Toda la mañana pasé en casa de un amigo, maravillándome con su colección de discos de rock. Cuando me voy, pide que le acompañe a la Villa Flora. En lugar del Colon 2 Camal puedo tomar el Iñaquito 1 Villa Flora y quedarme en la misma esquina, el cruce de mi calle con la Avenida Diez de Agosto. Cuando llegamos a la parada, me dice que en la cancha de fútbol de “la Concha acústica”, alguien le tiene unos discos.
Entre los que juegan está un chico delgado, moreno, de cabello rizado. Es mi hermano menor, un par de centímetros más bajo que yo. Es la primera vez que le veo jugar al futbol y al poco rato me doy cuenta de que es la estrella de su equipo. Le gritan: “Prende la moto”, antes de darle un pase. Mi hermano es un extremo derecho veloz que cuando tiene la bola en los pies, lanza una pelota larga y literalmente es como si arrancaría en una motocicleta, pica, deja atrás a todos los que pudieran buscarlo y esquiva a los defensas que le quieren hacer falta. “Ahí te va, Cuchufo”, también le gritan, tiene su apodo, más por el parecido físico con José Cuciuffo, el lateral izquierdo de la selección argentina de entonces, que por la posición de juego. Mi hermano es un felino raudo, Cuchufo o Cuchufleto, avanza muy cerca del arco y si no remata, da un pase al que se encuentra mejor ubicado, culminando la jugada casi siempre en un gol.
Hasta el año pasado, en que se graduó, mi hermano era seleccionado de atletismo de la provincia. En una visita a la casa de mi padre, conté sus 89 medallas que colgaban en una vitrina. Por ello, el Colegio Militar se lo llevó becado y lo recuerdo con el corte cadete, siguiendo las directrices de los milicos, hasta que se cansa, porque una cosa es ser atleta y otra tener vocación de gorila. Mi padre pagó la beca de mala gana. Mientras veo su juego, recuerdo las pocas veces que encontré al negrito, como le decían en su casa, por su parecido con mi padre. Viene a mi memoria cuando tuvo que responder, cómo todos, la pregunta de papá, acerca del futuro universitario. El Cuchufleto le dijo que quería ser entrenador de atletismo, enfureciendo al patriarca.
-No te vas a quedar de pilche profesor de educación física, le respondió, busca algo en la universidad o algún trabajo.
Tranquilo, calmado, dócil, Cuchufo le respondió en voz baja, afirmativamente.
Cuando termina el partido de fútbol, voy a felicitarle, como lo hace el resto de su equipo. Viene el abrazo efusivo y la sonrisa mutua. “Es mi hermano”, les dice a los suyos y sus amigos me miran curiosos pues no sabían de mí. Uno de ellos me dice, “el Cuchufo es tu copia al carbón” y todos reímos. Somos hermanos que nos hemos visto muy pocas veces, generalmente en casa de nuestra abuela paterna, con distancia, con diálogos cortos por su timidez y por la falta de temas. Luego de ese partido en que demoro mi regreso a casa hasta el inicio de la noche, nos acercamos. El año siguiente, ambos estamos en nuestros 20, pues le llevo apenas nueve meses. El Cuchufo trabaja en un ministerio y estudia publicidad sin entusiasmo, desde su forma de ser relajada y que no discute, cumple las órdenes del papá. A veces va a la pista atlética de su ex colegio. En la fiesta de graduación de nuestra hermana menor tenemos un diálogo más largo, pero por mi estudio y trabajo lleno de viajes, ese año solo alcanzo a invitarle a una fiesta organizada por mi novia, donde él sale con su amiga .
Cuando mi novia se va de mi vida, cuando ya he dejado de fumar para olvidarla y fumo para divertirme, una noche disfruto mi chafo en la calle Reina Victoria. En ese tramo oscuro donde se cruza con la 18 de septiembre hacia el norte, veo un auto Cóndor blanco parqueado. Me extraña ver el carro de mi padre parqueado cerca de una licorería y en una zona que jamás este frecuentaría a esa hora ¿Con quién estará?, me digo y me acerco sigilosamente. La lamparita del techo está prendida, hay alguien en el asiento del copiloto. ¿Mi padre con una amiga?
¡No! Es el Cuchufo al volante, y entonces me acerco con confianza. Está con su amigo atleta Marco armándose un porrillo. Toco con el dedo el vidrio de la ventana y miro su cara de sorpresa. Me acomodo en el asiento de atrás, me brindan una cerveza. Comparto mi bareto, damos la vuelta y en un mirador fumamos relajados el que ellos han armado. Es el inicio de un largo período en que con un Cuchufo, que dejó el diseño y que ahora estudia comunicación vamos a todo lado. Época de ser los mejores amigos con Lenny, su nuevo apodo desde que una amiga sueca nos regaló un cassette de Lenny Kravitz. Frecuentamos la Salsoteca Mayo 68 y el Reaggue bar donde levantamos gringas, que se encantan con su pinta de latino guapo. Organizamos cenas en mi pequeña casa con su amiga de turno que lleva a alguna amiga para mí. Pronto, Marquito y él son parte del grupete de mis amigos. Somos cinco jovenzuelos que además de visitar los bares de la Mariscal, paseamos en el jeep del Chau y saltamos por las fiestas universitarias. Nos emborracharnos y fumamos marihuana en el cuarto de Marquito o en el del Mac. Eso nos dura casi un año.
El Chau se va Suiza, Mac asume la pose de emparejado formal y Marquito tiene buenos contratos de serigrafía. Yo doy clases de español medio tiempo, dejando la otra mitad para dibujar, escribir, escuchar jazz y asistir a todo evento cultural. Lenny vende la renuncia en el ministerio y con ese dinero se va con una canadiense por la Ruta del Sol, para luego marcharse a Galápagos donde nuestro hermano Fa. Allí se hace novio de la María Jo, trabaja en una pizzería y disfruta del mar. Conoce nuevas drogas y un año después, regresa silencioso y triste. Me cuenta lo que pasó con María Jo entre lágrimas. La tristeza se saca con música y con baile, el Mayo es un desmayo y el Reaguee Bar ha pasado de moda, pero con mi hermano vamos a conciertos y viajamos casi cada fin de semana con Michelle y Sara, dos gringas morena y castaña, que andan de intercambio estudiantil, divertidas y despreocupadas. Ellas regresan a la iony y luego de un hermoso viaje que hacemos con Lenny / Cuchufo a Cuenca vía Baños, me sale un trabajo en la costa y luego me voy a Europa por varios años.
Cuando regreso, está en un centro de rehabilitación de adicciones. Al salir me cuenta que tuvo una novia y que en la malla que cerca el centro había una abertura donde compraba aguardiente, me lo cuenta con vergüenza, nos miramos y reímos. Ni el ni yo tenemos respeto por esos centros, menos luego de que en otro le pegaban. Luego que dejó drogas y el alcohol decidió alejarse de todos, incluso amigos y hermanos, vivía con su madre, a la muerte de mi padre. Alguna vez contesta mi llamada telefónica y converso con él por teléfono largamente, me dice que ha perdido mucho la vista y que está casi no oye con un oído. digo que le visito, dice que prefiere que nos citemos, pero no viene. Sé que ahora vive en la costa, cerca de su adorado mar. Parece que sigue pintando y quiero creer que ya no sufre por lo que le pasó en Galápagos.- Como el tiempo cura todo, capaz que ya no se acuerda de su María Jo y lo que perdieron. Tal vez a sus cincuenta y pocos juega en la playa con alguien y no se pone triste por no haber sido fiel al atletismo.


