el abuelo dejaba a un lado los dolores de su úlcera gástrica escuchando mis aventuras y fantasías.

Un viernes el gato Lasso me invitó a la mañana deportiva del municipio, por lo que en el recreo acomodamos un tarro gigante para nuestra escapatoria. Como invitados de la concejala, nos colocaron en primera fila a mirar el partido de fútbol. En uno de los equipos estaba el mismísimo alcalde, cuatro concejales, el contratista y un invitado; se presentaban impecables en sus uniformes azul grana, que contrastaban con los rostros que se hacían rosados con el sol. Su adversario era la sección de mantenimiento municipal; lucían camisetas blancas, en las que sus esposas y madres cosieran números de satín o ellos mismos los dibujaran con pintura y pantalones recortados, muy parecidos a los de nuestro uniforme escolar, a modo de shorts.

El gato Lasso conocía casi a todos, al ingeniero Ruilova y a don Tenesaca, su maestro mayor, ahora jugando en contra; al ganadero Chiriboga y al hacendado Cordovez, tío de nuestro compañero el gordo del mismo apellido; al señor Cordero dueño de la fábrica de embutidos y al gringo Prentice, flamante yerno del alcalde. El más alto, dijo Lasso, es Josefino Cargua y nos arregla el jardín los domingos; al ocho le dicen Pacharaco y al cinco, Vitrola; el arquero es Mañuco, quien trabaja con don Tenesaca, concluyó. 

En el partido comenzaron las emociones con un rápido gol de los plebeyos, festejado en el palco solo por el gato y por mí. Cordero daba ciertas instrucciones que el gringo no alcanzaba a entender y dos jugadas ponían en aprietos la portería del contratista Ruilova, quien recibía un reproche personal del alcalde. Luego las cosas se pusieron tensas, Chiriboga golpeó a Vitrola, quien avanzaba imparable. Mientras el árbitro se acercaba con la tarjeta en alto, el ganadero pedía al rival que se levantara: arriba verdugo, no hagas teatro indio´e mierda. Se cobró el tiro libre y la pelota rozando el horizontal entró a las redes y en el palco, las damas entre suspiros reacomodaron sus gafas y sombreros. Disputando la pelota en el área, el alcalde miró con severidad al árbitro y éste decretó un pénalty a favor del equipo azulgrana y el gol fue celebrado con elegante algarabía.

Casi al fin del partido, Cordovez era frenado limpiamente por Josefino Cargua, mas la inercia hizo caer aparatosamente al hacendado. Cargua ofreció su mano para que se levante el terrateniente y éste una vez de pie, dio al albañil un tremendo empujón. Josefino Cargua con un paso adelante miró desafiante al agresor, quien le espetó: ¡ve el indio alzado!, grito que convocó a dos concejales que rodearon al jardinero. La escena me recordó mi mañana de inicio de curso, en la que el sobrino Cordovez y dos miembros de su patota me arrinconaron en una esquina, para “la bienvenida“ de alumno nuevo. Recordé mi lápiz clavándose en las dos panzas, y mi dedo índice en un ojo. Mas Josefino estaba indefenso

Por ello corrí a la cancha gritando a todo pulmón: ¡Arbitro, auxilio! ¡Arbitro, auxilio! Mi grito fue coreado por algunas damas nerviosas o despistadas. La tía Lasso me dio alcance y el juez se acercó al pequeño tumulto y dio el pitazo final. De vuelta al palco, me acercaron un vaso de agua y alguna preguntó si ya me pasó el susto. Los gamonales llegaban por sus Fioravanti y en los graderíos el equipo plebeyo festejaba la victoria con agua de panela. En secreto, también gozaba el triunfo; sin pertenecer a ninguno de los bandos, o en cierto modo, siendo parte de ambos, me había ubicado en uno de los grupos de mi polarizada ciudad.

El gato Lasso, riendo, me colocó la gorra, me puse la levita del uniforme y fuimos a la salida. Pasamos cerca de los ganadores que comían con sus familias y a nuestro paso, escuchamos incomprensibles comentarios en kichwa. Desde un rincón, un pequeñín que escuchaba atentamente, sin quitarme de encima sus gigantes ojos negros, se abrió paso y me regaló una humita.