Thursday, July 10, 2025

La tía Charito

Elena, mi novia, me hace caer en cuenta que desde que cumplí los 50 visito al menos una vez al año Riobamba, la ciudad a la que llegué en el año 1, de la que salí a los 7 y a la que por casi un año extrañé buscando en mi memoria sus largas calles planas que se proyectaban al infinito y su discreto olor a arena. Elena tiene razón, desde hace un par de años, he buscado un pretexto para ir. Quedó atrás esa bronca que surgió cuando visité mi ciudad después de décadas, en mi cuarentena y que atentó violentamente contra mi recuerdo. De la bella Nueva Liribamba de mi infancia quedaban las hilachas, de la ciudad hermosa que abandoné en mi niñez quedaba un residuo. Estaba sucia, el asfalto de pésima calidad había suplantado la piedra tallada de las calles y enormes casas grises sin enlucir aparecían por doquier de manera desordenada, en un crecimiento urbano desaforado y tonto. Ese encuentro desagradable que me alejó por un lustro no impidió que años después, cuando llegué por una invitación académica, llore al mirar la Loma de Quito, la iglesia que frecuentaba con mis abuelos para la misa de domingo.

Esta vez era carnaval y cuatro días de asueto son para la playa, no para ir a una ciudad donde casi no hay familia pues han emigrado a Quito, Guayaquil o Nueva York, donde se puede ver a los tíos y a los abuelos reposando en el cementerio. El carnaval de Chambo, perdió para mí su color desde que murió mi padre, el entusiasta jugador que disfrutaba mojar y que le mojen, el generoso administrador de trago, el bailador incansable. Desde su muerte, para mí, el carnaval es sinónimo de playa, para que el océano lave los recuerdos de carnavales que no se repetirán.

Cuando se lo propuse a Elena, ella me contestó que ella ni loca iba a la Costa. Hace poco más de un mes, el presidente declaró que cinco cantones costeños eran los más peligrosos del país, de nuestro país, declarado a su vez, el más peligroso de América. Eso alimentó el pánico que tienen escondido en la solapa los serranos y sus cabezas decretaron como su frontera occidental Alluriquín. Para convencer a Elena, le dije que lo que dice el presidente son exageraciones de las que hace eco la prensa, le dije que ella bien sabe que son sucios trucos del gobierno para meter miedo y desde el miedo ganar adeptos y desde el discurso dominar y ganar elecciones.

-       Lo que quieras, pero yo no me voy a la playa, dijo Elena con la firmeza que le da su metro y cincuenta de estatura.

-       ¿Qué vamos a hacer entonces este feriado?

-       Simple, vamos por la Sierra o a la Amazonía.

-       ¿Qué?  ¡A congelarnos y hasta pescar gripe en Guaranda!

-       Vamos, entonces a las Termas de Papallacta

-       ¡No jodas! ¿A ver burgueses quiteños sacar sus delicados sebos en la piscina? ¿A escuchar en la noche los diálogos de negocios del Juana Pa y de la Pauli, con el Manu y la Coki?. No es plan ni siquiera para un día cualquiera, peor para un día de carnaval.

-       Encima ni siquiera hay tren, dijo Elena, en voz baja y despreocupada.

Sí, ya no hay tren, el inepto gobierno anterior a este gobierno inepto lo cerró, pero el comentario de Elena me hizo recordar ese viaje que hicimos con ella a la Nariz del Diablo y el encuentro con las únicas primas cercanas que aún viven en Riobamba. El comentario de Elena trajo ese recuerdo infantil, donde a mis cinco años miro por la ventana del tren que nos lleva a Alausí y siento el olor de las habas tostadas que me regala la abuela, sentada a mi costado. La ventana del tren, el sonido del traqueteo y ver como de pronto el verde del paisaje termina para mostrar un desierto, con dunas iguales a las de la película Lawrence de Arabia, que aun no había visto, desierto sobrio como ese que aparecía en “Bonanza” que ya había visto por la televisión blanco y negro. Recuerdo el desierto de Palmira, mirado desde la ventana del tren. Desierto que a mis cinco y a mis seis años era hermoso e inconmensurable, en el cual nunca estuve y solo lo contemplé a medida que avanzaba la locomotora. Miro otra vez el destello de los ínfimos cristales brillantes de la arena en días que, a pesar de tener sol, eran fríos gracias a los vientos.

-       Vamos a Palmira

-       ¡A donde quieras, menos a la costa!, dice Elena, sintiéndose ganadora.

Comenzamos de inmediato los preparativos del viaje, para evitar que mi tozudez insista o que dañe el feriado yéndome solo a la playa y cuando llegamos a San Andrés, Elena me recuerda llamar a mis primas.

