Monday, May 02, 2016

Arrobamiento

Para mi querido pana K V


El frío del páramo lo acompañó toda su niñez. El cielo gris, hasta casi las nueve de la mañana, era el preludio a un sol tímido que a veces hasta quemaba y que luego se alejaba lentamente, dando paso a  las feroces nubes que surgian detrás de la montaña y lo engullían.

Desde muy chico, antes de que pudiera ayudar a la madre a traer la leña, acompañaba a sus hermanos mayores a cortar la yerba para los cuyes. Iban por los potreros con el sombrero llapango y las botas siete vidas, y mientas su hermano movía ágil la hoz, él se acercaba lentamente a las chuquiraguas y a las bromelias. Si los demás niños de su edad arrancaban las flores con violencia, o los más grandes jugaban con sus pétalos adivinando si el amor estaba de su lado, él se limitaba a mirarlas con atención, a olerlas aunque no fueran fragantes, a darles una leve caricia.

Era más bien silencioso. Mientas pastaban los borregos, casi no dirigía la palabra a sus hermanos y apenas si les contestaba. Quizás por que prefería disfrutar sin interrupción el trueno que avisaba la lluvia o el balido de las ovejas similares a letanía de beatas. Algunos le creían medio loco al verle mirar estático la luna en medio de la noche y al fogón avivándose, ante el enérgico soplo de la madre, al comenzar el día. Como a veces se distraía mientas el padre le hacía alguna pregunta y tenía que repetirla, éste creía que su hijo tenía problemas de audición. Su madre, en silencio, pensaba que era algo más grave, un pequeño retardo producido por las horas que ella se pasó llorado debajo de la mata de guanto, cuando se supo por sexta vez embarazada.

¡Mana vali!, le gritaba su padre, cuando no podía cargar los costales en la mula, ¡warmilla! le decía con desdén su hermano mayor, cuando no podía abrir con agilidad los surcos con el azadón.  ¡Este sí que es esento! decía el tío al verlo caminar despacio llevando las hortalizas. Ante todo esto, él solo bajaba la cabeza y recibía burlas e insultos sin chistar. Luego se abrazaba del perro, le cantaba una kichwa canción al oído y así, abrazados giraban al ritmo de su propia música. Asumía las reprimendas con humildad, incluso el puntapié paterno lleno de ira, al ver que su hijo era diferente, no como sus hermanos. Al verlo todo un inútil para el trabajo de la chacra.

Él hacía un mea culpa de sus errores y en un descanso se acostaba en medio de la sementera de arveja a mirar las nubes, dejando que bajen las lágrimas hacia sus orejas y preguntándose  ¿Por qué soy así? ¿Por qué no soy como ellos, rudo, puñetero, ágil en el uso del azadón, bueno para el ordeño? ¿Para qué soy bueno? ¿Qué va a ser de mí?

Apenas terminó la escuela, el padre conversó con su compadre, dueño de un bus que hacía la ruta de Latacunga a Saquisilí, para que le acepte como aprendiz de controlador. A ver si así se despierta…  dijo para sí.

-          ¡Déle no más compadre!, le dijo al chofer. Si no oye, si se porta zonzo, haga el favor de darle un waracazo. A ver si se le quita lo allimanta…  

La experiencia en el bus no fue extraordinaria, pero los colores del mercado y las polleras de las indias la hacían interesante, los diversos sonidos de hombres y bestias le alegraban el día. Así pasaron los 3 años siguientes, hasta que el compadre compró una interprovincial que hacía la ruta a Quito. Desde que llegó al terminal del Cumandá fue invadido por ese extraño efecto que ejerce esa ciudad en los futuros chagras y la fascinación se incrementó al caminar por La Ronda y al tomar su primera cerveza Malta en una cantina de la 24.

Fue en uno de esos viajes donde vio el anuncio que cambiaría su vida: Teatro Universitario. Danza de la República Popular China. Gratis...


-          ¡Los sonidos más bellos!, más que el trueno de Cochahuma, los colores más vívidos, en especial el rojo, casi tan intenso como el de la flor de guanto. Pero sobre todo los movimientos que expresaban la dulzura de los borregos, el vuelo de los curiquingues, la alegría de las cholas del mercado. Lloré como solo lo hacía en las sementeras de arveja, pero ahora era por la felicidad que me apretaba los huesos. 

Así recuerda el maestro, el día en que conoció su oficio. Apura un gran taco de ron seco y continúa:

-          Entonces supe qué quería ser, qué quería hacer de mi vida. Quería ser como ellos, hacer lo mismo que ellos hacían. Al terminar me acerqué a los camerinos y vi a los ángeles que hace minutos revoloteaban en el escenario, vi que eran humanos. Como yo.  A uno de ellos les dije que quería hacer lo que ellos hacían y éste sin pronunciar palabra me llevó donde el organizador, a quien repetí lo mismo: ¡Yo quiero hacer eso, señor!

El tipo le dio una tarjeta, le dijo que le esperaba al día siguiente muy temprano en cierta dirección. Y desde ese día que empezó a bailar, han pasado 50 años. En el salto se eleva entre las nubes, esas que ocultan furiosas al sol, en cada movimiento lento se acerca otra vez a las chuquiraguas. Al abrazar el suelo siente de nuevo el olor de la arveja y el calor del fogón al avivarse con el soplo de la madre.

Foto: Kiosko teatral Medellín