Cuando navego por mis recuerdos primigenios, puedo ver entre los más
placenteros una multicolor pelota inflable. Luego evoco claramente el día en
que, suavemente, mi padre me lanzara la gigante número 5, que luego me condujo al
fútbol, mi compañero de vida. Esa pasión la heredé del viejo, Auquista
empedernido, que cada domingo iba a ver a su equipo uniformado y
cargando su bandera. Esos domingos, toda la familia vivía la tensión del
resultado, que se reflejaba en la actitud de papá al llegar a casa. Su invitación a
comer afuera, con la sonrisa rebosante, señalaba el triunfo del “ídolo del
pueblo” y si por el contrario llegaba enfurruñado, madre e hijos, con una
mirada cómplice, acomodábamos la mesa para un almuerzo silencioso, donde la derrota
del Auquitas estaba tácita en cada plato y pasaba amarga en cada cucharada de
comida que el viejo se llevaba a la
boca.
A partir de esa mañana en que mi padre me puso la camiseta amarilla y me
llevó al estadio, en el primer mundial que vi por la televisión y en el
álbum de cromos de México 86, fue
creciendo mi amor por la esfera de cuero. Los primeros pases con el viejo y los
partidos en el patio con los primos, me acercaron al balón para siempre. Si
bien al principio mis patadas apenas lo hacían moverse, en mis días escolares, la
pelota llegaba y se iba de mi lado como una indomable mascota traviesa y al
comenzar el colegio, me obedecía dócil. En los partidos intercolegiales se
pegaba a mis pies como si tuviera goma, ante la mirada atónita de los mediocampistas
del equipo contrario.
Un día llegó la invitación a las “inferiores” y si bien la noticia entusiasmó
a mi padre, mis prolongadas ausencias de casa y las bajas notas del colegio, le
sumieron en una contradicción interior. Extrañamente, mi madre asumió mis
entrenamientos con alegría, quizás porque estos colocaban a su hijo mimado en
la felicidad absoluta. Entonces ella fue quien me compraba los mejores
zapatos, las camisas coloridas, me llevaba y traía puntual de los entrenamientos
y dirigía mi nutrición.
Un par de años después, el entrenador dijo que estaba a un paso de ser profesional.
En la reunión, mis nuevos compañeros- veinte afroecuatorianos y cholos de mi
edad- me recibieron con una mirada hosca. En la primera sesión me di cuenta que
tenía que ser más ágil si quería conservar intactas las canillas. Para la
segunda, ubiqué los tres grupos bien definidos en que se dividía ese plantel y
sus reglas. La bola se tocaba solamente entre los miembros del grupo, el
defensa nunca entraba con dureza al cófrade delantero y el delantero de vez en
cuando dejaba que el zaguero se luzca. Se cuidaban, se cubrían la espalda y no tenían
misericordia con los otros jugadores. El entrenador casi siempre se hacía de la
vista gorda y solo de vez en cuando ponía orden, organizando los partidos con los
jugadores que consideraba pertinentes. Permanecí sin grupo por algún tiempo, batiéndome
contra todos los zagueros y buscando una bola que en raras ocasiones me era
habilitada.
Empecé a caerles simpático a los imbabureños, pero un día sentí su mudo rencor
como un mordisco. Fue cuando mi madre me entregó un inmenso sánduche en el filo
mismo de la cancha. Al verla acercarse sonriente me avergoncé, pues sabía que
muchos de mis compañeros venían al entrenamiento apenas con un agua de panela
en el estómago. En el receso, los que calzaban viejos zapatos Pichurca, antítesis de mis modernos Adidas, con suerte comían un plátano. Aquellos que dormían
en los locales donde trabajaban, mientras yo iba al colegio, miraron hacia otro
lado, y los más serenos ignoraron a mi inocente mamá con su muestra de amor, cayendo en cuenta que no veían hace meses a su progenitora que
rezaba en Esmeraldas, el Chota o Santa Rosa, con la esperanza puesta en el hijo
que con su arte podría sacarlos de la pobreza.