-       Sabes que, si no llamas, se resienten.

Llamo a Consuelo, la mayor de las seis, quien muestra su alegría sincera al otro lado del teléfono. Como siempre, me dice que venga a dormir a su casa y como siempre le digo que ya he reservado un hotel. Acordamos encontrarnos con ella y su hermana Dolores para desayunar.

Las dos y otras cuatro hermanas son hijas de mi finado tío César y de la tía Charito. Cuando era chico, Consuelo, Matilde y Dolores iban con sus padres desde Chambo a visitar a mis abuelos. Mercy, la tercera no venía, Guadalupe era una bebé de pecho y Juana aun no existía. Mientras conversaban los adultos, las dos primas mayores asumían un rol de autoridad y también de mimo y cuidado conmigo y con Dolores, mi coetárea.

En el desayuno conversamos sobre cada una de ellas y sus familias y por supuesto sobre la tía Charito, quien sigue mal, empeorando…

-       Cada vez es más difícil para nosotras, dice Dolores. A veces no reconoce a alguna, para tener luego, ciertos minutos de claridad.

-       Lo peor es que quiere seguir en su casa, por lo que nos turnamos en el cuidado, replica Consuelo.

-       Le dije que venga a vivir conmigo y se niega. Si algo recuerda a la perfección es cada rincón de su casa y no quiere moverse.

Nos miramos con Elena y ella asiente discretamente.

-       Vamos a visitarle, les digo. 

En el auto de Elena, nos dirigimos al eterno Chambo de mis padres y de mi tía. Viuda desde hace casi dos décadas, entrada en sus altos ochentas e invadida por el Alzheimer desde hace pocos años. En el pueblo están los jóvenes mojándose, lanzándose harina, reventando huevos sobre sus cabezas, disfrutando del carnaval. Nos miran con extrañeza, nos auscultan. Uno me parece que es Jorge, hijo de un primo de mi padre, pero me digo de inmediato que no puede ser, pues este chico está en sus 23 y Jorge debe tener mi edad. Meses después caigo en cuenta que era su hijo. Llego a la casa de mi tía, de mi tío César, a la casa situada en la parte alta del pueblo que ahora muestra cambios ligeros. La verja de madera es de hierro, la puerta principal es mucho más grande de la que recuerdo. Charito me recibe con la candidez y la amplia sonrisa de siempre. Pasan los años y su sonrisa no cambia, lo ha hecho el cabello hoy completamente blanco, la piel del rostro sin la elasticidad anterior, pero no ha cambiado su sonrisa, la que ha sido su atributo, pues cuando sonríe mueve con gracia la naricita y hace brillar los grandes ojos negros.

Le digo que esta guapísima, me dice que soy un mentiroso y ríe a carcajadas. Risa musical, amplia, bulliciosa, intensa, un gorjeo amplificado.

-       ¿Cómo vas?, me dice y antes de escuchar mi respuesta, acota, pídele a la Lola una funda y dame cogiendo unos duraznos.

Señala la parte posterior de su patio, donde hay un hermoso y gigante árbol de durazno no muy alto, por lo que alcanzo con la mano o con una ligera garrocha los frutos maduros. Recojo también aquellos que ya han caído y que no están podridos, los meto en la bolsa plástica y se los entrego.

-Come, pues, me dice. Cómete unos y lleva el resto a Mamá Chavica.

Se refiere a mi abuela, que falleció hace 20 años. Constato la enfermedad, pero continuamos conversando y me pregunta cómo me va por Quito. Le respondo y me felicita.

-       Vas a jugar carnaval, le pregunto.

-      El carnaval está bonito, pero no me sacan al pueblo, responde, mientras Consuelo agranda los ojos extrañada.

Le invito salir y Dolores agranda también los ojos. Las miro y asienten bajando los párpados. Consuelo dice que va a ver al marido y Charito me toma del brazo. Vamos al ritmo de sus pasos pequeños, bajamos la cuesta y avanzamos por las calles, la saludan con respeto, ella responde, por supuesto no la mojan. Luego de caminar pocas calles, se escuchan las coplas del Carnaval de Guaranda y ella comienza a cantarlas, le hago el coro y le invito a bailar, danza con pasos pequeñitos y lentos, pero aplaude y sigue el ritmo de la música.

