Wednesday, May 27, 2015

El color de las calles



No me quiero levantar, pero tengo que hacerlo. El despertador suena, cumpliendo la tarea ingrata asumida por mi madre durante mi adolescencia. Por fin, de un tirón me quito las cobijas, pego un salto no tan felino, coloco mis labios bajo el grifo de agua y bebo con fruición.

Me miro al espejo, uhhhh que cara..., sobre todo la nariz… La sentencia es inapelable: Debo bañarme. No tengo ganas, quiero regresar a la cama donde ella aún me espera, pero debo bañarme, de lo contrario  volveré a su lado y nunca iré al trabajo... En mi ruta a la ducha paso junto al refri y su parte superior me regala un vacío paisaje de Minnessota en febrero y la inferior una bolsa de leche abierta, la  cual me la zampo de un tirón. Me dejo ir en el agua caliente tratando de recordar al máximo la noche anterior. Envuelto en el sentimiento de culpa pierdo la noción del tiempo y solo cuando las yemas de los dedos parecen mote, caigo en cuenta que si no salgo llegaré tarde al trabajo. Me pongo una camisa que aún puede pasar por limpia y disimulo su mugre con un nudo de corbata perfecto, después me acicalo uno de los estúpidos trajes que jamás mostrarán un buen planchado. No me afeito, pero me pongo un puñado de gomina en el cabello para parecer más yuppie. Cuando estoy cerrando la puerta regreso por ese detalle imprescindible: los tres buches de enjuague bucal.

En la calle, luego de dar unos pocos pasos los veo: rojo pálido y verde grisáceo, el tercero levemente cárdeno, como los heliotropos que están a su espalda, y el más pequeño luciendo su rosa encendido. Paso junto a ellos fingiendo no mirarlos y dos cuadras más allá, en la calle Ibarra, veo a sus similares. Amarillo cetrino el más joven, con una tonalidad lavanda el más viejo y verde limón el más ajado.

Llego a la oficina, percibo la incomodidad de mis compañeros y cada vez que mi jefe me lanza su mirada de rinoceronte me siento un atiaj. El día transcurre en ese silencio cómplice, en el que mi jefe prefiere hacerse de la vista gorda, aunque por momentos quisiera que me eche a patadas. Asumo con modorra los trámites anodinos mirando los numeritos de la esquina inferior del computador. Esperando  que el 1 y 7 se junten para poder  marcharme.

No camino ni siquiera una cuadra por la calle Guayaquil cuando los veo de nuevo. Lentos como las babosas, impávidos como los hongos, hoy están cerca del cruce de ésta con la Esmeraldas, ayer en la escalinata de la Guaragua. Desde siempre en la Caldas. Sus bocas pastosas y sus manos cuyas uñas ya quisiera un gallinazo me miran. La elegancia del agujereado suéter en V o del traje descolorido me interpela. Sus gorras de ferretería o sus cortes ochenteros de cabello me hacen reverencia. Viejos o envejecidos, lucen la delgadez espectral o la huella de la dieta de carbohidratos y cola. Me auscultan desde sus escasos dientes que juegan con otras sustancias (jamás pegamento de zapatos). En su espera continua se colocan en cuclillas o apoyan la humanidad donde pueden. Se dan manotazos en broma, se tambalean, chocan, cambiando la dinámica de ese pólipo que es el pequeño grupo que entre ellos conforman. Jamás se ubican en las esquinas, pero sí cerca de aquellas, rodeando las centrales de control telefónico a las que usan de mesa o a los dispensadores de agua para bomberos, donde esconden puchos o vasos. Invaden avergonzados el par de gradas que inician el garaje no concurrido o se amparan en la sombra del zaguán vetusto. Muestran al mundo sus coloridas tonalidades cerezas, sepia o verde oliva sin orgullo pero sin pena. Para evitarse más problemas con los chapas municipales construyen diálogos apenas audibles para los transeúntes, y los vuelven lúbricos si es que la noche y la soledad se instalan en su universo. Comparten la pequeña botella de plástico cuya etiqueta dice que es agua y de acuerdo al avance de la noche, la mañana o la tarde, son locuaces o silenciosos, llorones o chachareros. De acuerdo al nivel de consumo y al avance de la bacanal humilde se disponen a cambiarse de calle o a dormir en turnos como bebés. De acuerdo a su historia o a la indisposición en el alma, se preparan a dejarse caer como ángeles.

Desde hace un tiempo los evito. No sé desde cuándo, ni siquiera respondo su saludo mañanero. Tal vez desde que caí en cuenta que ya son varios meses que despierto con una botella de whiskie semivacía junto a mis zapatos o al otro lado de la almohada. Quizás desde que no recuerdo mi llegada a casa y despierto vestido en el sillón, junto a la puerta principal o en el baño.

Me identificó con ellos por segundos y luego desecho la idea. Finjo despreciarlos a partir de aquel día en que elegí mentir a mi jefe y continúe bebiendo ni bien desperté. Niego la existencia de los seres que dan el color de las calles, desde que se hace más fuerte mi lucha por no beber apenas nace el día. Sin embargo, los observo cada vez más atento, con íntima y silente pleitesía, como si ellos fueran los iniciados y yo el aprendiz. Me identifico más con ellos al sentir su halo en el espejo tocando mi nariz sonrosada para siempre, como si estuviera en permanente resfrío.
                                                   Foto AO: "Yo chuchaqui para todas las brujas", Calle Mideros,  Quito, 2012

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