Esa noche le conté la historia de mis compañeros. Mamá organizó una cena para
los más cercanos y nunca más ingresó a los entrenamientos. Con el tiempo algunos nos fuimos hermanando,
compartíamos una cola familiar y a veces les invitaba a las hamburguesas de
Crosty. Me hicieron sentir parte del grupo y desde esa inclusión decidí que no
estudiaría la Universidad, pues decidí que sería futbolista profesional. Di la noticia a mi
padre el mismo día de mi graduación y en el rostro que se enrojecía levemente,
pude ver otra vez su lucha íntima. No dijo nada, pero a través de mi
madre supe que aceptó que ese año me dedicara por entero al fútbol. Doce
meses maravillosos, pues los juveniles estábamos ya en la banca del Deportivo
Quito y viajábamos con el plantel por las ciudades futboleras del país, nos
hospedábamos en hoteles elegantes y asistíamos a fiestas con chicas bonitas que
nos regalaban sus atenciones, al ser parte del mismo club de los astros del
balompié nacional.
Casi a mediados de año, salí del banco y me estrené en el Estadio Olímpico
como profesional, pero en el ensayo siguiente, el lateral derecho me dio con
todo. El próximo partido, fui convocado en los últimos minutos, pero mi rendimiento
no fue sobresaliente y en la fecha sucesiva, el titular a quién reemplacé se
repuso. Si bien mi lesión mejoró, el técnico no me convocó a la cancha. Llegó
el verano y continuar de suplente facilitó a mi padre convencerme de que entre a
la universidad.
Una vez que se prueba la cancha grande, es difícil resignarse a dejarla.
Como el primer año de Derecho era fácil, me esforcé en lograr la meta de retornar
a un partido de campeonato nacional. Con los cambios en el plantel, algunos de
los chicos de mi leva dejaron el banco y yo mismo sentí que para septiembre lo
lograría, pero vino un nuevo técnico y con él nuevas alineaciones. Mientras
tanto, en la facultad hice nuevos amigos y sobre todo amigas, conocí los bares
de moda y de a poco el ritmo de estudios-fútbol-vida social, hizo que mi rendimiento
en los dos primeros bajara de nivel.
La fiesta lo copaba todo y si no hubiera sido por la firmeza
de mi padre, creo que hasta me hubiera retirado de la universidad. En el
siguiente campeonato vi con alegría a mis
colegas de grupo como titulares permanentes y cayendo en cuenta que bien pude
estar con ellos, me invadió un sentimiento indescriptible parecido a la
nostalgia. Pero años después, vi a Edison Méndez y Ulises de la Cruz en la selección
que por primera vez nos llevó al mundial de fútbol y en ese partido contra
Uruguay, sentí que estaba en ellos y me emocionaron sus jugadas tanto como si
yo mismo las hubiera hecho.
Cuando nos vemos en algún centro comercial, saludamos con el mismo
cariño de los días del Deportivo Quito y recordamos nuestros diálogos juveniles
compartiendo habitación. A veces, cuando entrego suavemente el balón a
mi pequeño hijo que aun no puede patearlo, sueño despierto en que también estoy
en ese partido de noviembre del 2001 y que no es Kaviedes sino yo quien da el
glorioso cabezaso. Entonces, pienso qué hubiera sido de mí si no me lesionaba
en aquel lejano entrenamiento. Mi hijo, mientras tanto, vestido con su pequeña
camiseta auquista, abraza el balón, da sus pininos en el césped y me vuelve a una
prometedora realidad.
5 comments:
aplauso para el relato............ no obstante la dimensión a satisfacer será recompensada con ovación de pie, entonces habrá que esperar el transcurso del año; ojalá sea igual que el vino, mientras más tiempo transcurre es mejor. Fran y Krissa
Muy bello¡¡¡¡, gracias Al.exis
Dooris Piedra
Different from the others , nice!
IB
Muy bueno, Alexis. Se deja leer desde el principio. Si no hubieras tenido esa lesión... hubieras sido seleccionado para el mundial, jeje.
SO
Buenazo estuvo. Once more. JPH
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