- Y así se hace y así se hace y así se hace el carnaval, con personas de buen gusto y de buena voluntad, cantamos a coro   

No termina la canción y la noto cansada. Entramos a un restaurante y mientras llega la comida me cuenta de dos de sus nietos, como si fueran bebés, sin recordar que es bisabuela. Me dice que extraña a su marido y se pone por contados minutos triste, para sonreír de nuevo y preguntarme como me va en Quito. Luego subimos la cuesta, con Dolores tomando un brazo y yo el otro

- Haz cafecito y brinda, le dice a Dolores.

-¿Y esta señorita, cómo se llama? Pregunta a Elena, a pesar de que ya se conocían. Elena se presenta como si fuera la primera vez.

- Usted ha de ser de Quito ¿no? Acota Charito.

Mientras hago los sánduches de queso, como en mis días infantiles, Dolores me dice que vendrán sus hermanas. Cuando comienza a oscurecer llegan Guadalupe y Juana con sus esposos. Piden la bendición a la madre y ella se las concede. Les cuento que iré a Palmira al día siguiente y todos comentan sobre el cambio sufrido en el desierto, ya no se lo ve desde la carretera, pues la comunidad local ha parado la deforestación. El esposo de Guadalupe me dice que luego de Palmira vaya a Guano, a celebrar el carnaval en la casa de Matilde. Noto que Charito no escucha el diálogo, a ratos hasta parece perderse en sus recuerdos o en la blanca pantalla de la demencia.  

Se toca el infaltable tema de los achaques y el esposo de Consuelo dice que le duele la espalda baja. Yo le digo que sé de unos ejercicios que me ayudaron cuando a mí me dolía. Su mujer me dice que le indique y en mitad de la sala los hago. Charito ríe.

-       Siempre has sido tan ocurrido, me dice

Todos se ríen haciendo coro a la matriarca y seguimos en el diálogo familiar hasta que el marido de Juana insinúa regresar a Riobamba, es la voz que da la pauta para el retorno de todos, excepto Guadalupe, que tiene su turno de cuidar a la mamá. Me acerco a Charito y le digo

- ¿Qué tal pasaste el día?

- ¡Muy bien, pasé, gracias! ¡Así has de venir a visitar!, me responde

- ¡Te gustó el carnaval!

- Uy, claro. A quien no le gusta bailar todas las coplas. ¡Cómo se mojan!, alhaja mismo es el carnaval, dice sonriendo con sus ojos y moviendo la naricita torneada.

Casi en la gran puerta del salón, desde mi tonta curiosidad y en medio del abrazo de despedida le digo

-       ¿Si sabes quién soy?

Soltando una ruidosa carcajada, me responde.

-       ¡Claro pues! ¿Qué te pasa, crees que soy del todo? ¡Eres el Gonzalo!

Todos quedamos por segundos en silencio, pues mi tío Gonzalo murió en el año 91, capaz que nos pareceríamos si él hubiera llegado a mi edad. Charito había pasado relajada, alegre y sonriente porque le hacía tan feliz la visita de su cuñado Gonzalo, quien emigró a Quito y al que no veía desde hace mucho.


 

 

Monday, February 17, 2025

Taller de teatro

para AJ, AR, Tar y el Chafo

Ensayábamos cuatro veces por semana, excepto el miércoles. En el sexto piso del Edificio de Abastecimientos nos concentrábamos cada día y comenzábamos, de pie, a adiestrar el cuerpo con los ojos cerrados y con movimientos lentos. Cuando la concentración nos había invadido, acelerábamos los movimientos y dábamos paso al calentamiento corporal, el ejercicio necesario que incluían rodar por el piso, acercarnos y tocarse. Todo lo que generaba el ambiente de equipo imprescindible para que un grupo de teatro funcione.

 

Luego practicábamos la obra, alguna de los “Papeles del Infierno” de Enrique Buenaventura del TEC de Cali y luego improvisación en el intento de crear una obra colectiva, en un proceso que desde un anarquismo inocente reivindicaba la dirección teatral colectiva, pero que en la práctica recaía en el mayor de nosotros, El Gato quien ya tenía experiencia previa al haber participado en varios grupos teatrales, entre ellos La Oreja, de quien este nuevo grupo era su sucesor. El Gato y El Tarzán tenían 21 y yo 17. Los tres éramos estudiantes de los primeros años de esa universidad, los tres repitiendo el primer semestre. El Chafo tenía 20 y estudiaba su quinto curso del secundario en un colegio nocturno. La Chama Isa, una hermosa mulata esmeraldeña y la Niña Ine, una locuaz chica de ojos grandes, estudiaban su primer año en la Facultad de Artes. Luego decantarían la primera por pintura y la segunda, precisamente en Teatro. Fue ella la escogida, quien, por vocación y destino sería la única que dedicaría su vida a esta actividad.

 

Nuestro Taller teatral funcionaba en un inmenso piso vacío, entablado con delicado parquet, ubicado sobre la Federación de estudiantes y gestionado por esta para que se nos preste. Entre las primeras estuvo el adecuar uno de sus baños como bodega, recolectar ropa usada y robar telas de anuncios publicitarios, para hacer vestuario y escenografía. Con los sobrantes  hicimos sendos colchones, necesarios para quedarnos ahí luego de las jornadas de creación, luego de la fiesta o para ser lecho de alguno cuando su padre enojado le echaba de casa por algunos días. Colchones cama para pintores, cantantes, artesanos, músicos,... que estaban de paso o que nos visitaban. Músicos de calle, que viajaban por Sudamérica como el brasilero Dan Godinho o el Afro colombiano Sabás Mandinga, actores como el salvadoreño Alejandro Jovel y su “Serpiente emplumada”, quien luego volvió para quedarse. Bailarines, amigos de Clarita, nuestra amiga del Frente de danza independiente, cuenteros chilenos, malabaristas argentinos,... A ese sexto piso llamado Taller de Teatro Politécnico nues (así con "s", de no ser y no evocando al fruto del nogal) también llegaban nuestros amigos, estudiantes de la Católica, los panas del Chafo y del Gato del barrio La Luz, cuasi adolescentes chicas del Colegio de Artes de la Central. Cristian Carrasco y El Choclo, ex integrantes del Grupo La Oreja. Edzon y Lucho, que decidieron proletarizarse, y se fueron a vivir cerca de una invasión en un barrio popular del noroccidente de la ciudad.

 

Los TTP nues también nos reuníamos a estudiar, generalmente antes de exámenes bimestrales. Con El Tarzán nos lanzábamos en la titánica tarea de hacer los ejercicios propuestos del Algebra de Proaño o de la Física de Panchi, en largas amanecidas e íbamos al examen luego de pocas horas de descanso. Nocturnas jornadas académicas que querían en menos 10 horas suplir infinidad de clases no asistidas, tareas no realizadas, explicaciones docentes no recibidas…y que, por supuesto, no daban los óptimos resultados esperados. Era una suerte recibir un 7/10. A pesar de encontrarme en la segunda matrícula del primer semestre del Politécnico, estaba fascinado con el teatro, con la política izquierdista estudiantil y con las actividades de solidaridad que eran pan de cada día. Salía de clases a la una y de inmediato iba a la Federación de estudiantes o directo al restaurante universitario. A las 2 y 30 estaba cambiado para el ensayo y cuando casi había oscurecido bajaba la larga calle Ladrón de Guevara para luego de cenar en casa, comenzar las tareas académicas.

  

El teatro y la política me fueron absorbiendo. En época de elecciones de representantes estudiantiles, pintaba afiches en vez de ir a clases. Luego participé en las funciones que montábamos en los patios politécnicos a media mañana o a salida de clases, como parte de la difusión de la obra del TT Nues (La nuez, como le llamaban algunos). Decidimos probarnos en la calle, de hecho El Gato y El Grupo La Oreja ya lo habían hecho pues dos de sus integrantes rentaban un cuarto que debía pagarse, pero no así nosotros el resto. En ese entonces Carlos Michelena, el popular actor quiteño era el rey del Ejido y el Enano Araujo, interpretando obras de otros, era el habitué de la Plaza del Teatro. En estas obras de calle, creaciones del Grupo La Oreja o fragmentos de "teatro del oprimido" participábamos máximo tres actores. Las salidas a la calle eran cada vez más frecuentes, tanto como las inasistencias al Instituto de Ciencias Básicas.  

 

Actuar en la calle era todo un reto, significaba irnos fogueando en esa tarea difícil de dominar al público y a la vez dominar el cuerpo. El desafío era mejorar nuestra dicción, perder el miedo escénico, mantener el aplomo al ver a los conocidos que pasaban y con quiénes saludabámos solo con las cejas para no romper la mágica personificación. Con el tiempo también aprendimos a guardar al serenidad al identificar al pesquiza, que con gafas y en su falso intento de leer un periódico, estaba atento. Eran días de subversión de distintos órdenes, en medio de un gobierno muy represivo. Pero todos los miedos se iban venciendo en una jornada en la que nos poníamos en una situación difícil, divertida y poco común para unos chicos muy jóvenes de clase media que, en el fondo no actuaban por necesidad. El dinero adquirido al pasar el sombrero no era la principal motivación para actuar, hacer teatro era reafirmar un compromiso político con lo popular y con la concienciación. A cambio de transporte y refrigerio actuábamos en actos de solidaridad y para los obreros de las fábricas en huelga, en las actividades culturales que los barrios marginales organizaban. Entregábamos nuestro arte que sacaba sonrisas convencido de que a la vez hacíamos educación popular.

 

En la calle, adaptábamos el "José Da Silva y el Ángel de la guarda" de Augusto Boal y por supuesto a mi me gustaba ser el picaresco, flacucho y malvado Ángel que engañaba a nuestro Da Silva, el humilde Juan Criollo. Cuando el Ángel usando sus poderes paralizaba a un corpulento Juan en calzoncillos, listo para el suicidio, este se quedaba en diversas poses similares a un físico culturista, las que dieron al Tarzán su apodo. 

 

 ¡Teatro! ¡Teatro de la calle! !¡Teatrito! gritaba uno de nosotros El invitando al público. ¡Venga al teatro!¡Acérquese que no muerdo y si lo hago, lo hago despacio! decía otro compañero desde el otro extremo de ese cuadrilátero que un tercero, con tiza había trazado en el piso para delimitar el escenario. Luego cambiábamos roles, y después todos calentábamos el cuerpo y hacíamos ejercicios de voz. Convocar al público en Quito, era difícil, se corría el riesgo de ser desalojado por la policía municipal o por el "Escuadrón Volante", unos camiones pequeños y largos que patrullaban la ciudad fijándose sobre todo en los jóvenes. Poco a poco, tímidamente se acercaban los transeúntes, como en la época medieval. Cuando la gente estaba alrededor del cuadrilátero nos sentíamos seguros, eran cuatro paredes humanas que iban a defendernos, eran público de un teatro, hasta antes eran curiosos esperando ver que producto ofrecían esos extraños vendedores ambulantes pintados el rostro. Siempre me sorprendió ver cómo en Quito y en la Sierra era difícil convocar público, en tanto que en la costa, debíamos invitarles a que no se amontonen y permitan formar el cuadrilátero. Eso lo comprobamos en la Plaza San Francisco de Guayaquil. Roosevelt el actor que nos había invitadoa ese sitio, tenía un largo brazo de cartón que terminaba en un guante en forma de mano y con el fingía tocar el fin de las espaldas del público para abrir espacio, generando risas estruendosas. 


 

En ese inicio des tarde y una vez formado el cuadrilátero por personas, estamos cambiados y listos para comenzar una obra crítica a la burocracia, llamada “El hombre que no podía orinar”, donde el personaje debe cumplir con infinidad de requisitos antes de ser autorizado a ejercer el "llamado de la naturaleza". En la obra, El Gato, intérprete del personaje principal, mal esconde un largo chorizo de tela dentro de unos teatrales calzones y lo muestra por un segundo antes de ser interrumpido, generando la risa del público. Yo estoy pintado de blanco la cara,  representando a un burócrata que pide requisitos en una ventanilla. Cuando trato de “sellar” el documento, veo en el público a mi madre con su traje sastre de docente. Ella de seguro está en el centro de la ciudad, precisamente para hacer algún trámite. Me doy cuenta que me mira con esa expresión adusta que pone cuando algo le molesta y que conozco desde siempre. Se me pone la piel de gallina y quiero salir corriendo, ella está enojada y evidentemente frustrada. Pero como dice el lugar común, la función debe continuar y lo hago con aplomo, luego de sacar fuerzas recordando los textos del "Teatro del Oprimido" de Boal y a la versatilidad radical de ese tremendo actor y persona, quien luego será mi amigo, el salvadoreño Alejo. Cuando El Chafo capta la atención del público desde su rol del policía que reprime al “meón”, me doy cuenta que mi madre se ha ido.

  

Llego a casa, mi madre me recibe con cara de pocos amigos y dice:

-       Si necesitas plata, pídeme.

El mensaje implícito posterior, lo comprendo totalmente. Siento que ella no valora mi arte, siento que la avergüenzo por ser actor de la calle, pero me digo que eso también es parte de estar contra el sistema y sonrío sin que ella me vea.

 

Al día siguiente le cuento esa historia al Chafo y cuando termino el relato, su risa exagerada de marihuano, interrumpe al dúo Pedro y Pablo que suena en la grabadora del TTP. El Chafo me hace una propuesta.

 

-       ¿Qué te parece si hacemos teatro este viernes y con lo que nos den tomamos un bus hasta donde nos alcance la plata?... Y donde lleguemos hacemos lo mismo y así… ¿Qué te parece?

 

-       ¡Vamos!, le digo

 

Pero esa es otra historia, otra loca e ingenua historia del taller de teatro de la calle.